Envejecer es todavía el único medio que se ha encontrado para vivir mucho tiempo
Charles Augustin Sainte-Beuve
Los seres humanos aceptamos, con mayor o menor entereza, que envejecer es un aspecto ineludible, inexorable, diríase que implacable de la vida. Por mucho que escondamos sus efectos con costosos ungüentos, visitas al cirujano y abnegada obstinación, la certeza de la vejez nos acompañará hasta la parca. Y, sin embargo, en su infinita osadía la ciencia lleva décadas cuestionando esta certeza, hasta el punto de demostrarla falsa. Técnicamente, el envejecimiento es una disminución, con la edad, de la eficiencia de nuestras funciones fisiológicas que, de no fallecer antes por causas externas (e. g. depredadores), conducirá finalmente a la muerte. Pues bien, este proceso carece de sentido para un limitado pero variado elenco de organismos de nuestro planeta. Entre estos campeones registrados de la longevidad encontramos a Ming, un famoso ejemplar de la almeja de Islandia (Arctica islandica), llamado así en honor a la longeva dinastía china, que cuando en 2007 fue sacrificado por unos científicos de la Universidad de Bangor (Gales), contaba nada menos que con 507 años; nació en 1499, siete años después de que Colón arribara a las costas de las Bahamas. Mención aparte merecen los tardígrados, unos diminutos animales acuáticos de ocho patas capaces de adoptar un estado «asimoviano» de animación suspendida (denominado criptobiosis) que no solo les permite soportar temperaturas próximas al cero absoluto (–273,15 °C), una presión hasta seis veces superior a la de las fosas oceánicas más profundas, dosis de radiación ionizante cientos de veces superiores a las letales para la especie humana y el vacío del espacio exterior, sino también vivir miles de años. Otros organismos, como la hidra, ni siquiera precisan adoptar un estado de suspensión para considerarse biológicamente inmortales, ya que sus células son capaces de dividirse indefinidamente sin pérdida conocida de ninguna de sus funciones.
«El envejecimiento es una disminución de la eficiencia de nuestras funciones fisiológicas que, de no fallecer antes por causas externas, conducirá finalmente a la muerte»
La pregunta, por tanto, no es si la vejez es una compañera inseparable de la vida sino por qué envejecemos cuando la naturaleza parece esconder el secreto de una vida potencialmente inmortal. La respuesta, como tantas otras veces, la encontramos en la evolución. La energía de la que dispone un organismo es limitada, y por tanto un aspecto primordial sobre el que «trabaja» la evolución es el de optimizar el reparto de los recursos disponibles entre las distintas funciones fisiológicas, tales como los distintos mecanismos de mantenimiento del propio organismo (que dictarán su longevidad) o su reproducción. La clave en este proceso consiste en dar con la receta que maximice el éxito evolutivo de un organismo (i. e. el número de descendientes que contribuye a la siguiente generación). Y, aunque la fórmula ganadora variará mucho entre especies, en muy raras ocasiones consiste en hacer primar el mantenimiento (supervivencia) sobre la reproducción. En evolución, sobrevivir infinitamente sin reproducirse es el equivalente contable a un cero a la izquierda, y, por tanto, invertirlo todo en permanecer siempre joven no parece la mejor receta para el éxito; menos aún si se vive en un mundo repleto de organismos diseñados para alimentarse los unos de los otros, donde las fauces de un león son tan mortales para un organismo viejo como para uno eternamente joven. Al contrario, reproducirse pronto y mucho suele ser la mejor opción, y la desagradable consecuencia de esta máxima evolutiva es que un organismo no ganará nada, más allá de la reproducción, invirtiendo en tejidos y órganos imperecederos, y sí mucho en dedicar esta energía «extra» a reproducirse antes, más y mejor. Esto, en esencia, explica por qué la evolución favorece organismos cuya eficiencia decrece paulatinamente una vez alcanzada la madurez sexual. Esto, en definitiva, explica por qué estamos condenados a vivir una vida inevitablemente (o afortunadamente) finita… De momento, al menos, los secretos de la vida eterna están ahí fuera.