La sexualidad en las plantas

Plant sexuality. Plant sexuality is much more complex than we could have imagined The absence of movement prevents individuals of either sex from coming together so their gametes can fuse. Therefore plants have had to resort to different mechanisms, which are sometimes very sophisticated, to succeed in bringing the male and female gametes together, as well as to avoid inbreeding or self-fetilisation.

Las plantas no tuvieron sexo ni sexualidad, al menos para los botánicos, hasta finales del siglo XVII. Curiosamente el hombre sabía desde antiguo que las cosechas mejoraban si con el manejo adecuado de las estructuras reproductivas masculinas y femeninas se propiciaba su encuentro. Así, en el Antiguo Egipto, se cultivaban con preferencia palmeras datileras hembras –las que producían los dátiles– que eran oportunamente macheadas, para lo cual se cortaban las inflorescencias masculinas y se batían sobre las flores femeninas. En la misma época, pero en Grecia y Turquía, se realizaba otro proceso de aproximación productiva de sexos, en este caso en la higuera, la cabrahigadura, consistente en la colocación de sartas de cabrahigos –higos silvestres con flores masculinas– entre las ramas de las higueras domésticas, portadoras sólo de flores femeninas.

Seguramente el agricultor no necesitó reflexionar sobre los motivos de la eficacia de su práctica, sabía que aproximando dos órganos distintos de la misma planta aumentaba la producción de frutos. Por su parte el sesudo científico, necesitado siempre de atar todos los cabos y, con frecuencia, con prejuicios de todo tipo, unos propios, otros de su tiempo, se mostró reacio a encontrar la explicación más lógica a lo que de forma tan sencilla le mostraba la naturaleza.

Es cierto que a lo largo de la historia de la botánica aparecen con frecuencia referencias a plantas machos y hembras, pero todas ellas están relacionadas con las propiedades exteriores de la planta nombrada: belleza, vigor, tamaño, resistencia, color, aroma, etc. Esta distinción nada tenía que ver con los órganos reproductores, ni con el reconocimiento de la existencia de sexos en el reino vegetal, sino más bien con lo que se consideraban características de masculinidad o feminidad. Con frecuencia estas referencias a sexos contrarios se aplicaban a individuos de especies e incluso de géneros distintos, incapaces por tanto de reproducirse entre sí. Éste es el caso del helecho macho –Dryopteris filix-mas (L.) Schott– y el helecho hembra –Athyrium filix-femina (L.) Roth–; y también del abrótano macho –Artemisia abrotanum L.– y el abrótano hembra –Santolina chamecyparissus.

La sexualidad era vista como una acción puramente animal, que respondía a un apetito, a una llamada entre los sexos, por ello sólo podía aparecer entre organismos con sensibilidad, y necesitaba genitura y órganos sexuales para expresarse; todo eso lo tenía el observador, el hombre, pero las plantas carecían de ello, en consecuencia carecían también de sexualidad. Durante siglos los botánicos mantuvieron esta interpretación que nacía de la aceptación de los planteamientos de la filosofía natural y el galenismo; sólo la observación, como en tantas otras ocasiones, los sacó de su error. En la segunda mitad del siglo XVII el uso generalizado de microscopios y su aplicación al estudio de las estructuras vegetales permitió a Marcello Malpighi y a Nehemiah Grew publicar sendos tratados de anatomía vegetal donde describieron minuciosamente todos los órganos de las plantas, incluidos los reproductores. Rudolf Jacob Camerarius realizó experiencias con plantas de su jardín, como ricino (Ricinus communis L.), lúpulo (Humulus lupulus L.) o mercurial (Mercurialis annua L.): eliminó las flores estaminadas antes de la liberación del polen, aisló flores femeninas y realizó polinizaciones manuales. Concluyó que sin la participación del polen no se producían frutos: a él se atribuye el descubrimiento de la sexualidad vegetal. Publicó sus resultados en 1694, pero durante más de tres décadas sus conclusiones fueron acaloradamente criticadas por los botánicos, que no podían aceptar esa proximidad entre animales y plantas.

    Linneo fue un defensor de la función sexual de estambres y pistilos. Argumentó con contundencia en su defensa y, como es sabido, fundamentó en la sexualidad de las plantas su sistema de clasificación de los vegetales, no sin un gran esfuerzo interior que dejó manuscrito hacia 1730: “Dejé de lado las ideas preconcebidas, me convertí en escéptico y lo cuestioné todo; sólo entonces se me abrieron los ojos; sólo entonces vi la verdad.” Aún pasaron cinco años antes de que publicara su propuesta de ordenación de los vegetales en 24 clases, 23 dedicadas a plantas con “nupcias públicas” las conocidas fanerógamas, cada una caracterizada por una combinación concreta de las piezas florales, y una, la última, para todas las plantas de “nupcias clandestinas”, las criptógamas, que al carecer de flores ocultan al ojo del observador inexperto sus estructuras reproductivas.

Huyendo de la endogamia

Algo más de trescientos años han pasado desde los trabajos de Camerarius y en este tiempo se ha profundizado en el conocimiento de los sistemas reproductivos de las plantas y se ha podido comprobar lo complejos que son.

Es sabido que la endogamia produce en pocas generaciones un empobrecimiento de la diversidad genética de la población, una acumulación de taras y la homozigosis de los genes, que limita la capacidad de reacción de los individuos ante cambios del ambiente, por eso no es deseable para ningún organismo y todos han huido de ella desarrollando mecanismos reproductivos más o menos complejos. Una de las acciones más efectivas para evitarla fue la separación de sexos en individuos distintos. Esta estrategia resulta eficaz para los animales, que, en general, son capaces de desplazarse y basan sus relaciones sexuales en el movimiento de los individuos. Los machos y las hembras se buscan y encuentran antes de que sus células reproductoras, los gametos, se fusionen.

A finales del siglo XIX el naturalista Alfred Russel Wallace realizó una de las primeras predicciones basadas en la teoría de la coevolución de insectos y plantas. En Madagascar observó una orquídea (Angraecum sesquipedale Thou.) que presentaba un larguísimo espolón nectarífero. Postuló que su polinizador, que nadie conocía, debía ser una mariposa nocturna con una espiritrompa de, al menos, 25 cm. Décadas después se encontró en Madagascar una nueva subespecie de Xanthopus morgani, esfíngido de distribución indoaustraliana, que efectivamente tenía la espiritrompa esperada. Este vínculo tan estrecho entre plantas e insectos es relativamente frecuente pero puede ser mortal para ambos, ya que la desaparición de uno de ellos condena al otro a la inanición o a la esterilidad. Fotos: Mitsuhiko Imamori

    Las plantas, por su parte, son organismos autótrofos que obtienen la energía de la luz solar, en consecuencia no necesitan desplazarse para obtener alimento y, por ello, perdieron su movilidad hace más de 500 millones de años. Durante mucho tiempo mantuvieron la reproducción sexual ligada al medio acuático, donde eran liberados los gametos flagelados que nadaban hasta encontrarse. Así se conserva aún en algas, musgos y líquenes, pero, cuando las plantas conquistaron el medio terrestre y se separaron definitivamente del agua, en la fase reproductiva tuvieron que transformar, entre otros, los órganos reproductores. Los gametos ya no podían liberarse libremente en un ambiente cada vez más seco, sino que debían quedar albergados en sendas estructuras protectoras: una fija, el primordio seminal, y otra móvil, el polen. Una vez resuelta la protección de los gametos, las plantas también intentaron la separación de sexos en individuos distintos y, en una Tierra sin animales, sólo pudieron confiar al viento la unión de los sexos. El polen flotaba en el aire en busca de un primordio que en pocas ocasiones encontraba.

La estrategia de la dioecia, separación de sexos en individuos distintos, no debió resultar porque poco a poco las plantas fueron agrupando las estructuras reproductivas masculinas y femeninas. Inicialmente en el mismo individuo, así se presentan en la mayoría de las gimnospermas, y después en la misma flor, hasta el 80% de las angiospermas, mientras que entre ellas sólo el 4% son dioicas.

La flor típica es una estructura reproductiva en la que en un reducido espacio se aglutinan numerosos órganos, entre otros los formadores de gametos masculinos y femeninos. La consecuencia es que el polen queda a pocos milímetros del primordio seminal. ¿Por qué, entonces, después de tanto esfuerzo por aunar los dos sexos las plantas no confían la polinización a la gravedad? Por la misma razón por la que los animales separaron los sexos en individuos diferentes: para huir de la endogamia.

Para evitar la autofecundación, que habría comprometido la renovación genética de las especies, las plantas han desarrollado distintas estrategias. Unas intentan evitar la autopolinización mediante el desarrollo de barreras espaciales –hercogamia– entre los órganos masculinos y femeninos de forma que el polen propio no pueda alcanzar el estigma; son conocidos los ejemplos del lino (Linum sp.) o las primaveras (Primula sp.) pero quizá es más fácil observar este fenómeno en la disposición de los conos de los pinos, arriba los femeninos y abajo los masculinos, intentado que el polen de una planta no llegue a sus propios primordios por gravedad. Otras suponen el desarrollo de barreras temporales –dicogamia– de forma que la maduración no coincidente de anteras y estigma evite el autocruce. En unos casos los estambres maduran antes, como en la mayoría de umbelíferas y compuestas, en otros el estigma es receptivo antes de que el polen madure, quizá el ejemplo más sencillo sea la flor del magnolio (Magnolia grandiflora L.).

    Pero, con frecuencia, las plantas suman a estos mecanismos otros bioquímicos que evitan la autofecundación en caso de autopolinización: son los sistemas de incompatibilidad. Funcionan con éxito debido a la capacidad de la flor de reconocer, en el estigma, a su propio polen. En caso de reconocimiento, si la planta es autoincompatible, el grano de polen no llega a germinar o, si lo hace, el tubo polínico no alcanza al primordio seminal y no se produce la autofecundación. Lógicamente este mecanismo es propio de las plantas con flores (angiospermas) que poseen carpelos terminados en estigma, las gimnospermas no presentan mecanismos de incompatibilidad pues los primordios se disponen desnudos. En 1977 Cruden publicó los resultados de su extenso estudio sobre la relación entre el polen y los óvulos que presentan las angiospermas. Encontró que la xenogamia estricta exige a las plantas la producción del orden de 500.000 granos de polen por cada óvulo que desarrollan. Esta cifra supone una cantidad mil veces superior a la producción de polen por óvulo que presentan las plantas con autofecundación estricta. Lógicamente el enorme gasto de energía que supone la formación de tal cantidad de polen debe ser compensado con la diversidad genética que aporta la fecundación cruzada.

Sistemas de polinización

Las primeras gimnospermas aparecieron en la Tierra antes de que lo hicieran los insectos, prácticamente no había animales terrestres y sólo pudieron confiar al viento el transporte del polen. Todas las gimnospermas son anemófilas, como lo son también las angiospermas más primitivas. El viento es efectivamente un agente transportador del polen, pero el transporte es azaroso. La consecuencia es que para garantizar el éxito de la polinización, las plantas anemófilas tienen que producir grandes cantidades de polen; se estima que un solo abedul produce varios miles de millones de granos de polen que darán lugar a sólo unos cientos de semillas.

Las plantas anemófilas organizan sus flores masculinas para que la incidencia del viento sobre el polen sea máxima e incluso el polen se modifica para mantenerse más tiempo suspendido en el aire. Son granos de polen esferoidales o con flotadores los que predominan. También la parte receptora de la flor femenina se transforma para ofrecer la máxima superficie de captación, a modo de radar o antena que se extiende en el aire para capturar los granos de polen que transporta.

Las plantas anemófilas no desarrollan flores llamativas, pero realizan una inversión energética muy grande, seguramente mayor que la de las flores vistosas, ya que el polen está formado principalmente por proteínas, moléculas orgánicas complejas cuya fabricación supone un gran coste. Además, esa inversión con frecuencia es ruinosa, cuando el grano de polen no alcanza el estigma de una flor apropiada, la mayoría de las veces.

Buscando el ahorro y la eficacia, las plantas tuvieron que cambiar de estrategia y encontraron en los insectos unos instrumentos perfectos, y se transformaron en entomófilas. Las plantas con flores aparecieron en la Tierra cuando ya volaban los insectos, hace unos 250 millones de años; con ellos han coevolucionado, ya que son sus principales polinizadores. Es cierto que ciertos mamíferos (murciélagos, musarañas, ratones) actúan como transportadores de polen de algunas familias concretas como proteáceas o mirtáceas. También es cierto que los colibríes han establecido relaciones de polinización con las plantas tropicales. Pero estos casos no dejan de ser excepcionales, pues los insectos son los polinizadores más frecuentes.

La flor ofrece una recompensa y el insecto hace un transporte “de puerta a puerta”. Bien es cierto que eso les supuso una modificación importante tanto de las piezas externas de la flor (cáliz y corola), que debían servir de reclamo y guía para los polinizadores, como de las piezas internas (estambres y pistilos), que debían adoptar una posición adecuada para el intercambio y la recepción del polen. Además, la planta tuvo que ofrecer un cebo al insecto que unas veces es una auténtica recompensa por el trabajo, mientras que otras es sólo un engaño.

Las especies productoras de polen o néctar retribuyen el trabajo con un producto muy rico en energía, con el que el insecto se alimenta y por el que va de flor en flor, día tras día. En cada visita se lleva una cantidad de polen que transporta hasta otra flor. Pero hay especies auténticamente perversas que se mimetizan con formas, colores o aromas y realmente engañan al insecto. Los insectos buscan en ellas algo que no encuentran, pero igualmente quedan impregnados de polen que transportarán hasta la próxima flor-engaño; la planta a cambio no les da absolutamente nada, sólo la desilusión, si pueden padecerla los insectos. Ciertas orquídeas se encuentran entre las más reputadas imitadoras, algunas se disfrazan de hembra de insecto, el macho que la sobrevuela se lanza sobre la flor intentado una cópula que no puede consumar y finalmente abandona en busca de otra oportunidad que, con frecuencia, se presenta en forma de otra flor imitadora, donde se repetirá la escena. En otras ocasiones la flor es semejante a un macho que, al ser visto en su territorio, es atacado con violencia por el macho verdadero; el resultado de la lucha no es otro que un insecto engañado que levanta de nuevo el vuelo llevándose con él el polen que será transportado hasta otro falso enemigo. Pero no sólo con las formas se engaña, a veces es necesario combinarla con colores y olores. Algunas asclepiadáceas de los desiertos sudafricanos producen flores grandes, de superficie carnosa, levemente cubierta de pelo, de color sospechosamente cárneo y de cuyo centro sale un fétido olor a carne podrida; esta combinación de caracteres es suficiente para atraer a las moscas que se alimentan de carne en descomposición, las cuales no encuentran lo que buscan pero sí ejercen de transportadores de polen. La sofisticación de las plantas llega a extremos insospechados en su búsqueda de polinizadores. Las aráceas no sólo pueden imitar el aspecto de la carne podrida, con olor incluido, sino que además son capaces de generar calor en el interior de la inflorescencia de modo que el insecto cree estar entrando en el interior de un cadáver en descomposición; una vez dentro sólo encontrará flores masculinas y femeninas a las que contribuirá a polinizar, sin más recompensa que el engaño.

Algunas plantas terrestres volvieron al medio acuático millones de años después de haberlo abandonado, como resultado de un proceso de reconquista que se ha presentado en diversos grupos de angiospermas. Sin embargo, han mantenido los sistemas de reproducción sexual desarrollados por sus antepasados. Son plantas con anteras que liberan polen y con estigmas que lo reciben. Sólo han tenido que adaptar sus mecanismos de polinización a un medio poco favorable, pues no olvidemos que la polinización apareció como respuesta de la adaptación de la vida vegetal en el medio terrestre. El polen de las plantas acuáticas no se transporta disperso, como el de las anemófilas, sino que queda agregado formando nubes flotantes que alcanzan los estigmas, tanto en inflorescencias situadas en la superficie como en las sumergidas. Hay un caso singular de polinización de plantas acuáticas que, de algún modo, recuerda al encuentro entre animales de sexos contrarios. Se presenta en el género Vallisneria. Las flores masculinas sumergidas son liberadas antes de la apertura de las anteras y ascienden hasta la superficie. Una vez arriba, las flores flotan y son impulsadas por el viento que incide sobre los pétalos y los estambres. Las flores femeninas se mantienen unidas a la planta y quedan justo al nivel de la superficie, donde forman una pequeña depresión en el agua. Cuando la flor masculina cae en la depresión las anteras trasfieren el polen al estigma y se produce la polinización.

Finalmente hay casos de auténtica autopolinización y autofecundación estricta y obligada; se presenta en las flores cleistógamas, las que no llegan a abrirse una vez formadas pero sí son capaces de formar frutos fértiles. Esta estrategia se presenta en algunas plantas colonizadoras o propias de desiertos, donde las posibilidades de encontrar polen de otro individuo son remotas, por la ausencia de polinizadores o por la falta de otros individuos de la misma especie.

Jaime Güemes. Jardín Botánico de la Universitat de València.
© Mètode 30, Verano 2001.

Parnassius apollo, fotografiado en el parque natural del Penyagolosa. Las mariposas son grandes consumidoras de néctar pero su contribución a la polinización es limitada. Con las largas espiritrompas alcanzan el néctar en el fondo de las flores tubulosas sin apenas impregnarse de polen, sus esbeltos cuerpos con frecuencia no rozan las anteras y en las delgadas patas sólo se pegan algunos granos de polen.
Foto: J. Pellicer



Arriba, Ophrys apifera Huds y abajo,

Orchis papilionacea L.
Las orquídeas de la flora mediterránea no son tan espectaculares como las tropicales pero presentan las mismas estrategias que ellas para atraer a los insectos y guiarlos hasta el interior de la flor, donde recibirán los polinios, unas veces a cambio de néctar y otras a cambio sólo del engaño. Fotos: Jaime Güemes

El tamaño de las flores ha ido reduciéndose a lo largo del proceso evolutivo de las plantas, pero las flores pequeñas son poco atractivas y corren el riesgo de pasar desapercibidas ante los polinizadores. Para evitarlo, las flores pequeñas se han agrupado en inflorescencias que actúan como un llamativo reclamo que atrae a los insectos, aunque luego cada una es polinizada y desarrolla el fruto de forma independiente. Foto: J. Güemes

Detalle de la flor del hibisco (Hibiscus sp.), de la familia de las malváceas. Las plantas intentan evitar la autopolinización mediante el desarrollo de barreras espaciales –hercogamia– entre los órganos masculinos y femeninos. Foto: J. Pellicer

Bombus sp. sobre romero. Las abejas y abejorros son los polinizadores más importantes de la flora mediterránea. Sus cuerpos pesados, rechonchos y cubiertos de pelo quedan impregnados de polen cada vez que visitan una flor. Su activo pecoreo se produce con frecuencia entre flores de la misma especie, facilitando el intercambio de polen. Los abejorros tienen potentes piezas bucales que les permiten perforar las corolas de las flores pequeñas en las que no pueden entrar. Esto los convierte en ladrones de néctar, ya que con esta acción ilegítima el abejorro no queda cubierto de polen. Foto: J. Baixeras

Oruga de geométrido sobre Santolina chamaecyparissus L. Las orugas comedoras de flores actúan como polinizadores no especializados. Al igual que cualquier insecto que pasea sobre las flores de una planta, queda impregnada de polen que transfiere a otras flores al moverse sobre ellas. En este caso la planta no ha desarrollado estructuras específicas de recompensa y la polinización le supone un importante gasto energético, ya que la oruga transporta el polen pero se come gran parte de las flores polinizadas antes de que se transformen en frutos.Foto: J. Baixeras

Cistus laurifolius L. Todas las jaras son plantas alógamas, necesitan la participación de polinizadores para poder desarrollar frutos y semillas. Sus flores no producen néctar pero sí grandes cantidades de polen que atrae a numerosos insectos, principalmente escarabajos, abejas y abejorros los cuales además de alimentarse del polen, se impregnan con él en su tránsito por la flor y lo llevan en la siguiente visita. Foto: J. Pellicer

Stapelia hirsuta L. Algunas plantas han desarrollado flores miméticas con características que recuerdan a la carne en descomposición, incluso pueden reproducir el mal olor o el calor. Con este reclamo atraen a las moscas, que, aunque no pueden darse el banquete esperado, sí se llevan una carga de polen que transportan hasta otra flor. Foto: Jaime Güemes



Quercus rotundifolia Lam. Las plantas anemófilas no necesitan desarrollar flores llamativas, ni fabricar recompensas para los polinizadores, sin embargo la formación de cantidades extraordinarias de polen supone una elevada inversión en energía que no se ve recompensada con la eficacia reproductiva, ya que la mayor parte del polen transportado por el viento no alcanza las flores femeninas.Foto: Jaime Güemes

© Mètode 2001 - 30. Sexo para todos - Disponible solo en versión digital. Verano 2001

Jardín Botánico de la Universitat de València.