© José Luis Iniesta |
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Mis escritos me han permitido enfrentarme con las cosas que me gustan: describir un paisaje, el enigma del mar, espiar la insensatez de la vida de los hombres y las mujeres, encontrar el adjetivo al vuelo de un pájaro, a las curvas de una muchacha, qué decir ante la petulancia de una flor. Los escritores ligados a la naturaleza han producido todo un tipo peculiar de literatura a través de la historia de la humanidad. En 1947, Josep Pla se retiró a la masía que poseía la familia en Llofriu. El Pla viajero, cronista, políglota e internacional que se había formado en sus periplos como corresponsal en París, Berlín y Roma, poco a poco dio paso a otro Pla –que es cierto que ya existía, pero que no se había manifestado plenamente–, más arraigado en su paisaje, en su tierra del Ampurdán. Sin la contienda civil, y todos los avatares que pasó la familia Pla, muy posiblemente la trayectoria del autor de El cuaderno gris habría sido otra muy diferente («La guerra civil fue para mí un choque tan enorme que aún no puedo entender lo que ha pasado», escribió en Para pasar el rato). La guerra puso fin a muchas de las expectativas planianas y el Josep Pla que conocemos es el resultado de estas dos grandes pulsiones vitales: de su activa época de viajero y de lector exigente (con el adoctrinamiento de Eugeni d’Ors, se convirtió en uno de los mejores lectores y propagadores de los moralistas franceses) y de su período de reclusión en el Ampurdán. Su obra es, en este punto, el fruto de esta combinación de elementos, de unas lecturas variadas y abiertas a la modernidad, y de la asimilación de un paisaje y de una cultura de una mediterraneidad difícilmente superables. De alguna manera, en Pla se dan la mano el clasicismo (aquel clasicismo que buscaran Winckelmann y Goethe por Italia) y un profundo interés por la naturaleza humana, que abarca desde Montaigne, Pascal, La Bruyère, Joubert, Chamfort, hasta su estimado Jules Renard. Hasta el extremo de que en El cuaderno gris escribió, refiriéndose a los moralistas franceses: «Siento que, por muchos años que pasen, no los olvidaré. Su lectura fue como un impacto en el punto preciso» (Pla, 1992b: 191). Es eso lo que hace su obra tan sugerente: ese «impacto» en el punto preciso. Cuando describe su país, lo hace desde esta perspectiva civilizadora, todo es un canto al éxito del hombre sobre la naturaleza, sobre el Gran Animal de la Naturaleza, por emplear su curiosa nomenclatura. Y cuando describe los elementos que amueblan este paisaje tan bello del Ampurdán, los pasa por el cedazo de las lecturas, y de esta manera el payés, el pescador, el barbero, el amigo de café con el que entabla conversación, adquieren de repente una sustancia que lo aleja de lo intrascendente. Hay en la mirada de Josep Pla una acuidad, una educación, una capacidad para tantear, que dota en seguida la más mínima descripción humana de unos matices, de unos relieves, que resultan admirables y profundamente entretenidos. La trascendencia de la obra planiana reside, pues, en la solidez de su prosa. Los hechos o los descubrimientos tienen casi siempre un carácter secundario, subalterno, incluso anecdótico. Josep Pla no duda en tomar de aquí y de allá –de una manera stendhaliana– y adaptarlo a su interés. Quiero decir con eso, y sin entrar en la discusión de si es o no plagio, que para Josep Pla los «descubrimientos» tenían en el fondo una importancia menor. No era un riguroso investigador de campo, ni un erudito de biblioteca, ni tan siquiera un bibliómano como fue Joan Fuster (su biblioteca, que se conserva en Palafrugell, es más bien corta y un poco decepcionante). Pla vive de las vivencias, de las lecturas variadas y desordenadas, y, sobre todo, de lo que recuerda, pero no construye ni una biblioteca importante que le sirva para asesorarse y producir obras de calado erudito, ni al mismo tiempo mantiene un contacto activo con el mundo universitario e investigador, por el que siente una especial animadversión. En el fondo, es un grafómano, un hombre con la necesidad vital de escribir, y de poner en texto su inconfundible manera de ver las cosas, que ya hemos dicho que es una excelente simbiosis de clasicismo mediterráneo y de afrancesamiento. En este sentido, la observación de Joan Fuster en el prólogo de las obras completas, cuando dice que Josep Pla a veces escribe mal («Pla no es un estilista. Su prosa resulta incorrecta»), es del todo injusta (Fuster, 1992: 19). En Pla todo –o casi todo– se construye desde su poderosa y resistente facilidad de escritura, y en una experimentación estilística constante. |
«Pla describe su país desde una perspectiva civilizadora. Todo es un canto al triunfo del hombre sobre la naturaleza, sobre el Gran Animal de la Naturaleza» |
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«Pla es un grafómano,
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Josep Pla en este sentido intenta plasmar la Cataluña insólita (como haría su estimado Nogués). Ya sabemos la admiración que tenía por Stendhal, y por su espejo fidedigno y revelador. Los hermanos Goncourt, en uno de los pensamientos de los Journals, indican que un escritor debe ser como la policía, tiene que estar en toda la obra pero de una manera siempre invisible. En fin, algo de eso hay en la obra de Pla, que intenta describir la sustancia más básica y profunda de su país, en principio sin manifestar demasiado su opinión (aunque esto es muy discutible, como veremos a continuación). Lo escribe en varias ocasiones: «Es mucho más difícil describir que opinar. Infinitamente más. En vista de ello, todo el mundo opina» (Pla, 1992b: 251). Pla intenta alejarse de esta logomaquia opinadora, de toda esta verbosidad fútil, y busca captar, registrar, como hace un naturalista con el vuelo de un pájaro o con las «petulancias» de una flor, las pulsiones vitales de su país. Eso, unido al prurito grafómano, lo conduce a «describirlo todo». Como indica Joan Fuster en el prólogo a las obras completas: Lo ha descrito, o escrito todo: la módica anécdota del café de Palafrugell, una frase cazada al vuelo, las peripecias de un viaje, los rasgos de una cara cualquiera, un color fugaz del cielo, la política y las cosechas, el chisme de una tertulia, una escena de calle, literalmente todo. No hay nada que sea insignificante para él como materia de estudio. Josep Pla Y la realiDaD terrestre En Josep Pla no hay, pues, un romántico, ni un lírico, ni un filósofo (en el sentido más escolástico). En realidad, todo lo que es un poco amanerado, sensible, edulcorado, le irrita en gran manera. Eso también es resultado de su carácter y de la admiración por los moralistas franceses: A Musset, Lamartine, Victor Hugo, los menosprecia siempre que puede. Al lado de un cardenal de Retz, le parecen «delgados como oreja de gato». Pla se aleja de evocaciones, de sentimentalismos wertherianos (la ligera animadversión goethiana proviene de la tirria que tiene al Werther), y se concentra en la descripción naturalista de la constitución humana y de su ambiente: En la literatura francesa hay una tradición de observadores de la constitución humana, de la animalidad más compleja que ha creado la civilización de estos países, de los propósitos y de las reacciones de los hombres y de las mujeres –de lo que llamamos moral, en definitiva. Esta tradición de observador de «la animalidad» es la que sigue Josep Pla. Y el animal que le interesa es el humano. En este sentido, el catálogo de seres curiosos que consigue reunir en sus escritos es verdaderamente formidable. Desde el intelectual hasta el pescador, desde el artista hasta el campesino o el barbero. El resto de la zoología despierta en él poca curiosidad, y su percepción de la naturaleza no se aleja mucho de la que tienen los campesinos, donde todo lo inútil es menospreciado y rápidamente podado. Esta concepción la desarrolla a lo largo de todos sus escritos, como en Las horas, donde de manera muy especial busca captar, con una actitud costumbrista, la vida natural de su país: Este libro representa un calendario más o menos lírico, más o menos poético; pero, como el libro está escrito en prosa, nunca acaba de desprenderse de la realidad más terrestre. No obstante, en este calendario planiano a menudo hay mucha más «poesía» que «realidad terrestre». Josep Pla Y la primavera: el rUISEÑOR Para Josep Pla, la primavera la anuncia ineluctablemente el canto del primer ruiseñor. En este sentido, le gusta citar en sus textos la primera vez que lo oye: Este año de 1963 oí el primer canto del ruiseñor en la noche del domingo día 21 de abril, pocos minutos antes de las doce, exactamente. En estas cosas tan importantes, hay que precisar, y el Times de Londres, que es un diario especializado, entre muchas otras cosas, en dar la primera noticia de haberse oído por primera vez el canto del ruiseñor en una u otra parte de Inglaterra, da siempre la hora del maravilloso acontecimiento. A finales del mes de abril, Pla acerca el oído al campo y busca el primer canto del ruiseñor. En su peculiar visión del mundo natural, el ruiseñor acompaña su noctambulismo, y a pesar de aquella «eterna monotonía», lo considera una especie de aliado. El ruiseñor, como el mochuelo, le hace compañía en las largas noches de trabajo o de divagación etílica. Eso le conduce a osadas especulaciones, como decir que es un gourmet y que come «como un señor»: Las lombrices, que debe encontrar sabrosísimas y, de postre, las cerezas recién llegadas, que están un poco verdes y, por lo tanto, ácidas. La sustantividad básica de las lombrices y el punto de acidez de la fruta, ¿no son, en definitiva, el fundamento de toda cocina posible y de la burguesa por antonomasia? Está claro que los ruiseñores son insectívoros, y que pocas veces buscan las cerezas (a diferencia de las oropéndolas). Sin embargo, a Josep Pla eso no parece importarle mucho, y su imagen mental de las cosas le conduce a afirmaciones tan rotundas como estas: Los ruiseñores, cuando pasan de Norte a Sur, comen cerezas, y cuando vuelan de Sur a Norte, comen aceitunas. Evidentemente, los ruiseñores no comen aceitunas, como hacen los tordos. Como mucho, «de postre», alguna baya, alguna mora de las zarzas. Esta es la razón por la que resulta tan difícil mantenerlos enjaulados, por la necesidad de proporcionarles constantemente insectos vivos. Sea como sea, sabemos por Horacio que los romanos los admiraban no solo por su canto, sino también por su carne, que se servía bien asada sobre un lecho de confitura con miel. Sin duda, la carne del ruiseñor –aquella carne resultado de «la sustantividad básica de las lombrices y del punto de acidez de la fruta»– debía resultar sabrosísima… En cualquier caso, Pla veía en los pájaros una de las bromas de la naturaleza. Un elemento decorativo, amable, sin embargo, al fin y al cabo, estéril. En este sentido, no hay sensibilidad de naturalista, ni una acuidad en el momento de describir; quizá en alguna ocasión intenta definir «el vuelo de un pájaro», pero no sabe su nombre, ni le importa mucho (como tiene lugar, por otra parte, con la mayoría de los escritores contemporáneos, con la notable excepción de Josep Maria de Sagarra). Para Pla –como para Joan Fuster, que en este sentido tenían una afinidad sorprendente–, la naturaleza más bella es la cultivada, la escondida en los surcos. En el Viatge a la Catalunya Vella escribe: «La belleza de un paisaje proviene principalmente de su utilidad y de su rendimiento»; o bien: «Cuando la botánica se deja ordenar en la geometría de Euclides es una maravilla». El bosque, y aún más aquella garriga mediterránea repleta de lianas de zarzaparrilla, madreselva y de zarzas, esa vegetación impenetrable que da incluso nombre a la comarca de la Selva, le produce escalofríos. Y también una sonrisa socarrona: «Los catalanes somos un poco exagerados. ¡La Selva!» (Pla, 1992g: 94). Por la selva virgen tiene literalmente «un odio absoluto» y «aunque me diesen dinero a espuertas no viviría en un país que tuviese demasiadas selvas de esa clase» (Pla, 1992g: 131). Hasta el punto de que para él son sinónimos de cultura y civilización la desaparición de toda esa «destructora, ciega, violenta, desordenada, repugnante, indomable Naturaleza». Y por eso proclama sin ambages: A mí siempre me han gustado los paisajes razonables, nada de montañas colosales… Paisajes tranquilos, reposados, esos paisajes ideales para hacer madurar a las señoras recién casadas. Montañas plácidas, paisajes razonables (o razonados), a ser posible cultivados con vides, higueras y olivos, un paisaje griego, romanizado, pasado por el arado y dominado por la mano humana. Una botánica útil, productiva, sensual y que despierte el apetito. En definitiva, un paisaje como el del Empordanet, ideal –según Pla– para hacer madurar a las señoras recién casadas (una mujer rotunda, bien plantada, esculpida por sus amigos Maillol o Casanovas). Utilidad, utilidad, he aquí el leitmotiv planiano. Lo único que les falta a las rosas para ser perfectas es ser comestibles. Si lo fuesen, si pudiesen ser utilizadas en algún guisado primaveral –que son los mejores del año–, serían probablemente la cosa de la naturaleza más perfecta y sublime. No, por favor no se rían […] Las rosas son bellas. Son bellísimas. Pero ¡qué lástima que no sean comestibles! Si fuesen comestibles serían mejores que las patatas tempranas, los dulces guisantes tiernos, las habas, las pequeñas alcachofas de color amable y agradecido. Josep Pla y el verano: la cigarra Llegados a este punto conviene indicar que estas opiniones eran bastante frecuentes. La época era así, y se venía de una larga posguerra que había cercenado cualquier veleidad poética. Josep Pla adopta una actitud beligerante en este sentido, de auténtico payés, donde todo árbol que no es rentable (lo que él denomina «botánica estéril») no duda en arrancarlo de raíz. En este sentido, es tradicional, y todo lo que emane olor de «ecología» lo interpreta como una cursilería de señoritos de Barcelona, que no tienen que enfrentarse día tras día al Gran Animal de la Naturaleza. De alguna manera, tiene su parte de razón: cuando el hambre te corroe, las rosas sirven de muy poco, si no es que se tiene a quién venderlas. Pero leídas ahora estas páginas, con una actitud muy distinta, causan un inevitable fogonazo, incluso una cierta confusión. Sobre todo porque es una actitud que irá in crescendo, hasta sus últimos escritos: La irracionalidad del Gran Animal es absolutamente constatada y visible. […] Ante la irracionalidad, pura y simple, la gente está harta, literalmente fatigada, de la naturaleza. Y, sin embargo, nadie ha descrito como él el paisaje de su país. En muchos sentidos, Pla ha sido el constructor del Ampurdán, y como tan bien ha demostrado Mariona Seguranyes (2006a), quien ha estimulado a muchos de los pintores a fijarse en él y a pintarlo, desde Francesc Gimeno hasta Josep Maria Sert. «Pla se acerca a unos pintores y no a otros porque rechaza con todas sus fuerzas no tan solo el arte que no era figurativo sino todo el arte que no tenía como meta reproducir la realidad como la entendía el escritor de Palafrugell», escribe Seguranyes (2006b: 9). Josep Maria Castellet habla de una formulación del arte anacrónica, pero coherente (Castellet, 2005: 237); así es, en efecto, una pintura moderna, contemporánea –y más si cae dentro de la abstracción– no le interesaba ni pizca porque no captaba de una manera realista los elementos inmarcesibles de su paisaje. Y por lo tanto se declaraba abiertamente en contra; a su juicio estos pintores «han entrado en la pura confusión, en el desvarío mental más evidente. Han creído que el arte puede prescindir de los límites impuestos por la realidad.» (Pla, 1992e: 504). Como dice Josep Martinell (1997: 237), las preferencias pictóricas de Pla coincidían plenamente con su realismo literario. Y, en este sentido, Pla se erige en una especie de portavoz de lo que piensan sus habitantes, el payés de Llofriu o el pescador de Calella. Porque para el payés o para el pescador, Pla no desentona, y si sus palabras sorprenden a los señoritingos de ciudad, le da lo mismo. Gracias a ese cariño profundo por el país y por su forma de vida, se gestó una de las obras más voluminosas y ricas de la literatura catalana. Sin su amor por los pescadores y marineros, las descripciones del mar de la Costa Brava quizá serían mórbidas, falsas, amaneradas, de poco interés. Y sin esa actitud arisca del payés –sin la tendencia al sarcasmo, tan propia de quien depende de la climatología–, las visiones de la tierra ampurdanesa quizá también parecerían cromos, o clichés. En Pla hay una veracidad, un temple auténtico: en estas cosas piensa como un payés, o como un pescador, que mira el mar de una forma muy diferente a la del turista. Quizá por ello daba poca importancia a un buen asesoramiento con respecto a temas de naturaleza, a lo que dijeran los libros y los doctos. Y si el ruiseñor es el portavoz de la primavera, el del verano lo es la cigarra: Es un animalillo esmirriado, que parece hecho de plexiglás: no tiene más que cartílagos y membranas. Sus alas, ligeramente grises, son transparentes; el cuerpo es traslúcido, y la mirada lo atraviesa de parte en parte, tan inconsútil y vacía es la composición del cuerpo. […] Como las grandes cantantes, no hacen más que chupar y cantar, pero las cigarras –las cosas en su sitio– son mucho menos pedantes. La apostilla de que la cigarra es mucho menos pedante que las grandes cantantes es una nota característica de su humor. Son estas digresiones, estas «fugas», las que rompen el ritmo y confieren a la prosa planiana tanta vivacidad (junto al uso meticuloso de los adjetivos). Si las rosas no son tan perfectas como las patatas tempranas, los guisantes o las habas, es porque no son comestibles. Pero en seguida añade, para combatir la rotundidad de la afirmación con otra rotundidad, aún más procaz e irrisoria: «Las habas son como las mujeres: en seguida fatigan, pero se encuentran en la raíz permanente de la ilusión humana» (Pla, 1992h: 115). ¿Habla en serio? Seguro que no, pero el despropósito nos llama la atención, que es de lo que se trata. Da lo mismo que se equivoque cuando escribe que las cigarras hacen como las hormigas, y viven en invierno de lo que han acumulado durante el verano. O que en el momento de hablar de los salmonetes suelte esta descripción inaudita: [El salmonete] es un pez muy ávido, un poco estúpido, muy carnicero, […] que efectúa sus digestiones en un estado de inmovilidad y somnambulismo, adormecido en la arena. Pero cuando, al amanecer o al anochecer, sale de su estado soporífero e impulsado por el hambre se lanza a la busca de alimentos, pierde la ecuanimidad, la prudencia y el buen sentido. Queda cegado por el hambre y entra en un estado de frenesí. Según donde desarrolle su «frenesí», en aguas impuras y fangosas, en arena, algas, roca o alta mar, distingue una clase distinta de salmonete. Evidentemente, tan solo hay dos especies, de arena y de roca, pero el sutil paladar de Pla aísla cinco clases bien diferenciadas. Lo que puedan decirle los biólogos le importa bien poco. En realidad, no los consulta, se basa en su instinto, y cuando los interpela es para ridiculizarlos por fracasar en conseguir desvelar los misterios de la naturaleza. Pero da lo mismo, Pla construye su discurso, un poco anacrónico, pero profundamente personal e intransferible. Y, sin embargo, a pesar de estas impresiones, qué profundidad tiene para ver el mar o, por lo menos, el paisaje del mar. ¡Qué bellas descripciones hace en sus escritos! Como cuando escribe en El cuaderno gris: Voy a Llafranc, a última hora, con Gallart y Coromina. Después del último ventarrón, la tierra, la naturaleza –también el mar–, tienen un aire de fatiga, como el abandono de la convalecencia. El mar ha quedado en una calma suave, en una desfibración desmayada, que la luz de ópalo del crepúsculo acentúa con un punto de dulce melancolía. […] Contemplo el mar de la bahía y todo lo que me rodea, echado en la playa. Oigo el «glu» que hace el agua filtrándose en la arena blanda y fina. Ningún otro ruido es perceptible. […] El ambiente se hace propicio para la contemplación del mar. Para ver el mar –para verlo seriamente– es muy útil desdoblarse. La sorda resonancia que llevamos dentro –resonancia que en momentos de agitación emocional crea como un estado de confusión en la mente– no deja ver nada. Tampoco ayuda la presencia de un ruido absorbente inmediato. Sin embargo, si uno consigue abstraerse de la obsesión interna y del estorbo exterior, el mar se convierte en un encantamiento, una insidiosa penetración lenta que deshace los sentidos en una delicuescente vaguedad. |
«Lo que puedan decirle los biólogos le importa bien poco. En realidad, © José Luis Iniesta «Pla veía en los pájaros una de las bromas
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«Pese a su concepción de la naturaleza, nadie ha descrito como Pla el paisaje de su país. En muchos sentidos, ha sido el constructor del Ampurdán, quien ha estimulado a muchos de los pintores a fijarse en él y pintarlo» |
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Josep Pla y El otoño: las setas Este «desdoblamiento», un poco romántico, lo cultivará en otros textos. El mar es el único escenario salvaje que le conmueve profundamente («deshace los sentidos en una delicuescente gravedad») y que espolea su lirismo. Si las montañas colosales le molestan, si la selva le produce escalofríos, el mar infinito e inquietante le deja embelesado. En este sentido hay una incoherencia que nunca resolverá. En algún momento hará alguna referencia a la feroz competencia entre las especies («En el mar, la lucha por la vida tiene unas proporciones impresionantes», Pla, 1991). Sin embargo, en general, la vida salvaje que más le desagrada es la del bosque. Un bosque, salvaje y cruel, que origina en otoño el mórbido universo de las setas: La naturaleza tiende a crear formas de una variedad prodigiosa. La vida del mar, tan viscosa, crea la forma dura y perfecta de la concha, de la pechina con el esmalte nacarado en la cóncava delicia. El bajo parasitismo vegetal crea la relajación mullida de las setas. A veces parece que los griegos viesen el mundo a través de la concha, y Gaudí, buen místico, a través de las setas. Pla no es un micófilo entusiasta, y «la relajación mullida de los hongos» la observa con un gesto un poco hosco. Para él las setas son monstruosas, horribles, inquietantes, unas formas góticas «que provienen de la pura y directa naturaleza, son anteriores a los estilos, a la inteligencia». De nuevo, la naturaleza es sinónimo de caos y de destrucción, y la seta es una especie de miasma, de parásito, de saprófago que se nutre de ese cafarnaúm oscuro y frenético. La cabeza de la seta –tan espectacular por otro lado– es la bandera pirata que ondea desde este mundo extravagante e insondable, desde las entrañas de la tierra. De alguna manera, su percepción filosoficogastronómica de la naturaleza se repite aquí y allá. Y si las setas no son totalmente repulsivas es porque «guardando los flancos de una botifarra de sal y pimienta constituyen uno de los platos más sabrosos, más completos, más perfumados de nuestra cocina» (Pla, 1992d: 397). Por ello, cuando en los meses de otoño se entretiene en describir la ardilla, que encuentra de entrada deliciosa, no puede dejar de exclamarse un poco alarmado: La ardilla sigue al pino como la sombra al cuerpo, por decirlo con el tópico más eficiente. Pero lo curioso es que no sigue al pino de ley, el pino piñonero, sino al pino carrasco, de baja categoría, el que plantan las urracas al dejar caer el piñón que llevan en el pico […]. La causa de que prefieran a los buenos piñones dulces y sabrosos del pino de ley los insignificantes productos del carrasco está por dilucidar. El paladar tiene siempre sus secretos. Si el ruiseñor es un gourmet, la ardilla es una indocumentada, una tonta, una pelandusca que no sabe lo que es vivir, y que ignora «los buenos piñones dulces del pino de ley» y, en cambio, se apasiona por los insignificantes e insípidos piñones del carrasco, que «plantan las urracas» (!). Esta moraleja, que casi podría dar lugar a una fábula de La Fontaine o de Florian, impregna todo su escrito. Y no puede dejar de concluir que al fin y al cabo las ardillas «son animales de gran puerilidad, que tienen una visión de las cosas muy ingenua». Josep Pla y el invierno: el árbol de Navidad Evidentemente, las ardillas también comen piñones del pino piñonero (o como dice Pla, de ley) y de otros pinos (entre ellos los de negral), pero es cierto que prefieren los del pino blanco. Para Pla eso es inconcebible, una tontería, un secreto del paladar. Y más aún cuando siente una persistente aversión por el pino carrasco («El pino es un árbol pobre y triste que contribuye de una manera positiva a la tristeza clara y luminosa del Mediterráneo»); esta aversión se extiende a otros árboles del bosque mediterráneo, como el alcornoque. Aún siendo el alcornoque un árbol «productivo», el caos en que crece le resulta embarazoso, y repetidamente le espeta en diversos escritos aquello de «ala de mosca». En cambio, ¡cómo se entusiasma con las choperas de Tordera! La arboleda es el jardín más primitivo, filas de árboles, la idea arquetípica del jardín. La arboleda obedece a la pura y simple contabilidad del propietario y parece imposible que de una contabilidad pueda salir una forma tan bella […]. Mi idea de que los paisajes más bellos son los más útiles, los de mejor renta, se encuentra en la esencia de la arboleda. En efecto, la esencia de la arboleda es el polo opuesto a la del bosque mediterráneo. La pompa vegetal del chopo o del álamo tiene pocos competidores. Para Pla tan solo hay un árbol –un jardín– que la puede superar. Por ello, cuando en Navidad le preguntan «¿Usted es hombre de árbol?», contesta burlón: —No señor. Yo soy hombre de belén. En efecto, no hay día en que Pla no piense en los olivos. Pocos escritores han escrito tanto sobre este árbol «venerable y magnífico», que encarna de alguna manera aquel doble concepto del afrancesamiento y el clasicismo. El olivo es el árbol eviterno (un adjetivo típicamente planiano, que repetirá aquí y allá), el árbol milenario, elegante y útil. Las descripciones de los campos de olivos de Cadaqués constituyen algunas de las mejores páginas de la literatura catalana. Un payés que sabe podar olivos es una especie de druida, de semidiós, de legislador gnómico, un hombre realmente útil a su sociedad, mucho más que un intelectual (sobre todo si este es, ¡ay!, de Barcelona). Ningún árbol gana al olivo en nobleza. Ningún otro le iguala en gravedad señorial y en claridad pensativa. Se hace enormemente viejo. A pesar de su aguda sensibilidad, sorprende su resistencia a los accidentes. Es eviterno y de una indescriptible sobriedad. Vive en los terrenos de secano más pobres. Se aclimata perfectamente al paisaje cataclismático de Cadaqués. Sólo la fascinación de ese árbol puede explicar los millones y millones de horas de trabajo que los hombres han empleado para convertir los olivares en un inmenso jardín de piedras. Ahora, el color eclesiástico del fruto parece aumentar la gravedad de su fosforescencia pensativa. Josep Pla y las cosas eternas Queda claro que la percepción de Josep Pla de la naturaleza es muy personal. Quizá no es tan falso lo que escribía: «En el fondo del fondo, yo no soy más que un puro y simple payés –un rústico sofisticado por la cultura de nuestros días» (Pla, 1992i: 10). Un rústico sofisticado por la cultura, una especie de cosmopolita del Empordanet. En cualquier caso, sin esa especie de exilio voluntario al que se vio abocado después de la Guerra Civil, quizá su obra no habría estado tan impregnada de la tierra, y habríamos conocido un Pla de más vuelo internacional, y más en contacto con los ambientes intelectuales catalanes. La estancia en sus tierras y la grafomanía impenitente le impelieron a escribir de todo. Siempre con una búsqueda estilística, con una ironía propia, con un léxico y una adjetivación únicas: «Ante las setas, yo digo a los literatos: ¡Volvamos a las cosas eternas! Volvamos a la exactitud y a la precisión. Tratemos de describir graciosamente, con la menor cantidad de palabras posible, una seta…» (Pla, 1992d: 396-397). Una seta, o las cosas que le gustan, el enigma del mar, las curvas de una muchacha, la insensatez de la vida de los hombres y las mujeres, el vuelo de un pájaro… Pero se trata de cosas eternas, de una realidad terrestre, pasada por la heterodoxa mirada de rústico sofisticado. El «Pla payés» no es una trampa, como denunció Xavier Febrés y como se ha divulgado reiteradamente. De alguna manera, Febrés acusa a Pla de impostura: «El conocimiento insuficiente del entorno local del personaje, tan decisivo en su obra, ha llevado a repetidos estudiosos y comentaristas a caer en la trampa del Pla payés, puesta por él mismo, en el marco de uno de sus socarrones by pass malabares entre lo que era, por una parte, la crónica literaria de la realidad y la realidad misma» (Febrés, 1991: 15). Más bien da la sensación de que es al revés: fue Pla quien cayó en la trampa del payés, quien hizo suya aquella percepción ancestral de la relación del hombre con la tierra y quien la difundió sobradamente en sus escritos. Su admiración por el mundo de los campesinos llegó hasta el extremo de decir que «los que crean el paisaje son los campesinos, no la naturaleza» (Valls, 1986b: 247). Sin duda, habríamos preferido un Pla más informado en este aspecto, con una actitud más moderna y ecológica, donde se conciliaran la estima al país y a su naturaleza. Y, sin embargo, la lenta destrucción turística del Ampurdán lo entristecía profundamente. Quizá no es tan contradictorio: Pla estima el paisaje «rural», los campos fértiles, bien cultivados, y para él tan triste es un cultivo abandonado (con la reconquista del bosque natural, como proclaman los ecologistas) como destruido por el progreso constructor. Valentí Puig (1998: 248) decía que «no en vano un escritor individualista como Pla puede afirmar que la patria es el paisaje». Y para Pla el paisaje, en última instancia, es una creación de los campesinos, «su gente». Incluso podríamos establecer esta relación que sintetiza su singular percepción del hombre y la tierra: Naturaleza-Payesos-Paisaje-Patria. Por ello, a su juicio, los campesinos tienen todo el crédito del mundo, y los estima por encima de intelectuales, científicos y hombres de cultura. A su juicio son los verdaderos «creadores» de la patria. El payés es quien lucha contra la Bestia, quien da forma y contenido a un país, a la naturaleza de una geografía: al fin y al cabo, esta no le interesaba si no era pasada por el arado o la reja. Y en sus escritos la percepción de los elementos de la naturaleza se adapta perfectamente a la contextura –con todos los prejuicios y a prioris– del payés más conservador. En Pla hay una profunda estima, un amor incuestionable, profundo, casi único en un escritor de su época, por su tierra. Al fin y al cabo, su obra es la de un solitario, la de un desplazado, la de un refugiado de aquel «choque enorme» de la Guerra Civil. Es un producto de aquella época convulsa, que deshizo y sesgó tantas biografías humanas. Josep Pla se refugió en el Ampurdán, entre los suyos, entre campesinos y pescadores, y se puso a hacer lo único que sabía: describirlo todo. Como un payés más. O como él diría, como un rústico sofisticado por la cultura de nuestros días. BIBLIOGRAFIA Una versión de este artículo fue publicada en la revista L’Espill (invierno de 2008, núm. 30: 126-137). Martí Domínguez. Profesor titular de Periodismo de la Universitat de València y director de Mètode. |
«Pla no es un micófilo entusiasta, y “la relajación mullida de los hongos” la observa con un gesto un poco hosco. Para él las setas son monstruosas, horribles, inquietantes, unas formas góticas “que provienen de la pura y directa naturaleza, son anteriores a los estilos, a la inteligencia”»
© José Luis Iniesta «Pla tiene una persistente aversión |
© Mètode 2011 - 68. Después de la crisis - Número 68. Invierno 2010/11