© V. Rodríguez |
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La tensión se incrementaba por momentos y, aunque se trataba del hijo de Dios Padre, cada una de las curvadas y afiladas púas que desgarraban la piel derramaba una gota de sangre.
Pero… comencemos por el principio. Pese a haber sido engendrado por el Dios Padre y una virgen mortal, de haber viajado de pequeño a tierras lejanas, y de haber bendito el vino en varias ocasiones, estaba predestinado a padecer torturas antes de morir, a resucitar al tercer día y a subir al cielo para sentarse a la diestra del Padre, de su padre. Como el lector debe haber adivinado, hablamos de Zeus (Deus), la mortal Sémele, y el hijo de ambos, Dionisio, el dios del vino, la fertilidad y la naturaleza generosa, que los valencianos honramos el día 9 de octubre bajo la forma de San Dionisio. En una ocasión, el enamoradizo y libidinoso Dionisio persiguió hasta la linde del bosque a una ninfa de la que se había encaprichado. Al tratar de huir, la joven se había quedado enganchada, y su carne lacerada, en un arbusto, las hojas del cual le habían parecido pimpollos de olmo. Cuando vio acercarse al dios, se ruborizó con delicadeza; y Dionisio, complacido, toco con su vara –el tirso–, la planta espinosa, que se cubrió de flores tan rosadas como las mejillas de la ninfa y, más tarde, de unos frutos temporalmente tan rubicundos como la sangre derramada. Nos referimos a la zarza o zarzamora, Rubus ulmifolius, el representante más conspicuo de su género en el territorio mediterráneo, y también la rosácea más común y abundante en la baja montaña húmeda, donde convive con otros congéneres. La zarza botánica Clásicamente definido como Rubus foliolis petiolatis supra glabris subtus tomentosis, caule suffruticoso erecto 5-angulari, aculeis recurvis, calyce reflexo, nuestra precaria formación en latín nos aconseja hacer descripciones más prolijas para conocer el arbusto. El secreto del éxito de la zarza se explica porque, quizá insatisfecho por el grado de dispersión que le ofrecen los animales que comen sus frutos, lo complementa con una agresiva propagación vegetativa. Así, durante el otoño emite unos sarmientos desprovistos de hojas, tiernos pero robustos, los turiones, de hasta cuatro metros, que se arquean, acodan y enraízan al tocar la tierra, en una especie de recurrencia que le permite la multiplicación clonal ad infinitum. |
«La planta espinosa se cubrió de flores tan rosadas como las mejillas de la ninfa y, más tarde, de unos frutos temporalmente tan rubicundos como la sangre derramada»
«Quedarse atrapado significa sufrir decenas de enganchones punzantes, de cortes inmisericordes que hacen sangrar o que se cobran como doloroso impuesto de tránsito trozos de carne y de piel»
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«Plinio el Viejo interpretaba las zarzas como una especie de compensación moral de la naturaleza, que «…no generó zarzas solo por maldad, sino que les dio las moras como alimento de los hombres»» |
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Los nuevos arbustos están formados por múltiples tallos (caule suffruticoso erecto), duros, flexibles y canaliculados pentagonalmente (5-angulari); estos tallos están protegidos por fuertes excrecencias rígidas y agudas de carácter epidérmico, los aguijones, que también se encargan de adornar los peciolos (foliolis petiolatis) y el nervio central del reverso foliar. El conjunto forma vallas o setos tan barrocamente intrincadas como impenetrables, en la medida que pocas pieles son capaces de resistir las peligrosas gumías de la zarza. Quedarse atrapado significa sufrir decenas de enganchones punzantes, de cortes inmisericordes que hacen sangrar o que se cobran como doloroso impuesto de tránsito trozos de carne y de piel que antaño pertenecieron a las patas, hocicos o manos del animal que, imprudentemente, ha penetrado en la trampa. Por eso, estas vallas –de hasta tres metros de altura y un espesor incluso mayor– sirven de nido a pequeñas aves como la carruca zarcera, Sylvia communis, que encuentra un refugio tan adecuado como disuasivo. Más tarde, al llegar la primavera, la zarza se transforma en una planta móvil: si la registraramos a «cámara rápida» [fotografía a intervalos y proyectado como una película] veríamos que los turiones operan como exploradores que investigan el entorno mientras escriben, con pausada caligrafía aérea, el deseo de encontrar el soporte apropiado para sus ansias expansionistas. Aunque el movimiento no es perceptible a simple vista, es mucho más rápido que el de la mayoría de las plantas y ¡puede llegar a los cinco centímetros diarios! Como cada uno de los tallos está armado de afilados aguijones curvados hacia atrás (aculeis recurvis), escalan muros y troncos y, allá donde los tallos tocan tierra, emiten pequeñas raíces y comienzan a extraer agua y sales minerales de la cabeza de puente donde se han instalado. El resultado es que, si no se consigue pararlas, las zarzas aniquilan, cubren y desplazan todo aquello que encuentran a su paso. La zarza ha establecido su imperio y no es fácil expulsarlo, ya que resiste con éxito garantizado tanto ante la hoz como ante el fuego y los herbicidas. Invasor compulsivo, ocupa sin vergüenza los márgenes de cultivos y carreteras, de acequias y bancales; y también los barrancos, los alrededores de fuentes y arroyuelos, la base de los muros y las parcelas abandonadas. En definitiva, encontramos zarzas allí donde hay un poco de humedad, temperatura elevada, buena iluminación y un suelo profundo. Tan solo la sobra le molesta: heliófilo como es, no tolera la de los árboles y por eso se para a la entrada de los bosques, donde hace de orla defensiva. El ímpetu de la zarza ha roto los límites de la región mediterránea: gran parte de Europa, las Canarias y algunos países sudamericanos conocen su afán conquistador pese a que tanto las cabras como la caza mayor se alimentan con fruición de las hojas los brotes tiernos. Brotes que, todo sea dicho, pueden tomarse como sucedáneo de los espárragos; eso sí, pelados con cuidado y preferiblemente cocidos. Las hojas de la zarza se dividen en 3 o 4 foliolos coriáceos, que salen del mismo punto; son ovoides, con el margen serrado, y se estrechan bruscamente en la punta; en otras palabras, se parecen a las hojas del olmo (Ulmus), razón por la cual el específico ulmifolius acompaña al genérico Rubus. La cara superior de cada foliolo, de color verde oscuro y protegida por una capa de cera, es glabra (sin pelos, supra glabris), mientras que la inferior tiene un aspecto blanquecino a causa de la fina pilosidad o tomento que la cubre (subtus tomentosis). Con cierta frecuencia, y como signo inequívoco del ataque de un hongo parasitario, se suelen encontrar sobre los foliolos pequeñas máculas de color rojo o violáceo. En cualquier caso, los foliolos de las zarzas tienen fama de fortalecer las encías al ser masticados y de combatir las llagas bucales. |
© V. Rodríguez Invasor compulsivo, ocupa sin vergüenza los márgenes de cultivos y carreteras, de acequias y bancales; y también los barrancos, los alrededores de fuentes y arroyuelos, la base de los muros y las parcelas abandonadas. En definitiva, encontramos zarzas allí donde hay un poco de humedad, temperatura elevada, buena iluminación y un suelo profundo. Tan solo la sobra le molesta: heliófilo como es, no tolera la de los árboles y por eso se para a la entrada de los bosques, donde hace de orla defensiva. |
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© V. Rodríguez Las hojas de la zarza se dividen en 3 o 4 foliolos coriáceos, que salen del mismo punto; son ovoides, con el margen serrado, y se estrechan bruscamente en la punta; en otras palabras, se parecen a las hojas del olmo (Ulmus), razón por la cual el específico ulmifolius acompaña al genérico Rubus. |
«Una parábola utiliza la zarza para ilustrar los mecanismos de la selección política, donde a menudo llega al poder quien ofrece falsas promesas o simplemente amenaza o extorsiona» |
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El comienzo del verano es la señal para que broten espléndidos ramilletes de flores en los extremos de las nuevas ramas, que ornarán la zarza desde junio hasta agosto. En cada flor, un cáliz formado por cinco sépalos aterciopelados y dirigido hacia abajo (calyce reflexo) protege una corola con cinco pétalos blancos o rosados, ejemplo canónico del pentámero típico de las rosáceas. En el centro del conjunto se manifiestan, espléndidos, numerosos estambres y un pistilo, en la base del cual una discreta y dulce fuente de néctar aporta combustible a los insectos que participan en la polinización; además, la gran cantidad de polen facilitará un buen reparto: una parte para los anhelantes ovarios femeninos y otra para los insectos transportadores, como fuente nutritiva. Este polen, agrupado en pequeñas pelotas de gris verdoso, se puede encontrar suspendido en la miel estival y contribuye a darle calidad. El resultado de un trasiego tan intenso y de la consiguiente polinización son las agradables moras, que el lombardo Plinio el Viejo interpretaba, allá por el siglo I dC, como una especie de compensación moral de la naturaleza, que «…no generó zarzas solo por maldad, sino que les dio las moras como alimento de los hombres» (Naturalis Historia Liber, xxiv: lxxiii: 117). El nombre de la mora proviene del latín clásico morum, del cual derivan también el castellano e italiano mora, el occitano y el galaicoportugués amora, y el francés mûre. La mora de zarza es una cabecita globosa formada por una aglomeración de pequeñas drupas, cada una con un imperceptible pepita, dispuestas sobre un cojinete blanco y carnoso también comestible. Inicialmente verde, pasa por un rojo rubí hasta llegar en la madurez a un morado tan oscuro como el de la mora de morera, e incluso a un negro tan intenso como el que indica su nombre inglés, blackberry, y que Pérez Galdós describe en Marianela: «[…] había grandes zarzales llenos del negro fruto que tanto apetece a los chicos» (capítulo xiv). Esta espectacular transformación cromática queda reflejada de manera simpática en la siguiente adivinanza recogida en La Mancha: Verde fue mi nacimiento, colorado mi vivir La plenitud tardoestival de las moras, que hace innecesaria la mayor parte de la ropa, explica el refrán valenciano de «mores d’albarzer, sastres i modistes al carrer» (moras de zarza, sastres y modistas a la calle). En este sentido, no es extraño que el calendario republicano francés, basado en la descripción de las manifestaciones naturales –de la región de París– dedicara el día 9 del mes Thermidor a la mûre, de manera similar a como los católicos dedican este día (27 de julio) a san Simeón el Estilita. Por lo que respecta a la composición química de las moras, las pequeñas cantidades de ácido cítrico que sintetizan les confieren una dulzura ligeramente ácida y refrescante, agradables como la fruta fresca y muy apropiadas para preparar deliciosas confituras, mermeladas y jarabes. Además, el jugo de las moras se ha utilizado para colorear el vino de uva, para teñir la lana y, fermentado, para hacer vino de mora. La zarza del Génesis No era Dionisio el único dios aficionado a la zarza. Según el Génesis 22:13, un tal Elohim le gastó a Abraham la broma más cruel y pesada que se conoce: después de exigirle el sacrificio de su hijo Isaac, le exoneró en el último momento gracias a la actuación del arcángel Miguel «quien como Dios», que paró el brazo filicida. Quizá todos habían creído, avant la lettre, el apotegma de Oscar Wilde de que «la vida es demasiado importante para tomársela en serio», pero el hecho es que el fanáticamente crédulo Abraham debió llevarse un susto tan terrible que, para liberar la tensión, Elohim le dirigió la mirada hacia un animal apto para la barbacoa, un carnero; envuelto, eso sí, en las ramas de una zarza. Un episodio tan macabro no podía dejar insensible al mundo de los artistas, algunos de los cuales se hicieron eco en obras como El sacrificio de Isaac (s. v), mosaico que se encuentra en la basílica de Santa Maria Maggiore de Roma, el Mosaico de Abraham (s. vi), que podemos ver en la basílica de San Vitale de Ravenna, el retablo El sacrificio de Abraham, del monasterio de Santa Ana de Tendilla (La Alcarria) vendido durante la desamortización y que se encuentra en el Cincinnati Art Museum (Ohio, EEUU); El sacrificio de Isaac (1603) de Caravaggio; o El Sacrificio de Abraham (1635) de Rembrandt van Rijn. Una en particular cabe destacar, en la medida en que marca un punto de inflexión en la historia del arte, el inicio del Renacimiento en las artes plásticas: el Sacrificio de Isaac (1401), de Lorenzo Ghiberti, relieve en bronce que adorna la segunda puerta del baptisterio de San Giovanni, de la catedral florentina de Santa Maria dei Fiori. |
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L’albarzer com a al·legoria política En el bíblico Libro de los Jueces, la zarza recibe el dudoso homenaje de ser utilizado como una envenenada parábola política. Los versículos que la tratan (9:8-15) comienzan describiendo el cruel intento de Abimelec de unificar a las tribus de Israel, saldado con la muerte de sus hermanos y la huida del más pequeño, Jotam. Más tarde, este convoca al pueblo de Siquem y les dice: Una vez, los árboles decidieron elegir un rey, y le dijeron a la olivera: «Reina tú sobre nosotros». Pero la olivera les respondió: «¿Cómo puedo renunciar a mi aceite, que sirve para honrar a Dios y a los hombres, para alzarme por encima de los otros árboles?» Entonces los árboles le dijeron a la higuera: «Ven tú, y reina sobre nosotros». Pero la higuera respondió: «¿Cómo puedo renunciar a mi dulzura y a mi excelente fruto, para alzarme por encima de los otros árboles?» Entonces los árboles le dijeron a la viña: «Ven tú, y reina sobre nosotros». Pero la viña respondió: «¿Cómo puedo renunciar a mi mosto, que alegra a Dios y a los hombres, para alzarme por encima de los otros árboles?» Finalmente todos los árboles le dijeron a la zarza: «Ven tú, y reina sobre nosotros». Pero la zarza respondió: «Si es de buena fe que queréis ungirme rey sobre vosotros, venid a refugiaros a mi sombra; y si no, y si no, surgirá el fuego de la zarza y consumirá hasta los cedros del Líbano». Como vemos, esta especie de parábola utiliza la zarza para ilustrar los mecanismos de la selección política, donde a menudo llega al poder quien ofrece falsas promesas –la sombra, casi inexistente y prácticamente inaccesible– o simplemente les amenaza o extorsiona. |
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La zarza que quizá comiera Zeus Hemos dejado para el final el que tal vez sea el problema más inquietante, el origen del nombre específico, idaeus. Para la mayor parte de los botánicos se trata de un locativo referido a la imponente montaña que se alza en medio de Creta: Ida, la actual Psiloritis. Es tan majestuosa que su nombre servía de prefijo antroponímico para personajes mitológicos como el rey Idomeneo, uno de los participantes en la homérica guerra de Troya. Los antiguos cretenses veneraban la cima porque creían que allí había nacido Zeus (Júpiter) y que, escapado de la voracidad de su padre Cronos (Saturno), había encontrado cobijo en una de las cuevas de la montaña. Un refugio que le había permitido sobrevivir mientras crecía gracias a la leche de la cabra Amaltea –que ordeñaba la ninfa Ida– y al hecho de que unas divinidades menores, los Curetes, apagaban el ruido de sus lloros. Si fueran reales –no solo reales ni divinos–, tanto los Curetes como las ninfas, las cabras, Idomeneo y el mismo Zeus se habrían alimentado con empeño de las preciadas moras rojas de la frambuesa. Pero, ¡ay!, al consultar el mapa de distribución de la especie, no aparece en Creta, y sí en Anatolia, muy cerca de la antigua Troya. Y, ¡mira por dónde!, allí también se ubica una montaña llamada Ida, igualmente rica en referentes mitológicos. De hecho, y para otros botánicos, era esta la que evocaba Plinio cuando hablaba del Idaeus rubus.
(Artículo completo en Catalán).
Daniel Climent i Giner. Profesor de Ciencias Naturales en el IES «Badia del Baver» (Alicante). |
© v. Rodríguez «Si fueran reales, tanto los Curetes como las ninfas, las cabras, Idomeneo y el mismo Zeus se habrían alimentado con empeño de las preciadas moras rojas de la frambuesa» |