Entrevista a Vicenç M. Rosselló

    Vicenç M. Rosselló i Verger comenzó a recorrer el litoral a finales de los cincuenta, en un país que entonces era “terra ignota” para los tratados de geografía. Ante las dificultades políticas y materiales que entorpecían la investigación, asumió la actividad científica como un compromiso personal hacia la sociedad y comenzó a impartir, en las aulas y sobre el papel, lecciones de prudencia, rigor y espíritu crítico. Su magisterio, después de cuatro décadas, está detrás de numerosos trabajos de estudio del país: de su toponimia y cartografía, las ciudades y las huertas, las montañas, los marjales y las costas. Por su formación y producción, a caballo entre las letras y las ciencias de la naturaleza, Rosselló nos recuerda la esencia del humanismo.

    Vicenç M. Rosselló se topó con la geografía de rebote y dice que llegó a Valencia de carambola. Ha contado más de una vez cómo tuvo que abandonar los estudios de ciencias naturales en Barcelona para volver a su Mallorca natal a ganarse la vida y cómo, más tarde, pudo licenciarse en Valencia aprovechando que una hermana suya ya vivía aquí.

También afirma que su obra científica ha sido un camino un tanto azaroso, que se ha visto forzado a cumplir determinados aspectos para llenar lagunas: “He debido ejercer muchas suplencias.” No dudo de su palabra, pero la variedad de temas que ha tratado demuestra una preparación inusual hoy –lo será más en el futuro. En un tiempo en el que hablar del saber enciclopédico tiene un tono peyorativo, Vicenç Rosselló cree en la geografía como una ciencia de interrelaciones, con incardinaciones en todas las otras ciencias, necesariamente invasora e invadida.

    Pero, los planes de estudio van en otro sentido y asiste, al final de su carrera docente, al divorcio académico entre la geografía y la historia, una hendidura abierta entre las letras y las ciencias de la tierra. Las universidades, me apunta, siguen cada vez más el modelo norteamericano, “vamos encaminados a producir ingenieros de hacer ventanas, expertos en puertas…”, microespecialistas. No le falta razón. Pero tampoco le faltarán discípulos.

Tengo entendido que su interés por las ciencias de la tierra es más causal que casual. Cuénteme, ¿de dónde viene?
Mi padre era aficionado a la geología. Se había pasado media vida recogiendo fósiles en Sant Joan, en su etapa de maestro. Se dedicaba a conducir las excursiones escolares en busca de fósiles, como una especie de competición entre los alumnos a la búsqueda de yacimientos. Era una época en la que las ideas de un maestro podían movilizar a todo un pueblo. Poseía una colección completísima de la zona central de la isla y hacía también cartografía geológica. Tenía contacto con Paul Fallot, que le visitaba de vez en cuando, y con Darder Pericas, más asiduamente. Los dos le ayudaban a clasificar los fósiles. Él, a pesar del aislamiento y la lejanía de los centros universitarios, tenía la idea de completar los dos grandes mapas de geología de Mallorca, la sierra de Tramontana que había hecho Fallot y las sierras de Levante, estudiadas por Darder. Se quedó el centro sin hacer y su obsesión era ir completando este vacío, que era mucho más complicado. En ese momento se comenzaba a saber cuál era la fase de los plegamientos y tan sólo poder distinguir dos niveles dentro del mioceno ya era un lujo. Mi idea, en definitiva, no era hacer esta geología, pero era una manera de acercarme a un tema que ya conocía. Todo el panorama de las ciencias de la tierra o las ciencias de la naturaleza me resultaba atractivo.

Antes de viajar a Valencia ya había conocido al filólogo valenciano Manuel Sanchis Guarner, después compañero durante muchos años en la facultad. ¿Cómo fue eso?
Sanchis Guarner estaba allí desterrado. Había pasado más de un año en la prisión de Monteolivete y después, quizás gracias a sus influencias clericales, lo liberaron y lo enviaron a Mallorca. No sé si era un destierro oficial o era simplemente un convenido “vete de aquí y no causes problemas”. El caso es que lo conocí en casa de la familia Moll, él trabajaba cada día allí en el diccionario y yo era amigo de los hijos de Francesc de Borja. Pero entramos más en contacto cuando yo hacía la tesis doctoral. Él ya estaba en Valencia y yo iba a consultarle cosas, fundamentalmente de toponimia. En la Universidad, la relación con él fue después un asunto diario por cuestiones de información sobre el País Valenciano. En este sentido, una cosa que la gente no le ha reconocido a Manuel Sanchis Guarner es que hizo de puente entre dos generaciones que estaban absolutamente separadas; él comunicó una erudición –que le venía de su tío canónigo y su biblioteca– que otros no tenían o se guardaron. Ahora no tenemos un Sanchis Guarner a quien podamos preguntar qué hay sobre eso o sobre aquella otra cosa. Pero, afortunadamente, quizá las bibliografías nos resuelvan un poco este problema.

Supongo que la investigación, en los años que usted comenzaba, tropezaba con muchas dificultades.
Sí. De información o bibliografía no teníamos nada. Absolutamente nada. Yo recuerdo el primer libro de geomorfología litoral que entró en esta casa, en el año 1962, cuando todavía estábamos en el Palomar [el antiguo seminario de geografía en el último piso del edificio de la calle de La Nau]. Es fácil de recordar: el autor se llamaba William William William y el libro Coastal changes. Fue la primera obra que leí sobre geomorfología litoral. Este hombre es un caso interesante: había estado en el desembarco de los aliados en Sicilia, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas americanas toparon con una barra submarina en la que quedaron encallados y fueron ametrallados como perros. Habían hecho una operación anfibia para saber qué paso podían seguir las barcazas, pero esa misma tarde la barra cambió de posición y quedaron atrapados. Por esta razón se creó un instituto de investigación en el que William trabajó. Las guerras suelen tener estas cosas. Pero bien, volviendo a la pregunta, la verdad es que en esos tiempos, entrar con un libro extranjero en España era una operación titánica. Debías tener una persona que te lo llevara escondido en una maleta. Tampoco había manera de pagarlo. Hasta los años setenta, finales del setenta más bien, no comenzamos a disponer de bibliografía extranjera. Trabajábamos en la purísima inopia. Yo tuve la suerte de contactar con Karl Butzer muy pronto y, a través de sus cosas, pude ponerme un poco al día. La bibliografía francesa entraba por tradición, pero vaya, teníamos una desventaja muy fuerte.

Sin olvidar las dificultades de esa época, ahora, en comparación a la situación presente, algunos tenemos una idea más pura y romántica.
Se trabajaba de otra manera. En unos contextos más voluntaristas, con menos afán de conseguir un provecho inmediato. Efectivamente, era la investigación romántica que haces porque te gusta y no te preocupa las horas que le dedicas ni el dinero que pongas –que poníamos más de una vez–, no te preocupa que te paguen dietas, la gasolina, los viajes… Pero desde el punto de vista de las posibilidades reales, eran muy limitadas.

Los resultados de la investigación se debían resentir.
Claro, y así se explican cosas que han pasado en la geomorfología: hemos puesto nombre a cosas que ya tenían y hemos hecho descubrimientos que después resulta que ya estaban hechos, por ejemplo, la presencia de agujeros de disolución fuera del mundo kárstico, el piping o subfusión, estaba descubierto y contradescubierto y en cambio aquí lo “descubríamos”. A pesar de que es meritorio o interesante haberlo “descubierto”, si hubiéramos tenido un poco de información, de intercambio, se habría avanzado mucho tiempo.

A lo largo de su carrera, usted ha tocado prácticamente todos los temas de la geografía –y algunos más. ¿Ha sido un camino pensado o se ha dejado llevar?
En la cuestión de la investigación he ido muchas veces a tumbos, te empujan de un lado, te empujan del otro, caes aquí, caes allá, y además –lo he dicho muchas veces– ¡he tenido que ejercer tantas suplencias! Uno ha tenido que tapar agujeros: yo mismo me he llegado a preguntar si hago geografía física por suplencia; porque entonces no había ningún geógrafo físico en España. Yo no digo que este campo no lo hubiera cubierto nadie, pero quizás hubieran pasado diez años más. En una sociedad normal no sería así, pero hemos tenido tantos años de retraso.

Pero seguro que debe tener debilidades o preferencias, ¿quizá espacios o paisajes que le hayan cautivado?
La investigación me ha llevado a lugares concretos; ahora, si me dices qué temas me han gustado… Aquí sí, la cartografía portulana era una espina que yo llevaba clavada. No que no la hubiera hecho yo, sino que nadie la hubiera hecho, que no hubiera una investigación de importancia. En cuatro sitios lo despachaban hablando del gran Cresques, pero nadie se había tirado a la cara un mapa de Abraham Cresques. Y no hablemos de documentación. Estoy muy contento de haberlo hecho.

Por un momento pensaba que iba a hablarme de la toponimia…
La toponimia en un momento determinado, aquí en Valencia, la trabajé porque no quedaba más remedio. Ahora ya está todo en marcha y ya no hago falta. Pero, quizá yo soy un filólogo frustrado, también. Eso lo he heredado de mi padre, él también tenía obsesiones de lingüista. Mi padre estuvo en todo el embrollo de las lenguas internacionales, fue presidente del Centro Esperantista de las Islas y recibía correspondencia de media Europa. Después se desengañó del esperanto y se pasó al latín, el latín sin flexión. Era un latín con todos los nombres en ablativo singular y en nominativo plural y las terminaciones verbales siempre en infinitivo. Siempre era mejor que la cosa artificial del esperanto. O sea, que la cosa de la lingüística también la he vivido en cierta manera. Esta preocupación de saber el porqué de las palabras la tengo incorporada desde la más tierna infancia: no hay un día que no consulte el diccionario etimológico.

Bien, en sus estudios de cartografía, de toponimia y de la geomorfología siempre aparece el litoral… ¿Qué le atrae de la costa?
Es un poco curioso, yo no soy marinero ni un gran nadador. Si me preguntan un lugar donde pasar el verano siempre prefiero la montaña o el interior. No he hecho el más mínimo esfuerzo por tener una casa cerca del mar. A pesar de eso, reconozco que el mar es uno de los platos más completos de la gastronomía geográfica, es ahí donde hay más ingredientes, más variaciones, más interrelaciones humanas y físicas, o dicho como se explica a los estudiantes, donde encontramos la interacción de todas las esferas: atmósfera, hidrosfera, litosfera y biosfera. Eso le da un interés extraordinario. Si hay geografía, la geografía está en las costas. Es apasionante, simplemente. Precisamente por eso, a mí me gusta verlo con un poco de distanciamiento, quizá esta sea la razón por la que no acabo de vivir tranquilamente en la costa. El ruido del mar me pone frenético.

El que no sea experto en la materia puede pensar que, hoy en día, nuestra costa debe ser más que conocida… ¿Qué campos quedan por explorar en el estudio de nuestro litoral?
La geografía es inmensa. De los temas tratados se pueden extraer todavía muchas cosas, pero, por ejemplo, los acantilados del País Valenciano están prácticamente vírgenes. Hay algún intento en alguna parte, incluso existe un proyecto de tesis sobre los promontorios de la Nau –me parece que ahora mismo estancado. Y es que el litoral de acantilados quizás aún tenga más matices que los otros. Tienen unos micromundos –las células cerradas– que funcionan casi autónomamente. A veces se oyen simplificaciones descriptivas, son excusas: vas allá y hay una playa, hay una albufera, hay un cambio, hay una evolución, etc. En este sentido si hay un descubrimiento sensacional debemos hablar de las dunas adosadas en la Serra Gelada. Nunca nadie las había visto, no se les había hecho caso, no sé si son únicas en el Mediterráneo. Quizá lo son en esa proporción. Cosas como estas, si no te acercas no se identifican y siempre suele ser difícil el acceso a estos acantilados. Desde el mar, el trabajo no es más fácil, las cosas se relativizan mucho, es otra distancia. Bien, yo creo que hay muchas cosas que hacer.

¿Y qué hace usted ahora? ¿Qué tiene entre manos?
Ahora, al final de mi carrera, el último tema que me he preocupado de poner en marcha, y puede que sea mi testamento, son las calas, las calas mallorquinas. Porque consideramos una injusticia que un hecho geomorfológico tan completo no tenga su lugar en la bibliografía. Intenté durante diez años provocar a alguien para que estudiara el tema e hiciera una tesis, pero fracasé dos veces y entonces decidí montar un equipo interdisciplinario para estudiarlo. Y en eso estamos.

Su generación ha asistido a un cambio paisajístico espectacular, sin precedentes históricos. ¿Se veía venir o ha sido sorprendente?
Las cosas no han sido explosivas, por mucho que se diga, han sido graduales. Yo he visto Benidorm en 1954 y en el 2000, si hiciéramos una comparación de golpe nos moriríamos ipso facto. Se ha hecho deprisa, pero la escala humana es corta. Pero yo creo que sí, que mi generación y las inmediatamente posteriores se han dado cuenta del cambio, lo que pasa es que se han beneficiado muchos. Muchos. Por lo que respecta a mis coterráneos mallorquines es muy difícil encontrar alguno que no se haya beneficiado de la repercusión económica o que no tenga alguien en su familia que se beneficie. Hemos de tener en cuenta que entonces se pasaba hambre; en una isla se pasa hambre muchas veces y yo la he pasado. Estas cosas son muy difíciles de olvidar. Por eso, recordando la situación de hace cuarenta años y la actual no hay ni punto de comparación. Incluso la gente políticamente de izquierdas va a parar a lo mismo. Esta gente ha asumido la máxima de que el turismo es un mal menor. Ahora bien, de aquí a la destrucción total hay tantos matices que llega un momento que es muy difícil considerarlos todos.

En este sentido, lo mismo da la costa valenciana como la de las islas.
La costa valenciana está tan triturada que yo creo que ahora ya no se diría balearizacíón –que es un término terrible e insultante y que a uno le sabe muy mal–, tenemos que adaptarlo, en todo caso, hoy se diría torrevellización. Eso es mucho peor. Eso sí que se ha hecho de manera explosiva, en seis o siete años. Ha caído la maldición y se ha consumado de una vez. Y no tienen la excusa del hambre o de la falta de horizontes de trabajo. Eso es una operación especulativa de punta a punta. Lo más terrible de todo es que no ha habido una idea clara de qué se podía hacer con el fenómeno de la ocupación del litoral. Por mucho que digan, no hay una declaración de principios ni una ley que diga si eso puede acabar algún día, si tiene límites.

Al menos hay zonas protegidas, de un tiempo a esta parte.
Pero las declaraciones de parques naturales y otras zonas protegidas son cosas concretas, son por exclusión y después se modifican cuando conviene. Además, hemos llegado a una contradicción que a veces es más peligrosa: el parque natural se convierte en un atractivo para hacer nuevas edificaciones. Ahora, en los parques ya no se construye, pero en el entorno se pone una concentración tal que el fenómeno deja de tener efectividad desde la perspectiva conservacionista. Eso ha pasado en la Albufera de Mallorca. Desde que la Albufera fue declarada parque natural –y la compró el gobierno de la derecha en una operación que fue elogiada por todos los conservacionistas del mundo–, todas las tierras del entorno han sido trituradas, comenzando por la restinga, que no entraba dentro del límite del parque. La están triturando. Es normal, eso es el paraíso –para atraer turistas– por delante el mar y por detrás la Albufera. Es muy parecido a lo que pasa en la dehesa de la Albufera de Valencia. Aquí, los propietarios de los edificios que han quedado tienen una plusvalía indecente, esta gente debería pagar un impuesto cien veces más alto que cualquier otro ciudadano. Tienen unas condiciones inmejorables: todo el parque es para ellos.

Vamos camino de ser el sunbelt europeo, con todas las consecuencias que eso conlleva…
Quizá la cosa que le he comentado de mi rechazo por vivir en el litoral viene de aquí. Porque veía que vamos camino de producir un desastre. En la cuestión del ataque al paisaje, yo siempre he sido muy reticente, siempre he sido antiturístico y eso lo sabe cualquiera que ha leído cosas mías. Eso del monocultivo turístico es la desgracia más triste que podemos tener y ahora nuestros dirigentes políticos no piensan así: creen que todo es turismo y el resto no cuenta para nada. El día que no podamos comer ya veremos si continuamos siendo turistas o no. Es un contrasentido tan grande que los únicos que podían parar eso vayan al contrario, distorsionando todavía más, es un absurdo total.

Además de la línea de la costa, los paisajes agrarios también se resienten.
Evidentemente, desde un punto de vista económico, un señor que tenga una tierra “turística” es mejor que no la cultive, le darán más dinero por ponerse la chaqueta blanca e ir a servir a los turistas. Ahora, conozco algún agricultor que vive relativamente bien haciendo lo que le gusta. No todo es tan terrible como parece presentarse. Pero bien, yo lo comprendo. Ahora, a la larga desaparecerá la agricultura, cuando hemos dicho tantas veces que la agricultura mediterránea tiene una serie de cosas que son insustituibles. A mí, la dualidad esta que había antes me encantaba. Allá donde había naranjal no había turismo en el País Valenciano. Era una cuestión de mentalidad. El señor que tenía naranjos se podía permitir el lujo de menospreciar el dinero del turismo y ahora ya no es así.

Muchos medios de comunicación estatales, incluso algunos afines a la oposición, han celebrado la llegada de su paisano Jaume Matas al ministerio del Medio Ambiente; se dice que puso algunos límites a la expansión turística de las Baleares. ¿Comparte esa opinión?
Mire, Jaume Matas si es algo es un oportunista. Eso de la “España de las oportunidades” le va muy bien. Supongo que igual que lo han puesto en Medio Ambiente lo podían haber puesto en Agricultura o en cualquier otro ministerio de segunda fila, de los que no importan. Lo que hizo él es adelantarse a una actuación del Consell Insular de Mallorca, que tenía prevista una disposición para defender la costa de la saturación turística. Él se adelantó, desde el Gobierno Balear, para sacar provecho político. Aquí tenemos el oportunismo. Le ha ido bien.

También los medios de comunicación envían a menudo a los ciudadanos mensajes confusos y un tanto catastrofistas sobre el cambio climático.
Bien, aquí lo que está claro es que el mar sube. Pero está subiendo desde hace siglos, desde antes de que se pudiera poner en marcha el famoso efecto invernadero. Pienso que ahora mismo, la relación entre este efecto y la subida del nivel del mar todavía no está probada. Es probable que las consecuencias de estas emisiones no comiencen a manifestarse hasta dentro de muchos años.

Sea o no sea efecto invernadero, hay un problema con el cambio del nivel del mar…
El problema, la causa de esta alarma social es que ahora el cambio del nivel del mar implica la pérdida de tierras, cuando es al contrario, nadie protesta. De las acumulaciones nadie protesta y también pueden ser perjudiciales. Por ejemplo, el caso de Portman: es una cala de la sierra de Cartagena que ha desaparecido, en tiempos actuales, no ya históricos, por los rellenos que le llegan de las industrias y los lavadores de metales. Fuera de algunos ecologistas, nadie protesta. Pero si toca mi propiedad o mi chalet, en seguida se protesta. El sentimiento de pérdida es algo que tiene un aspecto más noticiable que la ganancia. Todo esto sería un buen argumento para decir que la zona maritimoterrestre en lugar de cien metros tuviera quinientos. Nadie lo dirá. Ahora, para mí, cuanto más grande sea el dominio público maritimoterrestre, mejor. Lo que pasa es lo contrario, que los señores que construyen allá pedirán indemnizaciones al estado, como los que edifican en una zona inundable, cerca de un río, las piden cuando viene la riada aunque hayan construido ilegalmente. Eso es un desequilibrio de la naturaleza, es éticamente malo, ¿no hay medidas posibles para prever determinados problemas? Yo creo que sí. Hoy, en el barrio del Cabanyal, si tenían pendiente ya no es suficiente, ahora tienen que bombear las aguas residuales. Holanda está desde el siglo XI con buena parte de su territorio por debajo del nivel del mar, y no es una cosa catastrófica. Tienen un nivel de vida de los más altos de Europa, aunque han de invertir una parte de su presupuesto en la lucha contra el nivel de mar. Yo no creo que sea tanto como eso; ahora, que tampoco se puede ignorar. Pero, a parte, yo tengo una gran confianza en la naturaleza. No sé si soy providencialista o simplemente soy “naturista”: Tengo la confianza de que la naturaleza tiene sus recursos para transformar una situación de equilibrios que se crean sobre los mismos desequilibrios. Si creyéramos, por ejemplo, las profecías sobre la Albufera de Valencia, hace años que ya no tendríamos Albufera y todavía tenemos,… tenemos.

Además ni las personas ni la Albufera son imprescindibles para la naturaleza.
Eso es otra cuestión. La Albufera no es un valor absoluto. Es más, no es un valor natural. Y eso pasa en todos los marjales. Aquí hemos creado un valor social que no existía antes y lo hemos creado sobre una base idílica o rousseauniana del paisaje; le damos un valor destacado por la mayor biodiversidad o productividad biológica de estos ecosistemas. Hace cien años era un valor perjudicial. Pero en la cuestión del cambio del nivel del mar, la obligación que tiene un estado de luchar contra eso es una obligación muy relativa. Está claro que se debe defender Venecia de la desaparición. Pero si no es Venecia, si es un litoral cualquiera, ¿vale la pena? Se debe hacer un balance de las intenciones y de las necesidades. Sobre qué se quiere salvar. Si el mar quiere entrar, tiene que entrar. Se pasa con una facilidad enorme de las connotaciones éticas a las estéticas o a las jurídicas. No me preocupa tanto que sea verdad o no el efecto invernadero, como esta beatería de darle casi un valor espiritual.

En este sentido, usted está de acuerdo con Ramón Folch cuando denuncia –en su Diccionario de socioecología– cierto componente irracional en algunas reivindicaciones del movimiento ecologista.
Sí, pasa un poco también en la defensa de los bosques. Un bosque abandonado, totalmente intacto, es un bosque que sería el súmmum de la “naturalidad”, ahora, peligrosísimo desde el punto de vista de los incendios. Entre eso y las limpiezas que hoy se hacen hay términos medios, que es lo que también dice Folch, antes no había tantos incendios simplemente porque la gente iba a buscar leña al bosque y lo limpiaban de una manera poco agresiva. Ahora sí se abandona totalmente… Bien, digo esto porque el valor bosque en si, si no podemos entrar, es un poco como el de la costa, si la costa estuviera tan bien, tan bien, tan bien que no pudiésemos ir, ¿para qué serviría? ¿para quién? Para que vaya un ecologista cada año, para ir allí y ver si no rompe nada. Hace muchos años en un congreso hispanofrancés de cosas de litoral dije: ¿Para qué defendemos el litoral? Y es un poco eso. El ecologista es un boy scout que dice: todos los demás ensucian, todos los demás son unos destructores –yo mismo he tenido esa sensación–, yo soy una persona respetuosa con la naturaleza y la quiero para poderla disfrutar yo. Los otros molestan, gritan, llevan radiocasetes, cantan, bailan, destrozan las plantas, hacen fuego, etc., pero yo no. Este sentimiento de exclusión lo tienen. Y a mí también me molesta mucho la turba: yo, de una playa donde hay gente me voy en seguida, yo voy a las ocho de la mañana a bañarme, si voy, o los días de la semana que no hay nadie, soy un auténtico maníaco en este sentido. Ahora bien, ¿para una pandilla de boy scouts se ha de reservar todo el litoral valenciano? Sería fantástico, perfecto. Pero uno tiene que reconocer que la gente tiene el mismo derecho y debemos resolver el problema de alguna manera.

Carles Sanchis Ibor. Centro Valenciano de Estudios del Riego. Departamento de Ingeniería Hidráulica y Medio Ambiente. Universitat Politècnica de València.
© Mètode 26, Verano 2000. 

 

Foto: M. Lorenzo

 
 
«Lo más terrible de todo es que no ha habido una idea clara de qué se podía hacer con la ocupación del litoral. no hay una declaración ni una ley que diga si eso puede acabar algún día, si tiene límites»

 

 
 

Foto: M. Lorenzo

«Una cosa que la gente no le ha reconocido a Manuel Sanchis Guarner es que hizo de puente entre dos generaciones que estaban absolutamente separadas»

 

Foto: M. Lorenzo 

«No me preocupa tanto que sea verdad o no el efecto invernadero, como esta beatería de darle casi un valor espiritual»

 

 
 

Foto: M. Lorenzo

«Tengo una gran confianza en la naturaleza. tiene sus recursos para transformar una situación de equilibrios que se crean sobre los mismos desequilibrios»

 

 

Foto: M. Lorenzo

«Mire, Jaume Matas si es algo es un oportunista. Eso de la “España de las oportunidades” le va muy bien. Supongo que igual que lo han puesto en Medio Ambiente lo podían haber puesto en Agricultura o en cualquier otro ministerio de segunda fila, de los que no importan»

© Mètode 2013 - 26. Redescubrir el litoral - Disponible solo en versión digital. Verano 2000
Investigador del Centro Valenciano de Estudios sobre el Riego de la Universitat Politècnica de València y profesor asociado del Departamento de Geografía de la Universitat de València.