Antropocentrismo y teleología

Como recuerda el filósofo Jesús Mosterín en su último libro Ciencia, filosofía y racionalidad (Gedisa, 2013), el conocimiento humano, el científico incluido, tiende a caer en la tentación de dos vicios que no ayudan precisamente a la hora de comprender el mundo. Es la tendencia antropocentrista y la tendencia teleológica. Según la primera, el pensador se ve a sí mismo en un lugar de privilegio para la observación de la realidad, es decir, más o menos en el centro del mundo. Según la segunda, el pensador cree que la realidad se comprende gracias a cierto propósito cósmico que tira de ella hacia cierto destino. Ninguna de estas creencias se asume en ninguna versión de eso que llamamos el método científico. Al contrario, la ciencia es la manera de comprender el mundo que menos ideología previa necesita. No hay origen ni fin de privilegio en el espacio y en el tiempo. Newton inventó la ciencia con una mecánica de los cuerpos que no depende del observador. Las leyes de la física son inmutables frente a quién, cómo, desde, cuándo, dónde o hacia dónde se mire. Ningún punto del espacio está más cerca del centro del cosmos que cualquier otro punto. La gran conmoción intelectual y el gran éxito científico de Darwin está en que su obra barrió de un plumazo el antropocentrismo y la teleología de la biología: el humano es un ser vivo que no tiene nada de especial, el resto de la materia no existe en su honor y no hay Designio Cósmico que regule su destino. Einstein, por partida doble, con la relatividad especial y con la relatividad general, se apoya en el mismo fundamento: «la física es independiente de cualquier peculiaridad del estado físico del observador».

Es curioso constatar cómo el antropocentrismo y la teleología se han refugiado de nuevo en la física a través del llamado principio antrópico. Según esta idea, «el universo es como es porque existen mentes capaces de preguntarse sobre el mismo». Y aún resulta más inquietante constatar cómo brillantísimos físicos contemporáneos no han resistido la tentación de coquetear con el presunto principio. Antropocentrismo y teleología actúan como un virus que amenaza continuamente al pensador para atacarle en cuanto éste baje un poco la guardia. ¿De dónde proceden estos vicios del pensar? Quizá aniden en la estructura misma del lenguaje. Solo se puede hablar de propósito cuando la mente humana está involucrada no solo como sujeto sino también como objeto de conocimiento (psicología, sociología, política, economía…). Sin embargo el lenguaje nos traiciona cuando hablamos de física o de biología porque no podemos andar entrecomillando y disculpando cada una de nuestras expresiones.

«Antropocentrismo y teleología actúan como un virus que amenaza continuamente al pensador para atacarle en cuanto éste baje un poco la guardia»

Hablemos, por ejemplo, de homologías y convergencias. Una ballena y una musaraña difieren por fuera mucho más de lo que se parecen por dentro. El tamaño de la una es cien millones de veces (!) mayor que el de la otra y la forma aerodinámica del mamífero marino poco tiene que ver con la del terrestre. El ritmo cardíaco de una ballena en pleno esfuerzo no pasa de las veinte pulsaciones por minuto, mientras que el de una musaraña puede alcanzar perfectamente las mil pulsaciones por minuto. La primera puede vivir noventa años, la segunda apenas supera el año de vida (aunque las longevidades se igualan si las medimos por el número de latidos de su propio corazón). Sin embargo, y a pesar de que ambos animales difieren brutalmente en tamaño y en forma, se parecen mucho en su estructura: esqueleto, órganos, sistema circulatorio, sistema nervioso… Si estos dos animales se parecen es por homología, es decir, porque proceden de un ancestro común no demasiado lejano: lo que comparten ya lo compartían antes de que se bifurcaran sus caminos evolutivos.

En cambio, si comparamos la ballena con el mayor de los tiburones, entonces diríamos que no difieren tanto en el tamaño (sólo diez veces menos) ni en su forma aerodinámica (siluetas muy parecidas), aunque sí difieren drásticamente en su estructura. Si estos dos animales se parecen es por convergencia, es decir, comparten una solución adquirida después de que se separasen sus caminos evolutivos para lograr una adaptación a un medio similar. El lenguaje nos ha atrapado de nuevo porque esa partícula para suena a con la idea de o con el propósito de, cuando bien sabemos que no es tal el sentido de la selección natural.

Con cierta licencia literaria podríamos declarar que hay cosas que se parecen porque comparten una historia (homología) y cosas que se parecen porque comparten un destino (convergencia). En biología tal afirmación es un claro abuso del lenguaje pero en las relaciones de los colectivos humanos quizá signifique un enriquecimiento de conceptos.

© Mètode 2014 - 80. La ciencia de la prensa - Invierno 2013/14

Profesor titular del Departamento de Física Fundamental. Universitat de Barcelona.