
En 1995, el British Medical Journal publicó una breve nota con el caso de un trabajador de la construcción que llegó al servicio de urgencias de un hospital de Leicester con un clavo de 15 cm que le atravesaba el pie y asomaba amenazante por la parte superior de la bota. El hombre había saltado accidentalmente sobre él. El informe relata que el más mínimo movimiento le producía tal dolor que fue necesario calmar al pobre señor con fentanilo (un eficaz opioide) y midazolam (un potente sedante). Sin embargo, una vez retirados el clavo y la bota, pudieron comprobar que el clavo no había dañado el pie, sino que había pasado de forma limpia entre los dedos. El dolor intenso, tal como vino, se fue.
El filósofo Andy Clark recuerda este caso en su libro The experience machine. How our minds predict and shape reality, en el que desarrolla la idea de que la experiencia humana es una recreación, una alucinación que emerge de combinar la información sensorial con las predicciones y expectativas que pone en marcha el sistema nervioso a partir de la experiencia acumulada. Lo que nuestra mente construye a cada instante se nutre, por supuesto, de lo que nos llega del exterior y del propio cuerpo a través de los sentidos, pero esta información es solo una parte de las fuentes que crean la experiencia. Lo que emerge en la mente es el resultado de una predicción que se alimenta también de nuestras expectativas y de lo que tenemos almacenado en la memoria. Si tienes la mala suerte de caer sobre un clavo y resulta que este termina por atravesarte el pie, tu cerebro llega a la conclusión de que eso tiene que doler, y entonces duele.
El sistema nervioso humano es una poderosa herramienta para generar predicciones que, en la mayoría de los casos, nos permiten interaccionar de manera eficaz con el mundo. Para ello tomamos información del exterior –y del propio cuerpo– que el sistema utiliza, no para generar directamente una percepción, sino para ajustar sus predicciones. El conocimiento científico actual muestra con bastante claridad que, como dice Clark: «Nada en la experiencia humana se nos da crudo o sin filtrar. Percibir es un acto de creación más parecido a pintar que a tomar una fotografía». El resultado depende de cada historia particular.
La relación entre el mundo mental y la cruda realidad es un tema clásico de la filosofía, y desde hace un tiempo también de la neurociencia y la psicología. Ahora se le ha dado una vuelta de tuerca al problema, de tal manera que el encéfalo no es un simple receptor pasivo de aquello que entra por los sentidos, sino que construye de manera activa la experiencia tomando también información de predicciones, expectativas y memorias. Esto no se aplica tan solo a la generación de percepciones sensoriales, ni mucho menos, sino que se extiende a la construcción de toda experiencia mental. Los efectos placebo y nocebo son buenos ejemplos de cómo es posible alterar la fisiología del organismo simplemente a partir de expectativas. Y, en un sentido similar, experiencias complejas como la alegría o el sufrimiento físico y emocional son también construcciones relativas a una situación y unas expectativas particulares. Un ejemplo, nada cotidiano, pero sí sobrecogedor y espeluznante, es el que relata el psiquiatra Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido (un libro sobre la vida en campos de concentración nazis), al explicar cómo «el tamaño del sufrimiento humano es relativo». Procedentes de Auschwitz, él y sus compañeros comprobaron a su llegada en tren al campo de Dachau que se trataba de «un campo sin chimenea», es decir, sin cámaras de gas ni crematorios comunes. Aquellos prisioneros estaban agotados, hacinados, en unas condiciones lamentables de salud, helados, malnutridos, deshumanizados y «aun así –en esa alucinación particular–, ¡nos sentíamos todos muy contentos!».