Del paisaje de la defensa a la defensa de un paisaje

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Al otro extremo de la sierra de Irta, a unos cinco quilómetros de Peñíscola, la torre del Almadum, del 1554 (Peñíscola, Baix Maestrat).
Foto: Josep Vicent Boira 
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Torre de El Gerro o de L’Aigua Dolça (Denia, Marina Septentrional). Una de las torres más bellas de la costa valenciana, reforzada por un cuerpo macizo inferior que le da un aspecto peculiar. 
Foto: Josep Vicent Boira  

El litoral es seguramente la porción del territorio valenciano que más ha cambiado en las últimas décadas. Y no solamente desde el punto de vista estético, aparente –que también y mucho–, sino también por lo que se refiere al imaginario colectivo. Aún bien entrado el siglo xx, la percepción de las tierras litorales valencianas no se diferenciaría demasiado de aquella que rezumaba de los libros militares de principios del siglo xviii: “…porque las marinas, aunque hacen en alguna manera fuerte al reino o provincia, también le hacen fácil a ser abordadas por armas de mar y tienen en mucha suspensión al defensor porque no sabe a donde va a acudir la tal armada”. Solamente así se entiende por qué los memoriales de aquella época hablaban de “desiertos” de vida en el litoral valenciano: “las deziséys leguas de desierto que ay desde Alicante a Cartagena” o “aquel desierto que ay desde Castellón hasta Peñíscola”, apreciaciones muy distantes de la percepción actual de estas porciones de costa.

Más allá de la causa concreta del peligro –antes los corsarios, hace unas decenas de años las enfermedades, la tierra pedregosa o poco fértil de las calas, acantilados ciénagas y marjales–, la doble consideración de esperanza y de amenaza, de riqueza y de peligro se había resuelto, hasta hace pocas décadas, a favor de los primeros elementos del binomio.

Fruto de esta percepción, nacida por otra parte de experiencias muy reales, se emprendieron determinadas intervenciones humanas sobre el medio litoral que tendían a reducir aquel peligro. Una de estas condujo a dibujar un paisaje prototípico circunmediterráneo –no sólo valenciano–: lo que podemos denominar el paisaje de la defensa, las torres de vigilancia a la orilla del mar.

Alguien ha definido el paisaje como el inventario de las acciones humanas sobre el espacio. Desde este punto de vista, la más antigua intervención humana sobre el litoral valenciano en su conjunto y en cuanto a tal, se puede considerar la creación de un sistema general de defensa, asentado sobre el conocimiento de las características físicas del medio costero y destinado a alterar las condiciones naturales adversas para el hombre, hasta reducirlas a un carácter de condiciones aceptables, subordinadas y, por fin, plenamente dominadas. Y esto pasó a mediados del siglo xvi, cuando comenzaba a pensarse que el arte podía dominar la naturaleza.

Pero para intervenir sobre el territorio, era necesario primero conocerlo. Y eso fue lo que hicieron algunos ingenieros y oficiales de Felipe II. Es muy posible que, por primera vez, uno de aquellos hombres se diera cuenta de la presencia de diferentes unidades paisajísticas en el litoral valenciano: playas largas, abiertas, de arena fina, calas sombrías cerradas por acantilados arborizados y altas escarpaduras, marjales y ciénagas impracticables… Y de este (re)conocimiento y de la aplicación subsiguiente de la arquitectura, de la ingeniería y del arte de la guerra surgieron memoriales de actuaciones.

Y de hecho, la presencia de una torre sobre un altozano, sobre un cabo, a la orilla de un río, en medio de una playa o sobre un acantilado, puede ser leída por el observador contemporáneo no sólo como el fruto de una etapa histórica especialmente agitada o como un elemento más del patrimonio artístico, sino como la clave de interpretación del paisaje físico que lo rodea. La presencia de una torre nunca es gratuita, ni caprichosa. En este caso, la geografía llega a ser determinante. O casi, porque para poder redondearlo todo, tendríamos que imaginar la situación histórica de un país dividido por una frontera interior que marcaba la presencia de bolsas de población morisca en amplias zonas interiores.

Giovanni Baptista Antonelli, en 1563, y Juan de Acuña, en 1585, entre otros, leyeron el litoral valenciano a la luz de la situación de aquel tiempo. Lo observaron, seguro, por primera vez en su conjunto, como una unidad, pero también como la suma de diferentes paisajes locales. Como conjunto, lo juzgaron peligroso, difícil, pero estratégico (“porque no es defender el reyno desamparar los lugares de la marina”). Y de hecho, ellos, y otros como ellos, propusieron un sistema de defensa global, jerarquizado. Tal vez por aquellos tiempos, excepto la Generalidad y las Cortes, ya poco eficaces, fuese este sistema defensivo la única estructura administrativa que, del Sénia hasta un poco más allá del Segura, cobijara todo el reino bajo una misma bandera: en este caso, bajo la de los escudos de los Habsburgo (sub umbra tuarum alarum protegem, se puede leer debajo del águila bicéfala que protege el escudo de las cuatro barras en la torre de El Gerro de Denia).

Pero, también por primera vez, la lectura del paisaje se hace también detallada y minuciosa. En una peripecia de la historia, los informes hablan mal de zonas ahora saturadas por un turismo depredador y anhelante de aquel mismo paisaje que en aquellos se rechazaba. Del sur del país, los memoriales dicen: “se ha de advertir que toda la costa desde el mojón de entre los reynos de Valencia y Murcia hasta la villa de Jábea es lo más peligroso de toda la costa del dicho reyno de Valencia (…) y de esta parte lo más peligroso (…) es desde la villa de Calpe hasta la torre del Cabo Primo y Cabo Martín”. Y del norte: “lo más peligroso de la costa del dicho reyno de Valencia hazía la parte de levante (…) es desde la torre del Grao de Morvedre hasta cerca de la torre de Oropesa”. Por el contrario, sabían también que para proteger los doce quilómetros y pico de costa dominada por el marjal del Prat de Cabanes o la quincena que podría abarcar la del Puig y Sagunto solamente hacía falta una o dos torres. El peligro humano estaba allá conjurado por la naturaleza.

En esta lectura del paisaje, aún nos detallan más cosas. El agua fue –es y será–, vital en el Mediterráneo. Por cada río, por cada fuente de agua dulce, por cada manantial, por cada gola de albufera, se proponía una torre que impidiera que los corsarios se abastecieran de aquel indispensable elemento de supervivencia. Esta era una clave del sistema. Y así ocurre en la desembocadura del río Segura, en la del río de Altea, en el Molinell, en el río de Gandía, en el Millars, en las fuentes de Alcossebre. Y si no era posible construir una torre, se recomendaba cegar la cala con piedras para impedir el acceso, como en el Estanyó, en la cala Pardines y en la del Lleny, cerca de Guardamar, o en la del cerro del Aguiló, en La Vila Joiosa.

En este litoral sediento, otro factor se nos revela de gran importancia: la protección contra los elementos desenfrenados de la naturaleza. En una costa como la valenciana, huérfana de grandes puertos naturales, excepto el de Denia, cualquier peña avanzada de la costa, cualquier pequeño acantilado rodeador de mar, cualquier cala protegida de los vientos de levante y de tramontana, era un espacio que se tenía que defender. Y eso, los informadores de Felipe II lo sabían. Y por eso, las torres propuestas en las calas de Genovés, en Guardamar (“se pueden amparar navíos huiendo de los enemigos o de levante”), en la de la Coveta Fumada o en la de la Granadella, en la Illeta (El Campello) o en la bahía de Moraira.

Y, además, tenían la experiencia de los ataques corsarios. El corsario Dragut había desembarcado en la boca del río Sec para devastar la huerta de Alicante. Las golas de las albuferas de Elche y de Alicante habían servido a los moros para poner pie en tierra. Cuando los turcos atacaron La Vila Joiosa lo hicieron desembarcando en la playa del Giralei y todo el mundo sabía que las calas de Benidorm eran el lugar propicio para encontrarse galeras corsarias o que el rincón del Jaedor, en Les Penyes del Albir, era “reducto de enemigos”. ¡También los capitanes argelinos sabían geografía!

A veces, las torres no estaban situadas para impedir la entrada en las calas, sino para cerrar la salida. La fortificación del cabo Negret, muy cerca de Altea, tenía que cerrar aquel “embarcadero de christianos nuevos a Argel”, como también la torre de la playa de Piles. Y es que el reino de Valencia, desde el siglo xiii, era un país de frontera. Pero además de la interior, había otra más extensa y nueva: toda la orla litoral. Así comprendemos que aquellos informes militares hablen de Guardamar como la “frontera” de Orihuela, y de Xàbia, Oliva y La Vila Joiosa como la de Denia, Alicante y el puerto de Elche.

De la lectura atenta de las condiciones naturales del litoral –en las dos escalas global y local–, y de la situación del territorio inmediato, nació un sistema completo y entrelazado de defensa del litoral. En 1563, ya estaban construidas 43 torres y en 1585, eran 52. Nueve partidos o zonas defensivas, subordinadas a la autoridad de oficiales regidos por ordenaciones del 1554 y del 1673, compartimentaban el litoral valenciano con una lógica geográfica indudable. De sur a norte, los elementos naturales conformaban a menudo los límites entre zonas. El Bajo Segura y el Vinalopó eran partidos separados por el río Segura. Del término de Alicante hasta el Penyal de Ifac se extendía un tercer partido, dejando toda la Marina Septentrional –el cuarto partido–, como un subsistema cerrado, coherente con las condiciones geográficas de la comarca. Toda la franja de las llanuras litorales, entre el mojón del término de Denia y el de Castellón (de La Safor hasta La Plana), estaba dividida en cuatro zonas y Oliva, la Albufera de Valencia y el Grao de Sagunto eran los límites internos. De la sierra del Desert de les Palmes hasta a Sòl de Riu se extendía el último partido, unitario, “protegido” del Prat de Cabanes –aquí, las torres circundan el marjal por dentro, por tierra firme y eran ya torres “privadas” de masías fortificadas–, y por la sierra de Irta y solamente de Peñíscola a Vinaroz volvía a defenderse la costa mediante torres y fortificaciones. La ausencia de población morisca aligeraba aquí la presión psicológica.

La lógica espacial del sistema permitía incluso ensayar una clasificación “geográfica” de las torres de vigilancia. A grandes rasgos, la distribución podría ser la siguiente:

1. Torres situadas en las calas y en los acantilados. De las 55 catalogadas por nosotros, una veintena estaban situadas a cierta altura sobre el mar, para defender una cala apropiada para desembarcar o esconderse y para controlar una porción de mar. Entre los ejemplos más claros es necesario hablar de la torre del Almadum (Peñíscola), de Sant Benet (Alcalà de Xivert), Colomera (Orpesa), de la del cabo de Cullera, de la Bombarda (L’Alfàs del Pi) o la de Caletes (Benidorm).

2. Torres situadas en los surtidores de agua dulce, destinadas al abastecimiento de los enemigos. Son más de una docena y todos los ríos del país permanecían controlados, así como otros lugares secundarios. De norte a sur, el río de la Sénia, el río de Les Coves o de Sant Miquel, el Millars, el río Sec, el Belcaire, el Palancia, el Júcar, el Girona, el barranco del Gort, el río de Altea, el Montnegre y el barranco de Aigües tenían una torre construida en la desembocadura. Además, también permanecían protegidos el Cérvol (con Vinaroz), la rambla de Alcalà (Benicarló). El Guadalaviar (con el bastión del Grao de Valencia), la gola del Perelló de la Albufera de Valencia (con la Casa del Rei), el río de Xeraco, el agua de Piles, el río Gorgos (con Xàbia y el castillo de la Fontana), el de la Vila (con la propia Vila Joiosa) y el Segura (con Guardamar).

3. Torres sobre playas bajas, cerca de villas o lugares poblados, destinadas a la protección de embarcadores o puertos y de las rutas de acceso al interior. Son fortificaciones generalmente cuadrangulares, más fuertes, como la torre de Sal (Cabanes), la del Rei (el Grao de Castellón), la del Grao de Morvedre, la de la Valldigna o la del Grao de Gandía.

4. Torres con una función de comunicación y de control de la costa más inmediata mediante atajadores –soldados a caballo o a pie que cubrían, con sus paseos, una porción del litoral. No son más de una decena y están situadas a poca altura, sobre acantilados bajos o en la misma playa, pero sin un territorio poblado o una villa que defender, como las del cabo de Irta, del Puig (Horta), del Pinet (Elx), del cabo Roig y de la Foradada (las dos en Orihuela). Eran los eslabones de la cadena.

En resumen, como señaló Fernand Braudel, a veces la geografía también puede, como la historia, dar respuesta a muchos interrogantes. Si aquellos valencianos del siglo xvi construyeron el paisaje de la defensa, ahora nos toca a nosotros defender aquel paisaje de otra amenaza quién sabe si peor que la que dio origen a aquellas intervenciones sobre elmedio litoral.

Josep Vicent Boira Maiques. Departamento de Geografía. Universitat de València.
© Mètode 28, Invierno 2000/01. 

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El cabo de San Antonio desde la torre de El Gerro. Empezaba una región sin muchas torres. Con los acantilados, nadie podía penetrar en ella.
Foto: Josep Vicent Boira  

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El litoral, desde la torre de El Gerro hacia el norte. Es muy visible desde la ciudad de Denia.
Foto: Josep Vicent Boira  

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Torre del río de Aigües (El Campello, Alacantí). En algunas porciones del litoral meridional valenciano, todavía parecen válidas las palabras de los informes militares del siglo xvi: “las dezyséis leguas de desierto que ay desde Alicante a Cartagena…”. La torre intentaba impedir que los corsarios se abas­teciesen de agua dulce. El agua, un factor siempre estratégico en el Mediterráneo.
Foto: Josep Vicent Boira  

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El mar permanece oculto por los edificios de veraneo masificados en la playa. ¿Cómo explicar la función de esta torre cuando el mar es solamente una intuición? La unidad del patrimonio físico y humano se rompe bastante en el litoral valenciano.
Foto: Josep Vicent Boira  

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Desde la torre de Piles hacia el interior, el paisaje continúa siendo, poco más o menos, agrario y rural.
Foto: Josep Vicent Boira  

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Torre de Piles (Safor). Tenía que evitar la huida de moriscos por su playa. Y de hecho, en el siglo xvi, este era uno de los lugares que más cerca tenía los territorios de población musulmana.
Foto: Josep Vicent Boira  

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Torre del cabo de Moraira en 1992, después de la restauración.
Foto: Josep Vicent Boira  

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Torre Alta o de Sant Benet (Alcalà de Xivert, Baix Maestrat), situada a unos 500 metros sobre el nivel del mar.
Foto: Josep Vicent Boira  

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Desde la torre de Sant Benet, vemos una porción del litoral que todavía estamos a tiempo de proteger: la sierra de Irta. Y de hecho, continúa fiel a su función, vigilar el mar y la tierra inmediata.
Foto: Josep Vicent Boira  

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Torre de la Almadrava o del Palmar (Denia, Marina Septentrional): mayo de 1992. Defendía la aguada del río Girona y protegía la almadraba que había muy cerca, con el tiempo, propiedad del marqués de Denia.
Foto: Josep Vicent Boira  

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Torre de la Almadrava (Denia, la Marina Septentrional): noviembre de 2000. Si alguien piensa que la destrucción del litoral es cosa del pasado, esta es la prueba de su error. Reconstruida de forma discutible, la torre permanece hoy aislada del contexto histórico y geográfico, del paisaje que le daba su razón de ser. Es un ejemplo de una concepción reduccionista del patrimonio valenciano.
Foto: Josep Vicent Boira  

© Mètode 2012 - 28. Evolución - Disponible solo en versión digital. Invierno 2000/01

Doctor en Geografia per la Universitat de València, ha estat professor del Departament de Geografia i Història d’aquesta universitat durant més de dues dècades. Actualment és Secretari Autonòmic d´Habitatge, Obres Públiques i Vertebració del Territori de la Generalitat Valenciana. A la tardor de 2001 va coordinar el monogràfic «Existeix la ciutat somniada? En busca de la ciutat ideal» de la revista ‘Mètode’.

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