Próxima parada, Proxima Centauri

Recreación artística de un diseño de nave interestelar bidireccional, con escudos y propulsores en ambos extremos, y un anillo centrífugo en su centro para generar peso./ Cortesía de ©Javier Díez Botet (www.jdiez.com)

El reciente descubrimiento de un nuevo planeta (y ya van tres) alrededor de Proxima Centauri, la estrella más cercana al sistema solar, reabre el debate sobre el interés de una visita a este sistema vecino. Proxima Centauri es una estrella roja a solo 4,2 años luz de nuestro planeta, y uno de sus tres planetas (con una masa comparable a la de la Tierra) está en su zona de habitabilidad, lo que lo hace sumamente interesante. Desde allí es además relativamente fácil llegar al sistema de Alpha Centauri, solo 0,2 años luz más allá, formado por dos estrellas similares al Sol. Es evidente el atractivo de una misión robótica hasta Proxima Centauri, considerada factible a medio plazo. Pero a muy largo plazo, ¿sería también posible una misión tripulada?

El primer problema a considerar es el tiempo de vuelo. Las sondas Voyager, los objetos más veloces que hemos creado (viajan actualmente a más de 50.000 km/h), tardarían unos 40.000 años en llegar allí, si fueran en esa dirección (no lo hacen). Pero las Voyager viajan por pura inercia; si la nave contara con un motor que estuviera siempre acelerando, los tiempos se acortarían considerablemente. Además, si esa aceleración fuera de 1 g, los tripulantes se sentirían tan grávidos como en la superficie de la Tierra, y se evitarían así problemas de descalcificación y pérdida muscular.

A esa aceleración la nave llegaría a mitad de recorrido tras solo dos años y once meses. A partir de ese momento debería empezar a frenar, con una deceleración también de 1 g para seguir manteniendo la sensación de gravedad y llegar con velocidad cero a Proxima Centauri. Duración total del vuelo: cinco años y diez meses. Para la tripulación sería menor; a tales velocidades relativistas, la dilatación temporal reduciría el tiempo de los viajeros a tres años y seis meses. Con estas aceleraciones, el vuelo interestelar parece factible. Pero no todo son ventajas.

Tendría que ser una nave muy robusta: aguantar una aceleración continua de 1 g implica que debemos poder plantarla sobre la Tierra y que su estructura resista. Necesitaría además un blindaje en proa que proteja a la tripulación de la radiación inducida por el movimiento, tal vez grandes depósitos de agua (véase «Radiación fatal», publicado en el número 94 de Mètode). Paradójicamente, un blindaje aerodinámico puede ser de ayuda: a esas velocidades, las partículas de gas interestelar soplarían contra la nave como un vendaval de dimensiones bíblicas. En su máxima velocidad, la nave iría al 95 % de la velocidad de la luz. A esa velocidad, la energía con la que chocan los átomos de hidrógeno dispersos en el espacio es de 2,1 GeV, 200.000 veces mayor que el umbral de lo que consideramos capaz de producir daños al organismo. Otro momento crítico sería el frenado. Lo habitual es pensar que la nave para motores, gira 180º y los vuelve a encender. Pero durante el giro recibiría de costado este energético flujo de partículas ionizantes sin la protección del blindaje. Aunque habría una forma de evitarlo: frenando con un segundo motor instalado en la proa.

La dificultad de todo lo anterior es más técnica que física. El verdadero problema es cómo propulsar la nave: acelerar durante años implica una inmensa cantidad de propelente y energía. Esto último se puede solventar llevando a bordo antimateria, con una tasa de conversión en energía óptima, pero ¿dónde guardar tanto propelente? De momento no hay solución: este es el verdadero cuello de botella del viaje interestelar en tiempos razonables, si bien hay quienes proponen captarlo por el camino, mediante algún sistema de colectores electromagnéticos que atraiga y concentre el disperso gas interestelar para dirigirlo a la cámara de empuje. Si estas propuestas demostraran su factibilidad, tal vez ahí resida la llave que nos abra el universo.

© Mètode 2022 - 113. Vida social - Volumen 2
Investigador del Observatorio Astronómico de la Universitat de València.