La biodiversidad no es prescindible

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© C. Santana
Umbría de la Ribera Salada (Solsonès), un bosque de pino negral y pino rojo típico de esta comarca.

¿Sobran especies?

Hay gente que dona sangre o que la vende. Hecho con mesura, no hay problema, la sangre se regenera. ¿Pero os imagináis que un millonario os proponga sacar de vuestro cuerpo unas células de aquí y de allá, unos miles de neuronas (hay muchas más), de células del hígado, del corazón, del riñón, etc., a cambio de dinero para que él las pueda revender a otros millonarios? ¿Estaríais dispuestos a aceptar, sin saber qué papel hacen las células que perderéis? ¿Sin saber si las que cederéis son clave en el funcionamiento de algún órgano vital?

Los ecosistemas no son sistemas tan integrados como los organismos, pero aun así lo que estamos permitiendo que pase con la biodiversidad tiene bastante similitud con el caso hipotético que acabo de exponer. Por todo el mundo se está perdiendo biodiversidad. Los ecosistemas se empobrecen en especies, variedades y también en pequeñas variantes en los genomas. Es una tendencia muy alarmante. Se podría pensar que no hay para tanto, que mucha biodiversidad es un mero resultado del carácter barroco de la naturaleza. En algunos prados secos mediterráneos, un botánico puede descubrir entre cuarenta y sesenta especies de hierbas muy pequeñas, que completan su ciclo biológico en poco tiempo, en primavera. Todas parecen más o menos equivalentes. ¿Pasaría algo si, en lugar de sesenta especies, quedasen veinte? Hay bosques tropicales con 600 árboles por hectárea que pertenecen a 300 especies diferentes. Nosotros, acostumbrados a bosques con solo una o pocas especies de árboles, podemos pensar que un bosque puede continuar funcionando con muchas menos especies que estas lujuriantes selvas del trópico.

Los dos ejemplos que he elegido nos desconciertan, porque ponen en cuestión un principio en el que la ecología ha creído durante décadas: el de la exclusión competitiva. Si dos especies hacen más o menos lo mismo (las hierbecillas del prado seco pertenecen a un ­mis­mo tipo biológico, consumen idénticos recursos, las raíces tienen profundidades semejantes, las tallos alturas comparables; y lo mismo pasa, en general, con los árboles del trópico), entonces competirán y solo la que obtenga ventaja a la hora de dejar más descendientes podrá subsistir. Pero la ecología no es como la física. Más que leyes universales hay unas pocas regularidades con muchas excepciones y cada caso pide una explicación propia. La razón de la alta biodiversidad de hierbecillas en los prados secos mediterráneos es diferente a la que explica la alta biodiversidad de árboles tropicales. En los prados, la exclusión no funciona porque el ambiente es variable a lo largo del año y de un año para otro. Hay años templados y lluviosos, o fríos y cálidos, o cualquier otra combinación; y las lluvias o el calor pueden venir más tarde o más temprano o no venir. Así que pequeñas diferencias en la resistencia de cada especie a las condiciones de temperatura o sequedad bastan para hacer que unos años sean buenos para las unas y otros para las otras, de manera que las poblaciones fluctúan en el tiempo pero la variedad se mantiene a la larga. En los trópicos, una de las teorías que se han dado es que, para cada especie, es selectivamente desfavorable formar masas de individuos, que son muy susceptibles al ataque de parásitos y patógenos, y en cambio es ventajoso enviar lejos las semillas y favorecer la dispersión de los individuos para dificultar la transmisión de enfermedades y herbívoros, lo que es importante en especies de vida larga. Estas explicaciones no satisfacen a todo el mundo, pero tampoco hay una teoría universal aceptable.

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© C. Santana
Riachuelo en una selva al norte de Sumatra.

Una cuestión complicada

Uno de los que más se han interesado por estos problemas es el norteamericano Tilman, que ha hecho experimentos con prados divididos en parcelas y sometidos a varios tratamientos. Uno de los resultados puede sorprender: cuantos más nutrientes se encuentren en concentraciones limitadoras de la producción vegetal, más especies hay. Pero no es tan sorprendente. Sabemos que, cuando se fertiliza un lugar, hay una o pocas especies que crecen mucho e inhiben a las otras, de manera que la diversidad disminuye.

Eso, la fertilización, por desgracia, pasa a nivel global. La movilización de nutrientes, sobre todo óxidos de nitrógeno que van a la atmósfera y retornan con la lluvia, y vertidos de aguas residuales, purines, etc., produce lo que se conoce como eutrofización, que no quiere decir más que exceso de nutrientes, y este proceso reduce de manera considerable la diversidad tanto en ecosistemas acuáticos como terrestres. En cambio, cuando hay menos nutrientes disponibles, algunas especies son mejores aprovechando unos nutrientes, otras sacando partido de los otros, o bien unas especies y otras usan los nutrientes de manera diferente. Y eso se traduce en más diversidad. Puede parecer una paradoja, pero es lo que se ha encontrado.

Por otro lado, la diversidad no funciona igual para los diferentes grupos. Los bosques con más variedad de árboles no son los ecosistemas con más variedad de arbustos o de hierbas. En realidad, una densa cobertura de árboles, quizá con dos o tres estratos de altura, deja poca luz para la vida de los arbustos y las hierbas. Y con los animales tampoco la diversidad funciona de la misma manera para los diferentes grupos. En las aves se ha comprobado que los mecanismos que determinan que haya más diversidad no son los mismos para los insectívoros que para los frugívoros o para los que cambian estacionalmente de comer invertebrados a comer frutos.

Una consecuencia de estos hechos es que de ninguna manera podemos deducir que un espacio rico en un determinado grupo de organismos lo será en todos los otros. Este es un punto importante a la hora de decidir sobre la protección de los espacios. No nos podemos fiar de la riqueza de un solo grupo. Por otro lado, no se puede medir la biodiversidad total de un ecosistema. Para hacerlo se necesitaría un gran número de especialistas trabajando juntos. Se puede decir que no se ha estudiado nunca un solo ecosistema de manera exhaustiva, desde los grandes animales a los microbios. Así pues, ignoramos muchas cosas sobre la biodiversidad. Sabemos que el número de especies aumenta cuando aumenta el área estudiada, primero muy deprisa, después más lentamente, sin ningún tipo de inflexión.

Pero si alguien nos pregunta, por ejemplo un gestor, qué superficie hay que proteger para mantener una biodiversidad «suficiente», no tenemos respuesta. No sabemos ni cuál sería la biodiversidad suficiente para mantener las funciones y servicios del ecosistema, ni en qué grupos nos debemos fijar. Eso nos deja en mala situación para diseñar estrategias convincentes. Los gestores piden indicadores, sin embargo, por lo que respecta a la biodiversidad, debemos ser prudentes porque no los hay buenos, y los que hay son, a menudo, difíciles de interpretar.

Sabemos poco

Tenemos que aprender mucho de cada ecosistema para llegar a responder preguntas como: ¿De qué sirve la biodiversidad? ¿Cuánta biodiversidad es necesaria? ¿Qué procesos aseguran que se mantenga? Por ejemplo, no está claro que la biodiversidad, por sí misma, esté «pensada» para servir de algo, quizá las especies se acumulan más o menos en función de la historia y las condiciones de vida. En los estudios que hemos hecho sobre riqueza de leñosas en bosques catalanes, hemos observado que, en los ambientes más secos, más riqueza de especies es garantía de estabilidad ante fluctuaciones ambientales como pueden ser la sequía: si hay más especies, siempre hay algunas que resisten más y contribuyen a recuperar la biomasa y la producción del sistema.

Curiosamente, en lugares más húmedos, allá donde hay más diversidad de leñosas, el sistema responde peor a la sequía, seguramente porque contiene muchas especies poco resistentes: se muestra menos estable por lo que respecta a la biomasa, sobre todo foliar. O sea, que los resultados son opuestos, según si el medio es seco o húmedo, en el caso de las plantas leñosas, conclusión no generalizable a otros grupos.

Paul Ehrlich describió la relación de la biodiversidad con la estabilidad del ecosistema mediante el ejemplo de los remaches de un avión. El avión puede volar aunque haya perdido algunos remaches, pero llega un momento en que, si se pierden unos remaches más por alguna sacudida fuerte, se puede desprender un ala o el motor y el avión se estrella. En los ecosistemas, se pueden perder especies hasta un cierto umbral, que normalmente no se conoce, pero más allá el sistema se colapsa. Y, además, como debe pasar en los aviones, no todas las especies tienen la misma importancia; algunas, si se pierden, provocan un alud de otras pérdidas. Una vez más, entender eso requiere un gran conocimiento que la ecología aún no posee para la mayoría de ecosistemas. ¿Qué podemos hacer?

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Tomillar de Alfés (Segrià), uno de los espacios emblemáticos de los secanos de Lleida.

Algunos criterios para la gestión

Como hay indicadores y respuestas sencillos, la gestión se orienta con algunos criterios generales. En primer lugar, la reserva, cuanto más grande sea, mejor. Además, es preferible reducir al mínimo las fronteras, o sea, que más vale que la reserva sea compacta, redondeada, y no estrecha o ramificada o internamente fragmentada. Por otro lado, hay que tratar de proteger sobre todo las especies clave, pero no siempre sabemos cuáles lo son. El diseño de los espacios debería ser en red, y no insular. Otro criterio debe ser poner especial atención en áreas con alta riqueza de endemismos y en las que tienen fuertes gradientes ambientales. En algunos casos hay que tomar medidas para proteger especies individuales, teniendo en cuenta su variedad genética.

Hay quien propone también un análisis de costes y beneficios, decidir la estrategia en función de qué cantidad de especies se pueden salvar con una inversión determinada, pero también eso es problemático. Naturalmente, desde el punto de vista de las especies, lo que para unas es un medio continuo para otras puede ser demasiado fragmentado, según sus capacidades para moverse, o sea que, hagamos lo que hagamos, estaremos protegiendo mejor a unas especies y menos a otras. En definitiva, por más indicadores y criterios que propongamos, acabaremos actuando con información incompleta y muy supeditados a las condiciones locales ecológicas, económicas y sociales.

No podemos esperar a conocer bien la biodiversidad para implantar medidas de conservación. El ritmo de destrucción de hábitats (y de las especies que no conocemos y que, probablemente, viven en ellos) es más rápido que el de descripción de nuevas especies y variedades genéticas. Hay que incrementar el esfuerzo en los aspectos taxonómicos, en las colecciones y en los bancos de germoplasma, en la creación efectiva de áreas protegidas, etc.

La Enciclopedia de la vida, el proyecto lanzado por el gran naturalista E. Wilson, pretende poner la información disponible de todas las especies conocidas en la web, y es uno de esos esfuerzos en los que podemos ayudar, aunque la cantidad de trabajo es fenomenal. Y es necesario que también aprendamos, al mismo tiempo, a entender cómo funcionan los procesos que mantienen los ecosistemas en funcionamiento, porque sin eso nuestras colecciones pronto serán como imágenes de un mundo que ya ha desaparecido, más o menos como un archivo fotográfico de los inicios del siglo xx. Reflejarán una naturaleza que ya no existe.

El mundo está cambiando muy deprisa. Este es el riesgo mayor, la aceleración del cambio, ya que nos resulta imposible mantener el paso con el aumento de la investigación y con la toma de medidas institucionales que paren o reduzcan el ritmo de la destrucción. La gran escritora inglesa George Eliot (nacida Mary Ann Evans, 1819-1880) dijo que «el conocimiento construye poco a poco lo que destruye la ignorancia en una hora». Este es el difícil reto al que nos enfrentamos. En su extraordinaria introducción para la primera edición del Libro Blanco de la Naturaleza, en 1976, Ramon Margalef ya señalaba que el gran problema es la aceleración del cambio. Venía a decir que, si se circula en un automóvil que cada vez corre más, las probabilidades de estrellarse contra un muro aumentan, porque no tendremos tiempo de corregir la trayectoria. La frase de Eliot describe muy bien una propiedad de los sistemas complejos. La construcción es lenta, una a una se añaden la piezas para formar redes y relaciones cada vez más complicadas. Eso vale para los ecosistemas y también para las instituciones y las sociedades.

Pero la destrucción se puede producir de manera catastrófica, como cuando cae un castillo de cartas cuidadosamente construido. Tenemos que acelerar nosotros también las medidas para prevenir el colapso. Con conocimientos imperfectos, pero aprendiendo cada día de los errores. Estudiar los procesos que ya tenemos en marcha como si fuesen experimentos, aunque no se hayan planeado con esta finalidad, es obligatorio si queremos mantener los sistemas de apoyo de vida en funcionamiento. Eso también lo decía Margalef hace casi cincuenta años, cuando yo todavía estudiaba. Y, evidentemente, cada día es más urgente.

Jaume Terradas. Catedrático de Ecología de la Universitat Autònoma de Bar­celona.
© Mètode 67, Otoño 2010.

 

 

«Por todo el mundo se está perdiendo biodiversidad. Los ecosistemas se empobrecen en especies, variedades y también en pequeñas variantes  en los genomas»

 

 

 

«¿Pasaría algo si,  en lugar de sesenta especies quedasen veinte? Hay bosques tropicales con 600 árboles por hectárea que pertenecen a 300 especies diferentes»

 

 

 

 

© Mètode 2011 - 67. Naturaleza humana - Número 67. Otoño 2010
Profesor emérito de la Universitat Autònoma de Barcelona (España) e investigador del CREAF (Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales) de Barcelona. Entre sus intereses de investigación destacan el funcionamiento de los ecosistemas terrestres, la ecología forestal y urbana, la biodiversidad y la educación ambiental. Ha escrito más de 300 artículos científicos y varios libros. Entre sus últimas obras destacan Biografía del mundo (2006), por la cual recibió el premio Crítica Serra d’Or (2007); Ecologia viscuda (2010) y Notícies sobre evolució (2014). Ha sido galardonado con la Medalla Narcís Monturiol de Ciencia y Tecnología (1998), el Premio de Medio Ambiente de la Generalitat de Catalunya (1998) o el Premio de Medio Ambiente del Institut d’Estudis Catalans (2002), entre otros.
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