Persuadir y dominar

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Persuasion and dominating: science, advertising and propaganda.
Science had gained great prestige by the end of the 19th century, thus becoming a resource for promoting a great variety of products: from medicines and objects for domestic consumption to healthy habits, economic doctrines and political ideologies. The interaction of science with other spheres of society –in this case, advertising and propaganda–, fall within the subject of a study concerning new trends within the history of science, technology and medicine

«Es el mejor. La ciencia lo dijo y yo no miento». Este es el eslogan publicitario, creado hacia 1870, de una conocida marca de licor anisado. La famosa etiqueta –no exenta de ironía– muestra un homínido, cuya cara evoca el rostro de Darwin, que proclama, en el marco del debate entre evolucionismo y creacionismo, la bondad de esta bebida alcohólica. Buscando la complicidad del consumidor, apelaba a la infalibilidad y la neutralidad de la ciencia a la hora de asegurar la excelencia de un producto –un destilado químico al fin y al cabo– que había sido fabricado industrialmente: sin duda, la ciencia garantiza su calidad porque, entre otras cosas, descarta cualquier adulteración y previene, en consecuencia, posibles intoxicaciones.

En la sociedad de masas contemporánea, la fabricación industrial ha utilizado como reclamo publicitario la excelencia científica de sus productos en un mercado progresivamente dominado por la competencia. En este contexto, la ciencia parece ser la única instancia que puede generar un conocimiento verídico y, por lo tanto, válido. Este conocimiento, a veces asimilado de manera inconsciente, funciona, por ejemplo, a la hora de justificar las numerosas elecciones que se toman en la vida diaria, cuando un pequeño gesto decide una opción, una marca u otra, un producto u otro, entre un amplio abanico de posibilidades. Los publicistas conocen bastante bien la capacidad ilimitada de persuasión de la ciencia cuando se trata de modificar conductas o cuando se trata de inducir decisiones entre los públicos potenciales. Investir un producto con las envolturas de la ciencia es una técnica muy eficaz. Desde los alimentos a los productos de limpieza, pasando por los cosméticos o los electrodomésticos, no hay nada que no haya sido comprobado científicamente, que no contenga los mejores ingredientes o componentes. La pureza, la perfección, está asegurada.

Más allá de los productos comerciales, las ideas, los regímenes políticos o ciertas conductas también tienen más posibilidades de ser aceptadas si están avaladas por la ciencia. Un gobierno que da a conocer los logros de sus investigadores con tal de afianzar su poder o exaltar sentimientos nacionalistas, las autoridades sanitarias que difunden entre la población la mejor manera de actuar para prevenir enfermedades o protegerse en caso de un ataque nuclear o quienes justifican la organización social vigente con el argumento de que así es como está dado por la naturaleza, aprovechan también la autoridad epistémica de los científicos para conseguir sus propios fines.

 

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Etiqueta de Anís del Mono, que a finales del siglo xix utilizó el eslogan «Es el mejor. La ciencia lo dijo y yo no miento» para promocionar el licor anisado.

«Los publicistas conocen bastante bien la capacidad ilimitada de persuasión de la ciencia cuando se trata de modificar conductas o cuando se trata de inducir decisiones entre los públicos potenciales»

 

 

 

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La autoridad de la ciencia empezó a utilizarse como reclamo publicitario. En estas imágenes, anuncio de Nestlé donde se destaca la recomendación de consumirlo hecha por las «autoridades médicas».
  «La fabricación industrial ha utilizado como reclamo publicitario la excelencia científica de sus productos en un mercado progresivamente dominado por la ciencia»

El dossier que aquí se presenta trata precisamente del uso de argumentos científicos para promover objetos, ideas o sistemas políticos, dentro de lo que hoy denominamos la «publicidad» y la «propaganda», dos campos relativamente independientes, al menos en el ámbito académico, que sin embargo comparten una finalidad fundamental: convencer al otro de que piense o actúe de cierta manera, utilizando para ello las estrategias más diversas.

La palabra publicidad, de tono comercial, alude al conjunto de procedimientos desplegados para favorecer la venta y el consumo de un producto previamente elaborado introduciéndolo en el mercado; el término propaganda, de tono más político, alude a la difusión de una información para embellecer, a menudo de una manera falaz, un determinado programa a los ojos del público en general. En el léxico popular, sin embargo, publicidad y propaganda son términos empleados a veces indistintamente. Así, el «No se admite propaganda», al lado de los buzones de correos, es un curioso rótulo que intenta frenar el alud de hojas y folletos que anuncian todo tipo de productos, desde un nuevo televisor de plasma hasta una oferta de viviendas a precios increíbles. Es una advertencia al publicista por parte del consumidor, que utiliza el término propaganda, a pesar de todo, con una ligera connotación negativa.

La palabra propaganda –literalmente, “lo que debe ser propagado”– es, en realidad, un cultismo procedente del latín medieval. En el marco de las guerras de religión entre protestantes y católicos, el año 1622 se fundó en Roma la Congregatio de Propaganda Fide (Congregación de la propagación de la fe), encargada de la evangelización de los infieles y la conversión de los heréticos velando por la pureza de la fe y promoviendo su difusión por medio de las misiones y, cuando era preciso, de la disciplina social.

Durante la primera mitad del siglo xx, en el marco de la sociedad industrial y la transición sanitaria, los poderes políticos y militares –fascistas o comunistas, totalitarios o democráticos, capitalistas o partidarios de la apropiación colectiva de los medios de producción, etc.– incorporaron, dentro de sus estrategias de dominación, la propaganda para persuadir la población de la bondad inherente a sus medios y finalidades. En el contexto de las dos guerras mundiales, la palabra propaganda pasó a ser sinónimo de manipulación informativa y también de conformación interesada de la opinión pública. Adquirió de esta manera la connotación peyorativa que arrastra en la actualidad.

La publicidad, por su parte, se masificó a finales del siglo xix, con el boom de publicaciones periódicas que inundaron las ciudades europeas y que dedicaban hasta una cuarta parte de su espacio a los anuncios comerciales. La disminución del analfabetismo, los avances en las técnicas de impresión y la caída del precio del papel contribuyeron en esos años al incremento de la oferta de medios de comunicación de masas, que pasaron de ser fundamentalmente órganos del activismo político y económico, a empresas comerciales. Estos medios, así como las etiquetas impresas que envolvían los artículos fabricados en serie por la industria, no sólo convirtieron las formas simbólicas en una mercancía, sino que transformaron al conjunto de los ciudadanos en destinatarios de la palabra impresa y en consumidores potenciales de los productos de los anunciantes.

El prestigio de la ciencia al servicio de la publicidad

Como no podía ser de otra manera, tanto en la promoción propagandística de distintos regímenes como en la promoción comercial de los productos ofrecidos a los consumidores, la ciencia tuvo un papel protagonista. Fue precisamente durante el siglo xix cuando la ciencia comenzó a adquirir el enorme prestigio público del que todavía goza hoy, como saber objetivo, caracterizado por la imparcialidad.

Los científicos, con el fin de consolidar su profesionalización y legitimar su intervención cualificada en todos los ámbitos de la actividad humana mediante la especialización, mostraban una imagen idealizada de sí mismos, en tanto que individuos dedicados exclusivamente a la búsqueda de la verdad, ajenos a todo interés mundano y, por ende, éticamente superiores al resto de personas que integraban la sociedad de su tiempo.

   
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En el siglo xx la prensa y la opinión pública enaltecían la figura de científicos como Albert Einstein o Marie Curie, que se convertían así en verdaderos personajes populares.

«En el contexto de las dos guerras mundiales, la palabra ‘propaganda’ pasó a ser sinónimo de manipulación informativa y de conformación interesada de la opinión pública»

Los investigadores necesitaban del apoyo del público para llevar adelante su trabajo y conseguir financiación, y emprendieron por ello importantes empresas de comunicación, desde las exposiciones universales, museos de ciencia, jardines botánicos, zoológicos y observatorios astronómicos, hasta la publicación de artículos de ciencia, de carácter más o menos divulgativo, en la prensa diaria. La ciencia, por lo demás, también fue objeto de cobertura periodística. Así, mientras la ciudadanía observaba atónita la irrupción de objetos novedosos hechos posibles gracias al ingenio científico –entre otros, el telégrafo y el alumbrado eléctrico–, la prensa encumbraba en la cima de la popularidad a investigadores como Albert Einstein o Marie Curie.

La ciencia se conceptualizó, por tanto, como el camino directo hacia el progreso, y algunos autores han señalado cómo, basándose en su supuesta objetividad, neutralidad política y universalidad, fue reemplazando paulatinamente a la religión como la principal fuerza legitimadora de la estructura social. Ante una fuente tan poderosa de legitimidad y de prestigio, no es de extrañar que anunciantes y políticos recurrieran a ella para sustentar frente a las masas la alta calidad de sus productos entre los muchos que ofrecía el mercado, o para asegurar las bondades de su ideología, tanto por la sensatez de sus doctrinas como por la justicia de sus fines y la necesidad de los medios que propugnaban para alcanzarlos.

El conjunto de artículos que componen este dossier trata de la intersección de la ciencia con el espacio público en dos terrenos muy particulares –la publicidad y la propaganda– que, como hemos dicho ya, han utilizado la ciencia como un arma para la persuasión. El monográfico es uno de los resultados de la IV Escuela Europea de Primavera de Historia de la Ciencia y Popularización, celebrada en Mahón en mayo de 2007, que intentaba explorar la cuestión desde la perspectiva de la historia.

En los últimos años, los historiadores de la ciencia y de la medicina se han interesado no ya sólo por el desarrollo interno de las teorías científicas, sino por el papel que ocupa la ciencia en el contexto en el cual se desarrolla, así como por las interacciones que mantiene con diversas esferas de la vida social. Siguiendo esta nueva tendencia, la relación de la ciencia con diferentes públicos ha constituido uno de los ejes principales, dentro del cual se incluye el estudio de la retórica en la argumentación científica, la imagen pública de la ciencia y la variedad de discursos de los investigadores dependiendo de la audiencia a la que se dirigen. La instrumentalización de la tecnociencia con fines políticos y comerciales se cuenta dentro de este nuevo conjunto de temas abordados por los historiadores, como lo demuestran los artículos que componen este dossier.

Los estudios de caso que presentamos abarcan desde el siglo xix hasta mediados del siglo xx, e incluyen asuntos tan variados como el papel de los científicos como expertos en la definición de las campañas sanitarias o de la protección civil o el surgimiento del marketing farmacéutico sustentado en el prestigio de la ciencia.

La publicidad era utilizada para promover la higiene entre los trabajadores, un tema del que se ocupa específicamente Enrique Perdiguero en su artículo sobre las campañas sanitarias españolas de principios del siglo xx y el papel de los profesionales en éstas. Perdiguero sigue la pista a carteles, películas y emisiones radiofónicas encaminados a modificar la conducta de la población en aras de mejorar la salud pública, sobre todo en las campañas contra las enfermedades venéreas y en las relativas a la crianza de los recién nacidos.

El artículo de Melissa Smith habla también de campañas encaminadas a ilustrar a la población sobre el cuidado de su salud, pero esta vez dirigidas a informar sobre cómo había que reaccionar ante un eventual ataque nuclear contra Inglaterra. Smith aborda los múltiples factores que incidieron en la elaboración de los panfletos que proveían de información supuestamente surgida sólo del dictamen de los científicos, pero en cuya elaboración influyeron también factores económicos, políticos y de estrategia militar. Smith explica además cómo la fabricación de una bomba de hidrógeno se percibía como fundamental para el prestigio científico de Inglaterra durante la Guerra Fría, y arroja luces muy interesantes sobre las diferentes lecturas que se pueden dar a un mismo discurso, ya que, en los programas de defensa civil de la época, no era tan importante cómo eran las cosas sino lo que parecían ser; y sus objetivos no eran tanto proteger a la ciudadanía como infundirle confianza en su gobierno.

El papel del gobierno cobra aún más relevancia en el artículo de Mark Walker, dedicado a la relación entre ciencia y propaganda en los diferentes regímenes políticos alemanes durante buena parte del siglo xx, incluyendo el nazismo. Walker explica la manera en que las diferentes circunstancias políticas afectaron a la evolución de la actividad científica en Alemania, el papel político que representaron los investigadores y su relación con distintas posiciones ideológicas, entre otras cosas. En el régimen nazi la ciencia tenía una función subsidiaria al servicio del poder; podía llegar hasta el absurdo de condenar a los autores –y a sus obras– que, por motivos de raza o de ideología, eran considerados indeseables.

De un artículo específico sobre la propaganda pasamos finalmente a otro que trata específicamente sobre la publicidad, en concreto sobre la historia de la compañía farmacéutica Burroughs Wellcome & Co. y sobre cómo ésta utilizó la investigación científica como reclamo publicitario. Tilli Tansey reconstruye los primeros años de la compañía y cómo se idearon técnicas de promoción de los productos, entonces novedosas pero que hoy son comunes en todas las empresas farmacéuticas: la visita personal a los profesionales sanitarios, la fabricación de objetos promocionales y el prestigio adquirido a partir de la difusión pública de los componentes de los productos farmacéuticos, lo que en el momento del nacimiento de la compañía, a finales del siglo xix, no era obligado por la ley.

Como ha podido comprobar cualquiera que encienda el televisor y observe a dentistas, pediatras y todo tipo de «científicos» de bata blanca anunciando los artículos más variados; o como bien se nota en las declaraciones de los políticos que presentan los avances científicos como logros del gobierno de turno, el uso de la ciencia en la publicidad y la propaganda es un tema absolutamente vigente. Es cierto que la ciencia no se acepta de manera indiscriminada, y constantemente se escuchan argumentos en contra de nuevas tecnologías de reproducción asistida, de la generación de energía eléctrica en centrales nucleares o de los organismos modificados genéticamente, pero también es constante la apelación a la autoridad de la ciencia como la mejor manera para resolver las controversias más enconadas. Mientras tanto, se invierten cantidades enormes de dinero en investigación, se habla de que el futuro está en la sociedad del conocimiento, íntimamente relacionada con el desarrollo científico y tecnológico, y las empresas basadas en la biotecnología proliferan en bolsa.

El papel de la ciencia y la tecnología en las sociedades occidentales está también cada vez más sujeto a los debates públicos, y en ellos el conocimiento de la historia puede resultar esclarecedor. Como dijo el protagonista del famoso libro de Bernhard Schlinck, El lector, «ser historiador significa tender puentes entre el pasado y el presente, observar ambas orillas y tomar parte activa en ambas». La historia tiene que ver con el momento actual en la medida en que muestra que el estado de las cosas no ha sido fruto de la necesidad sino de la confluencia de múltiples circunstancias, lo que también implica que el futuro puede ser dirigido mediante acciones específicas. El monográfico que se presenta aspira precisamente a hacer llegar a los lectores de Mètode, interesados en la ciencia contemporánea, parte del conocimiento generado por los historiadores, que difícilmente alcanza los círculos no especializados y que creemos que puede resultar útil para comprender el mundo actual.

Matiana González y Àlvar Martínez. Centre d’Història de la Ciència (CEHIC), Universitat Autònoma de Barcelona.
© Mètode, Anuario 2009.

 

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Actualmente es común encontrar argumentaciones científicas para publicitar productos y sus beneficios. La figura del científico también es un recurso muy utilizado como voz de autoridad para promocionar productos.
Hagan click en la imagen para verla con más detalle.

«Es constante la apelación a la autoridad de la ciencia como la mejor manera para resolver las controversias más enconadas»

© Mètode 2011 - 59. Comprobado científicamente - Número 59. Otoño 2008