Genética hoy, etología mañana

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Expresión de emociones. En su libro La expresión de las emociones en el hombre y en los animales, Darwin anotó el valor universal de estas expresiones y, por tanto, de su fundamento genético. En el autismo, estas expresiones suelen estar particularmente subdesarrolladas.

Genetics today, ethology tomorrow: Neurobiology of the future. The History of Science has witnessed few cases in which the confrontation of two concepts has stirred up such passion as the issue of «genes and behaviour». Perhaps this is because, often, confrontation is interpreted as if it were, in reality, between «determinism and randomness». Even when this interpretation is wrongly rooted, its emotional effects in any ambit of discussion tend to abort any attempt to apply a rational method to the topic. Although we are aware of this reality, we will try to do so once more. 

Como introducción, he aquí el relato de unos hechos de los que doy testimonio directo. En 1996, el estudiante de doctorado Ron Konopka, del Instituto Tecnológico de California en Pasadena, describía a uno de los distinguidos profesores, premio Nobel de 1969, cuál iba a ser su proyecto de tesis doctoral: «Aislar mutaciones que modificasen el ritmo circadiano de Drosophila.» La respuesta del profesor fue contundente: «Muchacho, busca otro tema porque es imposible modificar un fenómeno tan complejo como ese mediante la mutación de un solo gen.»

Afortunadamente para la ciencia, el estudiante no abandonó y dos años más tarde le mostraba al profesor la primera línea mutante. Hasta aquí, una historia como tantas en ciencia en la que una idea triunfa a pesar del escepticismo inicial. La fase interesante viene con la respuesta del profesor ante la visión de la evidencia: «No me lo creo, es imposible.» Cuentan los rumores que el profesor nunca cambió de opinión durante el resto de su vida. También cuenta un viejo adagio que los humanos no cambian nunca de opinión, simplemente caminan hacia el ocaso y otros más jóvenes vienen con nuevas ideas. Esta historia refleja fielmente la idiosincrasia humana hacia la referida confrontación entre genes y comportamiento.

Desde los años en que esta historia tuvo lugar hasta hoy se ha comprobado que los genes identificados en Drosophila con un claro papel en la generación y período del ritmo circadiano están conservados en otras especies en las que sus funciones también están conservadas. La idea de que el ritmo circadiano era un proceso complejo inabordable desde la genética se ha transformado en una idea bien distinta. Hoy se sabe que un 10% de los genes tienen un ritmo circadiano de actividad transcripcional, que los ritmos de cualquier naturaleza (transcripción, metabolismo, crecimiento) o periodicidad (24 horas en los circadianos, fracciones de segundo en la vibración del ala durante el canto del cortejo sexual) resultan de la actividad de un cierto número de marcapasos independientes pero coordinados entre sí por la fisiología del organismo. Por ejemplo, unas 15.000 neuronas del núcleo supraquiasmático, orquestadas por la actividad de factores de transcripción de la familia PGC-1, coordinan lo que sucede dentro de nuestro organismo con lo que pasa fuera del mismo. Eso explica por qué comemos y aumentamos ligeramente la temperatura corporal durante el día y hacemos lo contrario durante la noche.

En definitiva, la complejidad se ha convertido en mecanismos. Sin embargo, una fracción amplia de científicos y la gran mayoría de las personas formadas, pero no especialistas, son muy renuentes a aceptar las consecuencias de estos datos. A lo sumo suelen establecer diferencias entre instintos y comportamientos. Pautas de actividad como el ritmo circadiano o el cortejo sexual entrarían en la categoría de instintos por cuanto son innatos. El verdadero comportamiento, sin embargo, requiere aprendizaje y eso sólo se obtiene mediante la experiencia. Así pues, parece necesario recordar una segunda historia.

El aprendizaje, ¿experiencia o biología?

Esta vez se trata de algo incuestionablemente ligado al comportamiento en sentido estricto: el aprendizaje. Todavía puede escucharse en algunas aulas universitarias afirmaciones sobre la naturaleza del cerebro como «una tabla donde la experiencia escribe todo cuanto somos». El aprendizaje, por tanto, sería una especie de troquelado del cerebro de forma que cualquier persona podría aprender cualquier cosa si fuese expuesta a los estímulos externos adecuados. El cerebro es «plástico». Resulta muy aleccionador descubrir que uno de los primeros movimientos hacia un cambio radical en la concepción del aprendizaje vino, no de la neurobiología, sino de la lingüística. Chomsky irritó profundamente a muchos de sus colegas al proponer que aprender chino o inglés es un aspecto irrelevante sobre la adquisición de una lengua porque todos los cerebros están predispuestos a aprender una lengua, el que sea una u otra es un detalle anecdótico. Por muy irritados que estén la mayoría de lingüistas y aquellos que alzan el lenguaje como la distinción entre humanos y animales, es preciso recordar que todo, lenguaje incluido, es una facultad biológica sujeta a la evolución. Los núcleos cerebrales que procesan lenguajes en los humanos son histológicamente reconocibles en simios y otras especies que no hablan, pero que utilizan esos núcleos para tareas clasificables como protolenguaje.

Neurobiólogos como Benzer o Kandel perseguían en la década de los setenta identificar genes y mecanismos moleculares que diesen cuenta del aprendizaje y de su inseparable asociado, la memoria. Ambos tuvieron éxito. El primer gen identificado en Drosophila por el criterio de ser incapaz de establecer un aprendizaje asociativo entre un olor y el refuerzo negativo de un choque eléctrico resultó ser un gen que codifica una enzima del metabolismo del fosfato cíclico de adenosina (cAMP). El segundo gen también. En el primer caso, las neuronas mutantes tienen niveles crónicamente elevados de cAMP, en el segundo tienen niveles crónicamente reducidos. Este es un caso en donde se pone de manifiesto la importancia de la cantidad de un factor (cAMP aquí). Es decir, el proceso puede fallar tanto por exceso como por defecto de este producto químico. Y una segunda lección, el misterioso proceso del aprendizaje se fundamenta en la actividad de moléculas sobradamente conocidas que participan en multitud de otros procesos. Nada especial, por tanto, para ejecutar el misterioso aprendizaje y construir memorias. De hecho, los miembros del laboratorio de Benzer quedaron muy frustrados al conocer el producto codificado en esos genes ya que tenían preparado un nombre adecuadamente esotérico para tan relevante fenómeno: la enzima «memorasa». Como quizás cabría esperar, y al igual que en el caso de la reacción del Nobel frente al primer mutante de ritmo circadiano, aquí también hubo reacción. Un científico de la Universidad de Chicago elaboró y distribuyó un largo informe sobre la irrelevancia de los mutantes de aprendizaje que el grupo de Benzer había producido bajo el argumento de que «el aprendizaje es otra cosa». Una vez más, la habitual incapacidad para cambiar una opinión. ¿No era el cerebro un órgano tan sumamente «plástico»?

    «Hay que recordar que todo, lenguaje incluido, es una facultad biológica sujeta a la evolución»
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Micrografía electrónica de una espina sináptica rodeada de terminales presinápticos (flecha). Nótese la presencia de mitocondrias (m) como consecuencia del alto requerimiento energético y repositorio de calcio que es necesario para el correcto funcionamiento de esta estructura. Muchas enfermedades neurodegenerativas comienzan por fallos en la fisiología mitocondrial. Cambios en el número y propiedades funcionales de la sinapsis constituyen el mecanismo principal del aprendizaje y la memoria.

  «Aproximadamente unas 700 enfermedades neurales pueden ser diagnosticadas con antelación porque se conoce su origen genético»

En la escuela de Kandel, los datos se obtenían sobre un modesto caracol marino, Aplysia, y un grupo de tres neuronas que controlan la retracción del manto tras una estimulación. Ante la imposibilidad de aplicar procedimientos genéticos, el recurso fue la electrofisiología, la farmacología y una buena dosis de análisis bioquímico. Los resultados, sin embargo, fueron sorprendentemente similares a los de Drosophila. Una vez más la conservación de mecanismos biológicos se puso de manifiesto.

Desde entonces, los detalles se han ido conociendo con paso acelerado e incluyen secuencias de DNA reguladoras de la expresión de genes mediante proteínas sensibles a cambios en la concentración de cAMP. Ya hay, incluso, empresas farmacéuticas ensayando productos que puedan potenciar la memoria y otros que ayuden a borrarla. En una u otra forma, el negocio parece prometedor. Para algunos, sin embargo, la memoria y el aprendizaje siguen siendo «otra cosa». Así lo transmiten a sus alumnos, fundamentalmente de psicología, aunque, como siempre, siguen sin explicarles «qué cosa es» y cómo se la puede someter a estudio experimental.

Muchos, especialmente los gestores de la ciencia, sostienen que el progreso va ligado a la generación de beneficios económicos. Una forma de manifestar su opinión es presionar a los científicos para producir «conocimiento útil». La medida ha tenido un cierto éxito demostrando que la razón es una flor escasa. Uno de los resultados ha sido la secuenciación del genoma completo de varias especies de animales y vegetales. En el caso de los humanos, una de las aplicaciones más evidentes es la posibilidad de efectuar un diagnóstico precoz sobre enfermedades de origen genético. Hablando del sistema nervioso, el número de trastornos posibles es grande y sus consecuencias casi siempre devastadoras en magnitud y duración. De nuevo aquí es apropiada otra historia protagonizada por la genética.

La enfermedad de Hungtinton pertenece al grupo de las llamadas neurodegenerativas. Los síntomas comienzan con movimientos incontrolados de extremidades o músculos faciales, pero eso es sólo el inicio. La enfermedad está causada por una inusualmente larga (>39) extensión del trinucleótido CAG en el gen que codifica una proteína de función aún desconocida. Es un factor dominante, suele manifestarse a partir de la cuarta década de vida, es progresiva y no tiene cura por ahora. En los casos extremos (>100 extensiones CAG), la enfermedad aparece en edades juveniles. En todo caso, la transmisión a la descendencia está prácticamente asegurada puesto que las edades de reproducción suelen ser anteriores a la aparición de la enfermedad. Por eso se estima que entre 2 y 4 de cada 10.000 personas en el mundo la padecen o la padecerán. La pregunta es ésta: ¿Le gustaría evitar transmitir a sus descendientes una enfermedad mortal? Hasta 1993 no fue posible dar una respuesta a esta pregunta. Hoy sí. El gen causante de la enfermedad de Hungtinton fue el primer gen humano localizado por análisis de polimorfismos. El hallazgo permitió localizar también otras muchas enfermedades neurodegenerativas causadas por una extensión CAG en otras proteínas. Aproximadamente, unas 700 enfermedades neurales pueden ser diagnosticadas con antelación, incluso antes de incurrir en riesgo de transmisión, porque se conoce su origen genético.

Como en toda actividad humana, siempre puede haber un lado oscuro. Puestos a limpiar el genoma, ¿por qué no seleccionarlo para características excelentes? Espoleados por el espíritu empresarial, ya existe una iniciativa (454 Life Sciences) para secuenciar cien genomas de premios Nobel y otras celebridades comenzando por el de James Watson. El propósito declarado es identificar si existen variantes genéticas en común que, presumiblemente, marquen la diferencia entre «ellos» y los «demás». El propósito no declarado es que, si tales variantes existen, la demanda del mercado será imparable y, seguramente, impagable para la inmensa mayoría de los «demás». Confiemos en que esta iniciativa llegue a figurar algún día en la correspondiente edición del compendio de la estupidez humana. Las razones para ello son tan variadas que no es posible dedicarles aquí el espacio que requiere describirlas.

   
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De izquierda a derecha y de arriba abajo, personajes de referencia en la fundación de la genética (G. Mendel), la neurobiología (S. Ramón y Cajal), la fisiología del aprendizaje (I. Pavlov) y la etología (K. Lorenz). Los dos últimos, fundadores de la transición entre la genética y la neurobiología, S. Benzer y M. Heisenberg.
  «El maridaje entre tecnología y biología poducirá efectos sorprendentes sobre la recuperación de facultades perdidas»

¿Un futuro de híbridos?

Llegados a este punto podemos hacer un ejercicio de imaginación para intuir lo que puede que sea la neurobiología del futuro. Por cuanto el progreso científico significa arrojar luz sobre lo que no se ve, es imposible predecirlo. Eso es, precisamente, lo que diferencia la industria de la ciencia. Pero los gestores, efímeros en sus cargos, buscan aplicaciones que sean fotografiables. Sin lugar a dudas, ese condicionamiento inevitable (¿hasta cuándo?) es la razón del lento caminar de la ciencia. En todo caso, y a escala mundial, el conocimiento ha crecido a ritmo exponencial durante los dos últimos siglos. Supongamos que ninguna catástrofe mayor interrumpirá esa gráfica.

Desde la perspectiva actual, cabe imaginar un desarrollo rápido y de amplias consecuencias cuando la hoy llamada «inteligencia artificial» produzca híbridos con organismos biológicos. Hoy se ensayan las primeras prótesis sobre humanos ciegos pero, en algún momento, se pasará de los sistemas sensoriales a los centros de integración. Hoy, las prótesis son circuitos integrados pero mañana quizás sean artefactos compuestos de moléculas biológicas procedentes de organismos diversos. A modo de ejemplo inverso, prótesis biológicas sobre instrumentos manufacturados, ya existen detectores químicos de alta especificidad basados en la generación de minivesículas de membrana celular de levadura, en las que se ha insertado un receptor olfativo de humano y acoplado su cadena de señalización a una proteína de medusa que cambia su fluorescencia cuando una sola molécula de receptor es activada por una sola molécula de olor. Esa debilísima emisión de luz es detectada y ampliada por el resto del instrumento hasta permitir la lectura por el operador.

Con la misma lógica, es concebible la implantación dentro de una neurona, o en el entorno de un reducido número de éstas, de un artefacto generador de impulsos de forma crónica o en respuesta a la aparición de un estímulo externo o condición metabólica del individuo. Los primeros casos de implantes de este tipo, aún muy groseros como es lógico, ya permiten a individuos parapléjicos controlar el movimiento de un objeto externo. Es evidente que el maridaje entre la tecnología y la biología producirá efectos sorprendentes sobre la recuperación de facultades perdidas, pero eso es sólo una muestra simple. Efectos mucho más sorprendentes serán aquellos que cambien la forma de funcionar del ­cerebro. Es aquí donde la inteligencia artificial jugará un importante papel si llega a entenderse suficientemente bien con la biología, porque es necesario disponer de un marco teórico que explique sobre en qué lugar del cerebro y qué tipo de modificaciones hay que ejercer para que el resultado final continue siendo un organismo con comportamiento coherente. La selección natural ha venido haciendo ese trabajo a lo largo de millones de años, pero no es posible hacerlo ahora de la misma forma porque tenemos prisa.

En paralelo a los logros tecnobiológicos, es fácilmente previsible que la genética ofrezca cambios igualmente sorprendentes. Uno de ellos será el estudio genético del comportamiento. Konrad Lorenz trató de identificar las unidades de esos procesos, un remedo de lo que Mendel hizo con la fenomenología de los híbridos, pero que no alcanzó el éxito de este último. Hoy ya es posible identificar estas unidades pero con una diferencia esencial con respecto al intento de Lorenz, en lugar de un estudio del comportamiento animal desde el exterior, hacerlo desde el interior. Pasar de la observación a la experimentación. Fabricar animales con modificaciones neurales conocidas para estudiar sus efectos en el comportamiento. En definitiva, hibridar la genética con la neuroetología. No se trata de acuñar nuevos nombres de disciplinas, sino de desarrollar nuevos conceptos. Uno de ellos, a semejanza del código genético y las leyes de Mendel, debe ser el del código de percepción sensorial y las leyes de procesamiento cerebral. Pero, a diferencia del caso de los aminoácidos y el código genético, en la etología aún no sabemos cuales son las unidades que hay que codificar, aunque sí se dispone del equivalente de los nucleótidos, los potenciales de acción. Si esta empresa tiene éxito, las consecuencias serán de extraordinario alcance. La histórica y estéril contraposición entre cerebro y mente dejará de tener sentido. Del mismo modo, conceptos como instinto y comportamiento se fundirán en uno sólo. Aún habrá quien mantenga que «la mente es otra cosa» pero, como la historia ha demostrado en tantas otras ocasiones, el viejo concepto de mente desaparecerá con el tiempo.

Alzando la mirada aún más lejos en el tiempo, al transfuturo, hay que reconocer que los sistemas de regulación de la expresión génica son una asignatura pendiente. Es evidente que están construidos con una lógica no lineal, decimos que configuran una red, en contraposición a una cadena. El problema es que aún no disponemos de un procedimiento matemático para predecir cambios en una red cuando se modifica en una determinada dirección uno de sus componentes, o no lo hemos aplicado eficazmente. Habrá que conseguir aún muchos datos cuantitativos sobre factores de transcripción y estabilidad de moléculas in situ. Conforme ese aspecto de la genética (o como quiera que se llame entonces) progrese, será posible introducir modificaciones controlables en la expresión de genes nativos o importados de otros organismos. Cuando los efectos de esos cambios incluyan la modificación de circuitos neuronales, y por tanto de comportamientos, el resultado será tan sorprendente que nuestros descendientes no aceptarán seguir llamándose Homo sapiens. Habrá nacido el Golem1.

1. Según la mitología hebraica, el Golem es un ser de materia inanimada que, mediante rituales y fórmulas mágicas de los rabinos, se convierte en animado. (Volver al texto)

BIBLIOGRAFÍA
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, N., 1987. The Chomsky Reader. Pantheon Books. Nova York.
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Alberto Ferrús. Instituto Cajal, CSIC, Madrid.
© Mètode, Anuario 2008.

   
© Mètode 2011 - 55. Gen, ética y estética - Contenido disponible solo en versión digital. Otoño 2007

Instituto Cajal, CSIC, Madrid.