Un buen día decidimos coger la mochila e ir por el mundo buscando algún paisaje que nos maraville. Un lugar donde sentir una especie de fuerza especial, porque el cosmos se manifiesta de manera muy diferente en unos lugares y en otros, y cambia según los momentos del día o del año, pero siempre tiene expresiones significativas, únicas, conmovedoras. Por ello, al leer que un escritor nómada como es Paul Bowles se había pasado la vida buscando zonas de la superficie terrestre convencido de que encontraría un lugar mágico que, poco o mucho, le proporcionaría la sabiduría y el éxtasis, me sentí identificado.
«No pararía de recordar viajes que me han parecido que marcaban un punto y aparte en mi vida. Porque los paisajes descubiertos son fruto del viaje. Y todo viaje es una movilización de neuronas»
Si hago un recuento rápido de mis espacios predilectos no sabría decir muy bien si tienen algo en común. Pero en sus aspectos más esenciales quizá se caracterizan por suponer todo un reto para el hombre. El paisaje suizo, con esas enormes montañas con paredes que parecen cortadas a cuchillo, y de un verde exultante, con casas de piedra y madera pobladas de geranios… y todo asomado a estanques o lagos. Como en algunos otros lugares, en las montañas suizas la naturaleza es un reto. Y las ciudades tienen un aire cultivado por una historia de sacrificios y, paradójicamente, por la acumulación de excedentes. Y quizá porque es también un reto, me ha atraído, siempre, el paisaje del desierto y he ido por Marruecos, por Túnez, por Egipto y por Siria a su encuentro, abrumado por esa sensación especial de absoluto, de infinito que describe tan bien Théodore Monod en algunos de sus libros. Pero sobre el desierto han escrito muchos, muchísimos escritores, y yo tengo una buena antología de experiencias que rezuman arena divisando un horizonte de espejismo, como la de Pierre Nouilhan: «El desierto es un espacio donde viaja el espíritu», o esta otra de André Gide: «El alargado vacío del desierto enseña el amor por el detalle». Y es que cada lugar nos muestra –nos enseña– algo. Y en tanto que nos lo hace visible, parece revelarlo, de ahí el sentido de epifanía que a menudo asociamos al paisaje.
También he sentido de manera intensa las montañas y los fiordos noruegos, de una blancura cadavérica y con un agua que brama como un animal amenazante. He recorrido lugares de la Iberia interior, de Castilla o de León de cielos altísimos, atravesando pueblos con iglesias de magnitudes tan desproporcionadas que parecen catedrales o barcos anclados en la tierra. Recuerdo la salida del sol en un pueblo del Bierzo, desde una palloza, que parecía todo un himno al cosmos; o el recorrido alucinante por las Médulas leonesas, un paisaje surrealista, y he caminado, kilómetros y kilómetros, mochila a la espalda, por el desfiladero de Caín, en los Picos de Europa, con una sensación de sherpa del Himalaya. He atravesado el Pirineo, de una punta a otra –esto es, desde el País Vasco hasta Cataluña– y me fascinan los volúmenes paquidérmicos de las montañas con perfiles desafiantes, la caída a plomo de algunas paredes, la nieve en las cimas, el agua ebria de los barrancos…
No pararía de enumerar maravillas, de recordar viajes que me han parecido que marcaban un punto y aparte en mi vida. Porque los paisajes descubiertos son fruto del viaje. Y todo viaje es una movilización de neuronas. Lo decía Palau i Fabre, al movernos físicamente, también lo hacemos psíquicamente. Lo cierto es que al abandonar los lugares de costumbre, las neuronas se alteran. La rutina las tiene anestesiadas y entonces empiezan a activarse y danzan y bailan, celebran la novedad. Y quizá van en seguimiento del llamado «espíritu del lugar».
Pero llega el momento en que el viaje se acaba y uno vuelve a casa. Y esta vuelta a menudo es un momento reconfortante. ¡Uf! Qué placer llegar. Entonces se produce un efecto especial: vemos lo que nos rodea bajo los efectos de la novedad viajera. Redescubrimos nuestro entorno. Valoramos lo que tenemos y que la costumbre nos había hecho opaco. El paisaje es –más feo o más bonito– nuestro. Y tiene una fuerza especial indescriptible, quizá porque es el paisaje de nuestra infancia. Al fin y al cabo, descubrimos que vivir quiere decir sentirse de un lugar, ocupar un paisaje, percibir que uno forma parte de él –aunque sea de manera temporal. El mío se corresponde con los caballones montañosos del valle de Guadalest.