Baroja y la ciencia

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37-78M. Pentinat
Estatua dedicada a Pío Baroja en Madrid. El novelista empezó la carrera de medicina en Madrid. Tras un periodo en Valencia, volvió a la capital española para doctorarse con una tesis sobre el dolor.

Vamos hacia un tiempo en que cada uno pueda viajar en automóvil, en que por la facilidad de transportar la fuerza motriz a distancia, cada uno pueda convertir su casa en taller… Vamos al máximum de libertad compatible con el orden, al mínimum de intervención del Estado en los intereses del individuo. Y esto se lo debemos a la ciencia, no a la democracia. La ciencia es más revolucionaria que todas las leyes y decretos inventados e inventables. La máquina que funciona da más ideas que todos los libros de los sociólogos…
Azorín, La voluntad, 19021

Doctor Baroja

La mayoria de la gente que visitó la exposición;«Caligrafías de la enfermedad: letra de médico»2 se sorprendió al ver entre las piezas expuestas en las vitrinas una copia del expediente académico de Pío Baroja (1872-1956) que se conserva en el Archivo de la Universidad de Valencia. Este Baroja, se preguntaban confusos los asistentes, ¿es Baroja? ¿El que yo creo? En efecto, pudo responderles algún visitante informado, antes de dedicarse a la literatura, el autor de El árbol de la ciencia fue médico. De hecho, pudo haber añadido un barojiano que pasara por allí en ese momento, Baroja empezó la carrera de medicina en Madrid en 1887 y, tras su paso por Valencia, donde obtuvo la licenciatura en 1893, regresó de nuevo a la capital para doctorarse con una tesis titulada El dolor: estudio de psico-física, defendida en 1894 ante un tribunal entre cuyos miembros figuraba Santiago Ramón y Cajal.

Pero, habiendo sido un estudiante sin vocación, con serios problemas para terminar la carrera (vino de Madrid a Valencia precisamente por eso, porque allí no había manera de aprobar según qué asignaturas), no es nada extraño que no quisiera dedicarse al ejercicio de la medicina, pues lo que a él de verdad le gustaba era escribir (aunque en esos momentos no pudiera vivir de ello, como les sucedió en sus inicios a todos los miembros de la luego famosa «Generación del 98»). Es más, la única experiencia profesional que tuvo, el trabajo durante unos meses como médico sustituto en Cestona (episodio reflejado en su novela autobiográfica de 1911, El árbol de la ciencia, a través de la figura de su protagonista, Andrés Hurtado, y de su visita a la imaginaria localidad castellana de Alcolea del Campo), no solo le convenció de su incompatibilidad con el oficio de sanar, sino que le dejó –igual que sus años como estudiante en la triste universidad española de finales del siglo xix– un regusto muy amargo que siempre tuvo presente cuando, años después, y en diferentes pasajes de sus obras, recordó su etapa como estudiante y aquella breve temporada como facultativo de pueblo.

La herencia familiar

Apoyándose precisamente en estas opiniones expresadas en sus memorias y en otros escritos de signo autobiográfico, parte de la crítica ha subrayado la ambigüedad de la actitud hacia la ciencia mostrada por Baroja a lo largo de su vida. Sin embargo, lo cierto es que, si se analizan las reflexiones barojianas sobre la ciencia, se comprueba que la percepción que de ella y de su «función social» tuvo el escritor fue francamente positiva. Y es que, a pesar de su nula vocación médica, durante esos años de convivencia forzosa con la ciencia, el joven Baroja estudiante se formó en algunas convicciones de las que ya no se quiso deshacer posteriormente. En este sentido, y como ha escrito José-Carlos Mainer, el hecho de que buena parte de la ideología barojiana deba entenderse en el contexto finisecular de la reacción contra el positivismo científico no niega que nuestro autor heredase de esos estudios de medicina una parte importante de su concepción materialista y agnóstica de la vida. Tal vez por esto, concluye Mainer, «la unión inextricable de racionalismo materialista y de idealismo filosófico, aliada a un cierto fatalismo vital y al repudio de cualquier consuelo religioso, constituyó el fundamento más inalterable de su visión del mundo» (Mainer, 1997: 15). 

Por otro lado, no hay que olvidar tampoco que ese contacto juvenil con la ciencia despertó en el futuro novelista una permanente curiosidad por los temas científicos, como demuestra la cantidad de libros sobre esas disciplinas que leyó y las constantes referencias a ese tipo de lecturas que impregnan las páginas de su obra. Es más, el propio Baroja defendió siempre que, si a algo le tuvo un respeto incondicional durante su vida, fue justamente a la ciencia y a lo que esta representaba para él. Por eso, cuando se le acusaba –como hizo Miguel de Unamuno en una ocasión– de hablar sobre cuestiones científicas sin saber nada del tema, nuestro autor respondía de forma tajante, como hace en un capítulo de sus memorias en el que va respondiendo una a una a todas las críticas que le hicieron sus coetáneos:

El artículo [se refiere Baroja a un artículo de prensa en el que se le criticaba] termina diciendo:

«Y Unamuno era mordaz: “Cuando pronuncia conferencias, Baroja se empeña en hablar de lo que no sabe: de astronomía, de metafísica, de matemáticas.”»
Esto de hablar de lo que no entendía era muy privativo de Unamuno. Yo siempre he creído en la ciencia y en los científicos; él era el que no creía en ellos, y suponía, con una ciencia escasa y a veces nula, que él sabía de todo.
¿Quién me puede acusar a mí de que yo no he tenido respeto por la ciencia y por los científicos? Es el máximo respeto que he tenido.
Baroja, 1997: 281

Además, a esto se añade un hecho importante como es la herencia familiar de Baroja en relación con este interés por la ciencia. Como escribió Julio Caro Baroja en el capítulo «Hombres de ciencia» de sus conocidas memorias familiares, dedicado a explicar la relación que la familia Baroja siempre mantuvo con científicos e investigadores españoles, el ambiente familiar en el que se crió el novelista no fue ajeno al tema científico. «En mi casa, casa de artistas –dice Caro Baroja–, siempre ha habido un gran entusiasmo por la ciencia» (Caro Baroja, 2011: 223). O como ha escrito un biógrafo al hablar de su hermano, el pintor y grabador Ricardo Baroja, «su fe en la ciencia era un aje familiar que venía del padre y que también padeció Pío» (Gil Bera, 2001: 49). De estas opiniones se deduce que, efectivamente, la afición de Serafín Baroja (padre del escritor) por todo lo relacionado con la ciencia y las visitas de los «hombres de ciencia» del Madrid de principios de siglo al domicilio familiar contribuyeron de alguna forma a acrecentar la curiosidad de nuestro autor por la ciencia, si no como una disciplina académica que le resultaba pesada de estudiar, sí como un mundo fascinante que poder explorar a partir de sus propias lecturas. Más que la práctica en sí de la medicina o de la ciencia, lo que a Baroja le interesaba eran las teorías científicas y ver cómo todas esas leyes podían ser aplicadas a la filosofía y a la moral, a la vida cotidiana de una sociedad.

 

«El contacto juvenil con la ciencia despertó en el futuro novelista una permanente curiosidad por los temas científicos»

34-78MNAC – Museo Nacional de Arte de Cataluña
Retrato de Pío Baroja realizado por Ramon Casas y conservado en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (Barcelona). El escritor fue un convencido de la bondad de la investigación científica y, sobre todo, de la importancia de darle una aplicación práctica y visible que ayudara a incrementar el bienestar del individuo.

 

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Retrato de Miguel de Unamuno realizado por Ramon Casas y conservado en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (Barcelona). Unamuno acusó a Pío Baroja de hablar de lo que no sabía cuando trataba temas relacionados con la ciencia.

  «Lo que a Baroja le interesaba eran las teorías científicas y ver cómo todas esas leyes podían ser aplicadas a la filosofía y a la moral»

A la revolución por la ciencia

Al hablar de la misión que la ciencia debía tener en la España y la Europa de su tiempo, Baroja fue siempre muy claro. En su ensayo Las ideas disolventes hace un interesante diagnóstico sobre la situación de la ciencia en el país y afirma que en España no ha existido un progreso científico y que, como consecuencia de ello, todavía imperan aquí las ideas tradicionales. Es necesario que haya una revolución y una labor de crítica realizada por todos aquellos que apuestan por derribar los viejos dogmas y esquemas. La única manera de renovar el triste ambiente intelectual de la época es logrando que cada español haga autocrítica y se convenza de la necesidad de propagar nuevas ideas que socaven la vieja conciencia de un país en declive. De este arrasar con todo lo rancio, dice Baroja, solo debe salvarse esa realidad indestructible que es la ciencia, convertida en el pilar a partir del cual hay que construir una nueva sociedad:

España no hemos tenido una filosofía revolucionaria porque no hemos tenido ciencia. La revolución va tan unida a todo progreso científico, intelectual y material, que únicamente en los países en donde se elabora filosofía y ciencia pueden nacer ideas renovadoras.
En España, la labor más revolucionaria, más útil para la emancipación del pensamiento, es la labor de crítica.
Hay que producir en cada español una intranquilidad, un instinto de examen, un anhelo, aunque sea inconcreto, de algo mejor.
Hay que disociar todas las ideas del ambiente; las ideas nuevas se nutren con los restos de las ideas tradicionales.
Algunas gentes temen lo que llaman ideas disolventes. ¿Por qué? Gracias a las ideas disolventes, la humanidad marcha. Gracias a las ideas disolventes, el hombre vive hoy mejor que ayer. Todos los hombres tenemos nuestro tesoro que nadie puede arrebatarnos; este tesoro es la ciencia; ella hace que nuestra vida sea mejor, que nuestro hijo no enferme por viruela, que llegue a ser curado si está enfermo de difteria.
No hay anarquismo que disuelva la ciencia, no hay anarquismo que pueda nada contra un teorema.
Que las ideas disolventes nos demuestran que el rey es igual al cargador, y que el fetiche, adornado con coronas y perlas de nuestras iglesias y de nuestras ermitas, no puede nada contra el rayo o contra la peste.
Mejor, una mentira menos.
Sí; no hay miedo de que las ideas disolventes nos pierdan.
¡Disolved, amigos! ¡Disolved!
Baroja, 1999a: 264

Este interés por impregnar a lo científico de un sentido revolucionario es muy característico de la visión barojiana de la ciencia, como parte de su oposición a todo lo que representa la tradición y el orden establecido. En 1910, e invitado por el Ateneo de Valencia, Baroja pronunció una conferencia en la que, además de atacar el dogmatismo de la Iglesia católica y su deseo de «matar el pensamiento ajeno», habló de la ciencia como de una construcción humana fuera de toda impureza, con un potencial fundamentalmente subversivo y una función social casi mesiánica. La mejor forma de luchar contra el pasado y de plantar cara al poder omnímodo del clero español era, según el novelista, el empleo catártico de la ciencia y de ese espíritu purificador que solo ella posee. La historia es el pasado; el futuro solo nos lo puede dar la ciencia:

Hay dos grandes construcciones en la humanidad: la historia y la ciencia. La historia es como el río, tan pronto claro, tan pronto turbio, que viene de la oscuridad de la vida pasada; la ciencia no, la ciencia es la luz, es la claridad, está fuera del tiempo, fuera de toda impureza.
La historia recoge las alegrías y las tristezas del pasado; la ciencia produce las claridades del porvenir.
Un partido debe ser necesariamente antihistórico y antitradicionalista; debe ser esencialmente científico y positivo.
La ciencia es como una antorcha radiante que ilumina los nuevos caminos de la humanidad; hoy, tras el sabio no marcha el sacerdote, ni marcha el guerrero; marcha junto a él, a veces delante de él, el revolucionario.
Debéis tener en cuenta que al esparcir el espíritu revolucionario esparcís el espíritu científico.
Baroja, 1999b: 1202-1203

En otro ensayo titulado «La labor común», en el que explica la que, según él, debía ser la función de los intelectuales de su generación, vuelve una vez más a esa idea de renovación que ya hemos visto e insiste en que, si hay algo que no es capaz de sobrevivir a la disolución que toda crisis conlleva es porque no tiene la suficiente fuerza, porque no está destinado a pervivir:

En todos los países, y lo mismo en España, salen de cuando en cuando algunos minúsculos moralistas, pesados y graves, que, haciendo gala de un aristocratismo banal, nos vienen diciendo: «Ya basta de crítica, basta de destrucción. Hay que conservar, hay que crear.»
¿Conservar qué? ¿El privilegio? ¿La barbarie? ¿El prestigio de cuatro desdichados? No. Esto es una ridiculez. No hay que conservar nada; hay que destruir.
La gran construcción de la humanidad, la ciencia, en nada peligra con las ideas que se llaman disolventes.
Lo que se bambolea en presencia de la verdad es porque está llamado a desaparecer
Baroja, 1999a: 235

A este valor inmutable de la ciencia, Baroja añadirá otro: el de su capacidad para mejorar el bienestar de la sociedad, especialmente de aquellos elementos más débiles. Lo repetirá en varios de sus escritos y lo intentará demostrar a través de algunos de los personajes de sus novelas, como es el caso de Andrés Hurtado, protagonista de El árbol de la ciencia, y de su experiencia como médico de higiene para las prostitutas de los barrios más humildes de Madrid. 

Quizá la primera formulación de esta creencia barojiana la encontramos en un texto primerizo, correspondiente a la breve etapa del Baroja regeneracionista. Me refiero al conocido como «Manifiesto de los tres», firmado por Baroja, José Martínez Ruiz (antes de llamarse «Azorín») y Ramiro de Maeztu –integrantes del llamado «Grupo de los tres»– en 1901, durante los años en que estos jóvenes empiezan a publicar sus obras y obtienen los primeros reconocimientos dentro de la intelectualidad española y del mundo editorial de la época. En esta especie de alegato o llamamiento al despertar del país de su situación de letargo, los autores emplean un lenguaje regeneracionista para denunciar «la inmoralidad de nuestra vida pública» y la «bancarrota de los dogmas» a la que asiste España. Una de las medidas para la «generación de un nuevo estado social en España» propuestas por los tres intelectuales es aplicar la ciencia social a las miserias de la vida española, con el ánimo de resolver sus problemas:

Aplicar los conocimientos de la ciencia en general a todas las llagas sociales, unas comunes a todos los países, otras peculiares a España, es nuestro deseo. Poner al descubierto las miserias de la gente del campo, las dificultades y tristezas de la vida de millares de hambrientos, los horrores de la prostitución y del alcoholismo; señalar la necesidad de la enseñanza obligatoria, de la función de las cajas de crédito agrícola, de la implantación del divorcio, como consecuencia de la ley del matrimonio civil.
Y después de esto llevar a la vida las soluciones halladas, no por nosotros, sino por la ciencia experimental, deteniéndonos oportunamente allá donde ella se detenga, pero con las soluciones encontradas, no mostrarlas fríamente, sino propagarlas con entusiasmo, defenderlas con la palabra y con la pluma hasta producir un movimiento de opinión que pueda influir en los gobiernos y despierte las iniciativas particulares para aquellas soluciones en que por fortuna se pueda prescindir del Estado.
Gómez de la Serna, 1957: 129

Como vemos, Baroja fue un convencido de la bondad de la investigación científica y, sobre todo, de la importancia de darle una aplicación práctica y visible que ayudara a incrementar el bienestar del individuo en todas las esferas de la vida. También en 1910 pronunció una conferencia en el Ateneo de Barcelona (luego publicada con el título Divagaciones acerca de Barcelona) en la que quiso dedicar unas palabras a exponer su opinión sobre lo que él consideraba que era la ciencia y sobre la misión que debía cumplir. Para Baroja, la ventaja fundamental de la ciencia es que, a diferencia del resto de creaciones del hombre, esta no admite dudas sobre su veracidad, sobre su validez; por eso, concluía el escritor, si en algo puede creer ciegamente el individuo es precisamente en ella, en la ciencia: «En la esfera religiosa, en la esfera moral, en lo social, todo puede ser mentira; nuestras verdades filosóficas y éticas pueden ser imaginaciones de una humanidad de cerebro enloquecido. La única verdad, la única seguridad es la de la ciencia, y a ésa tenemos que ir con una fe de ojos abiertos» (Baroja, 1999c: 914-915).

Un «hombre de ciencia»

De este rápido repaso a la relación que el novelista vasco mantuvo con la ciencia se puede extraer una conclusión clara: a pesar de haber estudiado Medicina –llegando incluso a doctorarse– sin ningún tipo de afición, y de no haber ejercido apenas como médico profesional por falta de la vocación necesaria (de esa vocación que sí que sintió desde muy joven por la literatura), Baroja fue siempre un gran lector de libros relacionados con el tema científico y un defensor de la ciencia como el único conocimiento objetivo capaz de solucionar el secular problema de la modernización
de España. Como he intentado demostrar, un análisis mínimamente riguroso del pensamiento barojiano sobre lo científico revela el respeto que nuestro autor sintió por la ciencia como instrumento útil para el aumento de la felicidad y el bienestar del individuo, ya fuera a través de la investigación médica, o ya fuera mediante cualquier otra aplicación práctica que contribuyera a la transformación de una sociedad española que a finales del siglo xix y principios del siglo xx atraviesa una profunda y preocupante crisis de valores. Por todo esto, y pese a ser más conocido por todos como uno de los mejores escritores que ha dado la literatura española, creador de ficciones literarias de primer nivel, no creo faltar a la verdad si digo que, además de un extraordinario novelista, Baroja fue también –y estoy convencido de que así se consideró él mismo– un amante de la verdad por encima de todo: un auténtico «hombre de ciencia». 

1. Palabras pronunciadas por el personaje de Olaiz (trasunto biográfico de Pío Baroja) en un diálogo de la novela. (Volver al texto)
2. La muestra, organizada por el Instituto de Historia de la Medicina y de la Ciencia (IHMC) López Piñero (Universitat de València – CSIC) y comisariada por el profesor Ricard Huerta, estuvo expuesta entre el 11 de septiembre y el 9 de noviembre del pasado año en el palau de Cerveró, sede del IHMC. (Volver al texto)

Bibliografia
Azorín, 2012. «Semblanza biográfica de Pío Baroja en La Voluntad». In Fuster García, F. (ed.), 2012. Ante Baroja (1900-1960). Publicaciones de la Universidad de Alicante. Alicante.
Baroja, P., 1997. Desde la última vuelta del camino. Obras Completas, vol. I. Galaxia Gutenberg. Barcelona.
Baroja, P., 1999a. Nuevo tablado de Arlequín. Obras Completas, vol. xiii. Galaxia Gutenberg. Barcelona.
Baroja, P., 1999b. Alocución en Valencia. Obras Completas, vol. xiv. Galaxia Gutenberg. Barcelona.
Baroja, P., 1999c. Divagaciones apasionadas. Obras Completas, vol. xiii. Galaxia Gutenberg. Barcelona.
Caro Baroja, J., 2011. Los Baroja: memorias familiares. RBA Libros. Barcelona.
Gil Bera, E., 2001. Baroja o el miedo. Península. Barcelona.
Gómez de la Serna, R., 1957. Azorín. Losada. Buenos Aires.
Mainer, J. C., 1997. «La sustancia barojiana». In Baroja, P., 1997. Obras Completas, vol. I. Galaxia Gutenberg. Barcelona.

Francisco Fuster García. Becario de investigación del departamento de Historia Contemporánea. Universitat de València.
© Mètode 78, Verano 2013.

 

«Además de un extraordinario novelista, Baroja fue también un amante de la verdad por encima de todo: un auténtico “hombre de ciencia”»

© Mètode 2013 - 78. La luz de la evolución - Verano 2013

Becario de investigación del departamento de Historia Contemporánea. Universitat de València.

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