Deletreando la endosimbiosis

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En mayo de 1831 John M. Herbert, un estudiante de la Universidad de Cambridge, le hizo llegar a su amigo y condiscípulo, el joven Charles Darwin, un regalo anónimo consistente en un microscopio marca Coddington, más parecido a los impertinentes que las damas elegantes usaban en la ópera que a sus equivalentes contemporáneos. Darwin no tardó en descubrir quién le había hecho el regalo, y, aunque pronto abandonó hastiado la universidad, su gratitud duró toda una vida. Cuarenta años más tarde, Darwin le envió a Herbert, para entonces un respetable y respetado juez británico de cabellos canos y excelente reputación, una carta en donde le decía: “¿Recuerdas cuando me enviaste de forma anónima un microscopio? Pocos obsequios me han producido mayor alegría y satisfacción”. Como lo demuestran sus dibujos y cuadernos de trabajo, la gratitud de Darwin era sincera: el regalo de Herbert le había permitido examinar con fruición la anatomía de los escarabajos, una de sus grandes pasiones, pero, hasta donde sabemos, nunca usó el instrumento para atisbar el mundo de los microorganismos.

Aunque es evidente que Darwin, como buen hipocondríaco, sabía de la existencia de patógenos minúsculos y del riesgo de las infecciones, no parece haberles prestado mayor atención a los microbios. Como lo demuestra la lectura de su extensa obra, las bacterias, los protistas y otros organismos unicelulares son los grandes ausentes en los textos de Darwin. De hecho, ni siquiera los tuvo en mente cuando trató de comprender la ausencia aparente y problemática de un registro fósil precámbrico, para explicar así el largo período de evolución previo al surgimiento de los animales que parecían brotar de forma repentina al comenzar el cámbrico hace 560 millones de años.

La situación cambió unos años mas tarde, cuando Ernst Haeckel, uno de los seguidores mas ardientes de Darwin, no sólo reconoció explícitamente a los microorganismos como ancestros de plantas y animales, sino que modificó los esquemas taxonómicos tradicionales al proponer un reino específico en donde agrupar a protistas y bacterias. No era una empresa aislada. Mientras Haeckel trataba de redefinir las fronteras de la vida, los gobiernos más conservadores de la Europa imperialista de la época trataban de hacer lo mismo, inventando imperios como el mexicano y reinos como el de Grecia, al tiempo que se repartían la geografía de Asia, África y el Cercano Oriente. Aún vivimos las consecuencias de esas tendencias.

Debido sin duda alguna a las dificultades técnicas que planteaba su tamaño, durante buena parte del siglo xix hubo pocos esfuerzos para estudiar la evolución de los microorganismos, cuya fama quedó establecida a partir de entonces más como agentes infecciosos que como el grupo biológico de mayor diversidad y antigüedad. De hecho, las excepciones más fructíferas tuvieron que ver desde un principio con el problema del origen y la naturaleza de los eucariontes, como lo muestran los trabajos de Andreas Schimper, cuyos estudios sobre la fisiología, reproducción y estructura de cloroplastos le llevaron a suponer de inmediato un origen simbiótico para dichos organelos (u orgánulos, como mal dicen los españoles). Como han señalado algunos historiadores de la ciencia, durante esos años ya lejanos tanto el reconocimiento del núcleo como una entidad bien definida como la demostración de la reproducción binaria de los cloroplastos y la replicación de los centriolos llevaron a algunos botánicos y zoólogos a suponer que las células nucleadas (que aún no estaban definidas como una categoría biológica específica) representaban una especie de cooperativa de diversos linajes microscópicos.

Estas ideas, aunque marginales, habrían de tener ramificaciones lejanas. A principios del siglo xx, y aun antes de que existiera un esquema mínimamente coherente sobre la evolución procarionte, tres investigadores rusos, Konstantin S. Merezhkovsky, Andrei S. Famintsyn y Boris M. Kozo-Polyaniski, habrían de proponer en forma independiente escenarios evolutivos que pretendían explicar el origen de las células animales y vegetales afirmando que mitocondrias, cloroplastos y algunas otras estructuras intracelulares eran el resultado de procesos de endosimbiosis. Aunque las ideas de esta troika extraordinaria habrían de permanecer durante muchos años ignoradas por el mundo académico occidental, empujada por su honestidad intelectual Lynn Margulis ha promovido y divulgado tanto las aportaciones de Merezhkivky, Famintsyn y Kozo-Polyanski, como los trabajos del estadounidense Ivan E. Wallin, a los que reinvindica como sus predecesores científicos.

Es verdad que Margulis conocía, de manera indirecta, algunas de las ideas de Merezhkovsky y Wallin, y que hubo otras propuestas sobre el origen de los eucariontes más o menos simultáneas a su teoría. Sin embargo, es igualmente cierto que las propuestas de quien ella considera sus antepasados intelectuales ocupaban un lugar marginal en la biología rusa, y que se trataba, en buena medida, de especulaciones basadas en muy pocas observaciones empíricas. Merezhkosvky, por ejemplo, nunca habló de forma explícita del origen de las mitocondrias, cuyas funciones ignoraba, y en un folleto publicado en 1909 afirmó que los seres vivos estaban formados por dos tipos de plasma celular de origen polifilético que habían dado origen, de forma independiente, a hongos, bacterias y organelos, por una parte, y a las amibas, plantas y animales, por otra. Así, aunque es cierto que la idea de que mitocondrias y cloroplastos eran descendientes de bacterias de vida libre había circulado en algunos medios científicos desde finales del siglo xix, fue Lynn Margulis quien no sólo revivió la teoría endosimbiótica de forma independiente, rescatándola del olvido a donde se condenan muchas especulaciones científicas, sino que, con una visión extraordinaria, la articuló y apoyó con una serie impresionante de datos morfológicos, bioquímicos, genéticos e incluso geológicos tan contundentes que sus puntos de vista terminaron por ser aceptados por sus críticos más severos. Hoy sabemos que es imposible comprender la biología de los eucariontes sin apelar al origen bacteriano de mitocondrias y cloroplastos, y que las asociaciones simbióticas, lejos de ser una excepción o una mera curiosidad biológica, constituyen un factor esencial en la evolución de la biosfera.

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© M. Lorenzo
“Fue Lynn Margulis quien no sólo revivió la teoría endosimbiótica de forma independiente, rescatándola del olvido a donde se condenan muchas especulaciones científicas, sino que, con una visión extraordinaria, la articuló y apoyó con una serie impresionante de datos morfológicos, bioquímicos, genéticos e incluso geológicos tan contundentes que sus puntos de vista terminaron por ser aceptados por sus críticos más severos”

Como ha ocurrido con todos los que nos encontramos aquí, conocí primero los libros y las ideas de Lynn Margulis que a su autora. Cuando platiqué con ella por primera vez hace ya más de 25 años, sabía que estaba ante una leyenda viviente, y quedé abrumado y seducido por su curiosidad intelectual, su conocimiento enciclopédico de la biología, la extraordinaria diversidad de sus conocimientos científicos, y la mezcla explosiva de inteligencia y candor. Me conmovió su amor por Tepoztlán, un pequeño paraíso indígena situado no muy lejos de la capital mexicana en donde ella había vivido de adolescente, y mientras charlaba con ella enmedio del otoño espléndido de Nueva Inglaterra pensaba, lo recuerdo bien, en el contraste absoluto con Malcolm Lowry, el escritor estadounidense que vivió en esa misma zona bajo el volcán mientras iba ahogándose en el alcohol y el rencor a México. Me quedé así atrapado para siempre en los vericuetos de la inteligencia y la amistad de una mujer cuya generosidad me ha acompañado desde entonces. Aprendí muy pronto que Lynn trata a sus amigos y alumnos como si fueran sus hijos, y a sus hijos como si fueran sus estudiantes, y aunque habla poco por teléfono, la casualidad (supongo) ha hecho que sus llamadas telefónicas coincidan con momentos definitivos en mi vida. Una llamada que me hizo desde Boston en 1985 me despertó pocos minutos antes de que la ciudad de México comenzara a padecer los estragos del peor terremoto que hemos sufrido en nuestra historia. Cuatro años más tarde me llamó a casa minutos antes de que me condujeran de urgencia a un hospital y me sumergiera en la obscuridad de un coma profundo de donde salí dos meses más tarde gracias, entre otras cosas, a su extraordinaria solidaridad. Desde entonces prefiero ser yo quien la llame, porque estoy convencido de que es más seguro para mí el dejar a las agendas la posibilidad de nuestros encuentros.

Estoy convencido de que hay que juzgar a las personas por lo mejor que han hecho, pero en el caso de Lynn Margulis es difícil para mí hacer una elección. Sin embargo, me siguen sorprendiendo la frescura de sus primeros trabajos, la extraordinaria visión globalizadora que tiene de la biología que le permitió reagrupar y redefinir las fronteras de los grandes reinos y los grupos biológicos, y su obsesión apasionada por poner al alcance de estudiantes y maestros lo que sabe y lo que puede enseñar. Ninguna hipótesis puede permanecer refractaria a los nuevos descubrimientos, y los privilegios de la amistad me han permitido desde hace muchos años ser testigo afortunado de las modificaciones que Lynn Margulis ha introducido sus ideas originales. Aunque no siempre coincida con ella, admiro la intensidad de sus pasiones intelectuales y sus esfuerzos por comunicarlas y discutirlas, reflejadas en buena medida en el libro que hoy nos convoca, y que ha sido preparado y traducido con cuidado y amistad por Juli Peretó y Mercè Piqueras.

Debemos celebrar la aparición de este volumen no sólo por el homenaje que representa al trabajo y a las ideas de una mujer extraordinaria, sino también porque es una demostración más del compromiso de la universidad de Valencia, cinco veces centenaria, con las tareas de docencia, divulgación e investigación. Ese no es un compromiso menor, sobre todo en las épocas en las que, como lo demuestra la carta que publicaron a principios de este mes en la revista Science cerca de 3.000 investigadores españoles, la ciencia en este país sufre de forma severa la ausencia de apoyos oficiales necesarios para su desarrollo. Como afirma la frase de don Federico Mayor Zaragoza que me repiten en forma constante los correos de mi querida amiga Mercè Piqueras, “no había dinero para la paz pero lo hay para la guerra”. Nos han empujado hacia tiempos infaustos, y por ello debemos celebrar cada curso, cada texto, cada concierto, cada exposición, cada conferencia que se organiza en este país, porque tras todo ello se adivina la huella de la mejor España, la de una sociedad generosa y hospitalaria comprometida con valores ajenos al triunfalismo obsceno de los pajes que por pulir la armadura se creen vencedores. Es la España plural que afirma en forma estruendosa y multitudinaria su compromiso con la cultura y con la paz. Y aunque algunos se quejen desde las alturas del poder de la estridencia de las protestas, hay que tener presente lo que escribió León Felipe, el poeta español trasterrado que abandonó España para vivir y morir en México: “El que piensa que el español habla fuerte, es porque escucha desde el fondo de un pozo”.

Antonio Lazcano Araujo. Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
© Mètode, Anuario 2004.

 

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© M. Lorenzo
“Lynn Margulis trata a sus amigos y alumnos como si fueran sus hijos, y a sus hijos como si fueran sus estudiantes”.

«La ciencia España sufre de forma severa la ausencia de apoyos oficiales necesarios para su desarrollo»

© Mètode 2011 - 38. Caminos de plata - Disponible solo en versión digital. Verano 2003

Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.