¿Nacional de quién? No creáis que quiero hacer demagogia: si existe la nación de los españoles ¿les afecta/beneficia/perjudica el Plan? Es legítimo preguntárselo y comenzar por aquí a reflexionar sobre un tema que a los de mi ramo les subyuga. La contraposición Iberia húmeda/Iberia seca, presentada como un dogma, la introdujo el geógrafo Jean Brunhes (1902) entroncando con los regeneracionistas, pero la reforzaron geógrafos o fisiógrafos como Hernández Pacheco o Dantín. El mapa de la tesis sobre el regadío, con una orla que rodea la península Ibérica por poniente y tramontana ha sido reproducido ad nauseam. Sin embargo, nadie se ha preguntado por qué la isohieta de 600 mm y no la de 500 o 450, u otro índice más afinado. Agua sobra/agua falta: corregir la naturaleza El caso es que este mapa y sobre todo esta dicotomía introdujeron una noción de injusticia distributiva entre “españoles húmedos” y “españoles secos”, como si la naturaleza necesitara una medida igualitaria, una ética niveladora. Aplicar criterios morales a la naturaleza es una engañifa, una trampa conceptual. Los políticos acabaron considerando a los almerienses perjudicados (agraviados incluso) por los asturianos, cuando podría haber surgido un “naturalista” que reivindicara la personalidad y la indómita belleza de las tierras áridas y el “derecho” de los paisajes húmedos de continuar estando igual de mojados. El agua que sobra y el agua que falta, aunque parezca fácil señalar los extremos, corresponde a una categoría ideológica o política relativa y no a una mecánica natural. La escasez se corrige espontáneamente con la xerofilia (plantas que soportan/toleran la sequedad relativa, el “desierto”); la superabundancia, con un excedente de biomasa. Correspondencia que podemos extender al mundo animal que, además, suele tener un más fácil recurso a la migración. Exorreísmo, es decir, flujo hacia fuera de la cuenca, se contrapone a endorreísmo o arreísmo, si no salimos de las coordenadas hídricas. Son los humanos los que escapan al determinismo. Aunque han preferido las llanuras húmedas, se han obstinado más de una vez en vivir en el desierto, con la lógica de los nómadas o con la contradicción de los sedentarios. No es igual. Como no es igual una haima que una ciudad de medio millón de habitantes. A veces es necesario forzar la naturaleza y ¿hasta dónde podemos forzarla? Las islas, que tienen límites definidos, nos pueden servir para completar las preguntas. ¿Es necesario igualar Lanzarote y Tenerife? ¿Tienen los mismos “derechos” las plantas y los animales de Fuerteventura y La Palma? ¿Debemos uniformar el paisaje de Formentera y Menorca? ¿Hay que introducir el mismo número de turistas –o de lechugas– por kilómetro cuadrado? Una sociedad desarrollada que ha superado los estadios de la supervivencia presume de entender y atender la problemática medioambiental. Se trata a menudo de un espejismo, porque nunca habían asfaltado tantas hectáreas ni destruido tantos kilómetros de litoral ni contaminado tantos metros cúbicos de acuíferos… La frase hecha impacto ambiental se encuentra en la legislación continuamente. Resulta elegante incluso, pero los choques se multiplican. Ahora, desde hace unos años, hablamos de sostenibilidad y casi siempre lo contraponemos a crecimiento económico. El agua –limpia y sucia– tiene un papel ineludible que hay que aclarar, tanto a escala local como a escala regional, nacional o global. ¿Tiene fronteras el aire? ¿Por qué las debe tener el agua? La propiedad del agua El derecho romano dictaminaba que las aguas superficiales, aquae profluentes, eran comunales, res communis, principio que tendría que haber pesado más en nuestras sociedades medievales o renacentistas, cuando el poder sobre las aguas se afanaba por dirimir las rivalidades. No perdamos de vista la etimología de esta palabra: rivalidad viene de río; los de suso contra los de yuso, que siempre suelen perder, y viceversa. La legislación española de los dos últimos siglos consagró fácticamente los principios de prescripción y concesión en el sentido de que las aguas –le pertenecieran o no– podía disfrutarlas el propietario de la tierra donde nacían o por donde fluían. La ley de aguas de 1879, que asumía el elemento consuetudinario de la de 1866, aplicó un principio de la ley de minas: regalar el agua subterránea o freática a quien la elevaba, la sacaba, como si fuera res nullius. Mientras tanto la Carta Europea del Agua (6 de mayo de 1968) había proclamado que “el agua es un patrimonio común”, sin distinción de superficial y profunda. En efecto, la ley de 1985 – la vigente– lo reconoció, como también la competencia del Estado sobre los recursos hídricos, “el capital”, “los intereses” o usos podían atribuirse a escalas diferentes. En 1980 había entrado en la jurisprudencia la palabra acuífero y su apropiación que contraponía, cada vez más, las codicias privadas y los derechos públicos. En el cambio de milenio ya queda poca gente que no sepa que el agua es un bien escaso (quiere decir que consumimos más de la que tenemos) y que su domino debería ser público, como es el aire. Sé que hay quien se atreve a comerciar con el aire: dicen que en Japón ya han comenzado a venderlo en botellas… En cuanto al agua a menudo oímos decir o argumentar: el agua que nos corresponde –o que nos prometen–/el agua que nos roban. Pero el ciclo del agua no es municipal, ni provincial, ni estatal… es global; las moléculas de este milagroso polímero no llevan marca. En definitiva, nuestra manera de pensar (la mediterránea, la valenciana) está viciada por la cultura del regadío. Los viejos tratadistas se fijaron en una substancial diferencia jurídica: el agua separada de la tierra o el agua ligada a la tierra. En otras palabras, había regantes que podían vender y comprar agua: otros herederos sólo utilizaban la que nacía o corría por sus campos o que se dirigía allí “desde antiguo”. Entre la edad media (y los usos sirios y yemenitas) y la posmodernidad, hay mucha distancia y se han promulgado diversas leyes que más o menos han respetado los derechos adquiridos, al margen de su racionalidad. Y ahora sobreviene la pregunta: ¿el regadío era/es racional? A mi generación nos educaron en una admiración reverencial hacia la agricultura intensiva –lógica fisiocrática– y, todavía más, hacia los regadíos mediterráneos. Encontraréis elogios incondicionales en escritos míos y de mis maestros. Pero el regadío se afana por corregir (o contradecir) la naturaleza: poner unos vegetales fuera de su marco, forzar el crecimiento, extrapolar los periodos vitales para cubrir necesidades alimentarias de un mercado goloso. Las huertas, todos estamos de acuerdo, son una creación cultural, artificial, esplendorosa. No esperéis que proponga su eliminación; ahora bien, llegar a la “canonización” quizá ha sido demasiado, y mantener este modelo y su imagen en el siglo XXI, imposible. La lógica del regadío se debería buscar en la funcionalidad económica, al menos en la sociedad mercantilista actual que formamos, aunque no nos guste. Sin mano de obra “esclava” (familiar, emigrada o similar), la dedicación intensiva, incluso la “industrializada”, parece poco rentable, menos todavía si contamos tierra y agua caras, tratamientos y abonos, semillas sofisticadas, etc. En determinados casos la creación de regadíos ha topado con la falta de profesionales adiestrados: ésta era la explicación oficiosa del estrepitoso fracaso del Plan Badajoz franquista o de otras operaciones parecidas de los años 1950-60. Pero había habido precedentes también dictatoriales, como el del Campo de Cartagena. El canal de la Mancomunidad de la Taibilla, previsto para abastecer el Arsenal de Cartagena, la ciudad y el riego de su campo sediento, al fin y al cabo vino a subvenir el consumo industrial y urbano, mientras que las infraestructuras de regadío nunca llegaron a mojarse. Vayamos más atrás, si hace falta. La acequia de la Font de la Vila de Palma Mallorca tenía caudal urbano, energético (molinos harineros) y proveía en turnos semanales una discreta Horta d’Amunt. Hace más de setenta años que no riega ni un distrito y la huerta ya no es ni recuerdo de lo que era; los “derechos tradicionales” son retórica pura de notario1. Un orden de prioridades Todo lo que hemos visto no hace sino plantear una serie de contradicciones que los responsables de la cosa pública tienen que resolver, como mínimo, fáctica y puntualmente. Para salir del laberinto del agua deberíamos establecer un orden de prioridades válido a escala global. (Por cierto, yo globalizaría el agua, ¡pero gratuita!) Del agua para beber, ahora la llamamos urbana, no creo que nadie discuta la primacía. Potable es una manera de hablar, porque entra el líquido para lavar y lavarse, de asearse, de regar calles y jardines; consumos que llegan a sobrepasar los 200 l/hab/día. Claro que eso tiene poco que ver con “dar de beber al sediento”, una obra de estricta justicia, no de “misericordia” como nos enseñaba el catecismo. Solo en los áridos países de la Biblia y en regímenes despóticos de propiedad podría haberse fraguado este pensamiento. De todas formas, el agua potable/urbana –sobre todo si se separa, como en el Israel moderno– está por delante. La segunda fila ya no es tan obvia. Fácticamente va la industria/energía. Hace medio siglo, en nuestros países, hubiéramos colocado el regadío, por convicción unos, por política otros. Ahora mismo manda la producción de energía que mediatiza más el régimen de uso (hidroeléctricas) que el consumo, notable solamente en la refrigeración. Las industrias consumen y polucionan enormes caudales hídricos que dentro de los cálculos de los economistas son bastante más rentables que los de otros destinos. ¿Justifica eso que dicten ley? Se debería hablar: vaya por delante mi no/duda, a escala mundial. Y a continuación pondríamos la agricultura. Quizá sea un anacronismo, una herencia cultural, una práctica romántica. Otros lo abonarán por el aspecto de cultivo forzado, casi industrial: los invernaderos y sus frutos estandarizados e insulsos. En definitiva, la alimentación es una necesidad primordial y las hortalizas y la fruta forman parte de ella. La cuadrilla de los empresarios del ocio/turismo/residencialismo/construcción –estoy seguro– piensan que sus exigencias de agua deberían ocupar la segunda o la primera fila. Por eso son los partidarios más vociferantes de los transvases, aunque a menudo envían a hacer ruido a los pobres labradores. A corto plazo podría ser que el desmesurado consumo de agua de un campo de golf fuera más rentable que diez hanegadas de lechugas o alcachofas, pero… ¿Y las piscinas privadas y el césped de los chalets y las atracciones de los portaventuras y las terrasmíticas y toda la parafernalia que quieren atraer, justifican inversiones mil millonarias y destrozos medioambientales irreversibles? Para marear aún más la perdiz y huir de las simplificaciones introduciré un elemento más: la defensa del paisaje. Dos ejemplos muy cercanos indican adónde voy a parar, la Albufera de Valencia y el Delta del Ebro, ambos espacios húmedos protegidos. Al ministro del ramo, le hicieron caer en la trampa del enfrentamiento: querer salvar una a costa del otro. Una Albufera más o menos limpia exige del orden de 200 hm3 anuales; ¿de dónde tienen que salir? ¿Del Ebro, cuyo delta, para mantener su paisaje en regresión ya, necesita tres o cuatro veces más excedentes? En términos de naturaleza no son excedentes sino congruentes. Cuando toda el agua que llegaba al mar o pasaba por un aforo era considerada excedente, que “se perdía”, casi no había problemas de prioridad. Ahora somos más, gastamos más e hilamos –o deberíamos hilar– más fino. “El agua se ha convertido en la riqueza económica por excelencia, la soberana riqueza. Es alimento. Es abono. Es fuerza. Es camino.” Lo decía Jean Brunhes hace más de sesenta años. Y de los pobres del mundo ¿quién se acuerda? |
Distribución y extensión de las porciones lluviosa y seca de la Península. Fuente: J. Dantin (1916) inspirado en J. Brunhes (1904): “El mapa de la tesis sobre el regadío, con una orla que rodea la Península por poniente y tramontana, ha sido reproducido ad nauseam.” |