Era la década de los cincuenta y el estadounidense Thomas Glick y sus padres recorrían en coche el trayecto que va de Zaragoza a Madrid. Los paisajes de Castilla, que tanto han inspirado a personajes de la talla de Azorín y Antonio Machado, dejaron una fuerte impresión en el joven de quince años, despertando su interés por ese país lejano, al que volvería una y otra vez en busca de estudio y conocimiento. Hoy, Glick es profesor de Historia Medieval en la Universidad de Boston y acaba de ser nombrado doctor honoris causa por la Universitat de València.
Glick lleva más de cuarenta años viniendo a España para realizar investigaciones sobre la recepción de las ideas científicas en el país, principalmente el darwinismo, el psicoanálisis y la teoría de la relatividad. En los últimos años, ha dedicado su atención al estudio de la historia de la tecnología en Valencia, sobre todo la de los regadíos, y es un incansable defensor de la huerta valenciana. Es miembro de prestigiosas instituciones como la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona y la Sociedad Española de Historia de la Ciencia, entre otras. Su labor como hispanista ha sido reconocida con galardones como el premio internacional Geocrítica 2004, el premio crítica Serra d’Or de investigación en 1987 y la medalla académica de la Sociedad Mexicana de Historia de la Ciencia.
Entre el ajetreo de los compromisos y ensayos para la ceremonia de investidura como doctor honoris causa, el profesor Glick logra hacer tiempo para responder unas preguntas a Mètode. Sentado con su mujer y un amigo en la terraza de un bar, el profesor cumple con su promesa de llevar un sombrero estilo cowboy para poder ser reconocido con facilidad. «Ya nadie usa sombrero», lamenta, y es que Glick, como todo historiador, no puede evitar sentir cierta nostalgia por el pasado.
¿Qué significa para usted la distinción que ha recibido en la Universitat de València? Yo creo que mi carrera ha sido distinguida por haber estado asociado a esta universidad durante más de cincuenta años. Es poco común establecer una relación con una universidad ajena a la tuya durante tanto tiempo. Es por eso que para mí es un honor tremendo. Un honoris causa en una universidad con la que no tienes conexión no tiene sentido. Como me voy a jubilar pronto, es un final de carrera estupendo. Me da la sensación de que he hecho algo de importancia.
¿Cómo es la vida de un historiador? Es como si me pagaran por practicar mi hobby. Además he tenido la suerte de haber conectado con un grupo de colegas en esta universidad. Por las constantes invitaciones a congresos y otros eventos tuvimos que comprar una casa aquí, porque no podíamos gastar tanto en hoteles. Así que conseguimos una en un pueblecito llamado Gorga, cerca de Cocentaina.
Muchas personas terminan la carrera de historia convencidas de que solo tienen posibilidad en la enseñanza. Al principio, ¿le fue muy difícil conseguir la financiación de sus proyectos? No, era fácil. No creo que lo sea ahora, pero lo era en aquel entonces. Cuando volví de Barcelona a Estados Unidos, el Gobierno pagaba a alumnos por estudiar lenguas no corrientes sin exigirles nada. A mí me pagaron durante dos años. Luego me dieron otra beca para venir aquí a realizar mis investigaciones. Eso era en medio de una expansión de los sistemas universitarios en Estados Unidos. Se creaban nuevos puestos constantemente. Fue algo que terminó alrededor del año 72 o 73. Las universidades estaban en fase de expansión. Había dinero. Recuerdo que en la Universidad de Texas, mi primer empleo, en el Instituto de Estudios Latinoamericanos, el director un día bajó las escaleras gritando: «¿Hay alguien que necesite dinero?»
En cuanto a Valencia, en la última entrevista que concedió a Mètode, le dio quince años de vida a la huerta. Ya han pasado siete. ¿Cree que la situación ha mejorado? Eso lo puedes verificar con tus propios ojos. Es horrible lo que está sucediendo. No hay ninguna conciencia en el público en general de que las huertas periurbanas son muy raras. En Damasco, la huerta casi está muerta, en Palermo había una huerta que ya no existe. Para mí es como presenciar la extinción de una especie; en este caso, esta especie es un tipo de asentamiento humano históricamente muy importante, y es una pena que no se haya preservado ni un sector como Recinto Histórico Nacional, por ejemplo.
¿Las razones para conservarla serían más que nada de carácter histórico? Las acequias tradicionales han sido demonizadas como deficientes: malgastan el agua, etc. Pero aquí sucede algo muy curioso, la idea dominante ahora entre los agrónomos es que se debe terminar con las acequias superficiales, entubar el agua y hacer riego de goteo. Aquí hay dos problemas. El primero es que interfiere con la recarga natural de recursos acuíferos, que se hace a través de la filtración de agua en estos campos de riego. El segundo, se relaciona con la evapotranspiración. El agua se evapora, permitiendo la lluvia, y el científico Millán Millán ha demostrado que en estas últimas décadas, en cuanto se abandona las superficies con regadíos funcionales por la expansión de la ciudad o la desecación de tierras marjales, el resultado es menos lluvia. Esto resulta contraproducente. Si se prosigue con la entubación, la lluvia será aún menor y caerá en lugares distintos de aquellos en los que caía anteriormente. Es un desastre. Quizá es demasiado tarde para la huerta. En la ribera del Júcar van a empezar la entubación sin ninguna seguridad de que la producción tendrá un incremento, y a un gran coste. Mantener las acequias tradicionales, en cambio, no supone un coste. ¿Quién gana con eso?
¿Por qué lo estarían haciendo, entonces? Porque está de moda. Tienen la idea de que el goteo es más eficiente, y puede ser así, dependiendo de cómo se defina. Tal vez en el caso de una planta de agua, pero ¿con menos lluvia y menos recarga? No tiene sentido.
¿En qué momento la huerta dejó de ser parte de la vida de los valencianos? Eso es complicado e interesante, y, en parte, no es un problema exclusivamente valenciano. Las personas que viven en ciudades muestran un gran desconocimiento del mundo agrario. Lo peculiar del caso de las huertas periurbanas es que, como no están alejadas de la ciudad, hubiera sido bastante simple enseñar a los niños cuál es el valor de la huerta. La huerta de Campanar, que fue destruida hace unos años, cuando estaba en pie se encontraba muy cerca de la ciudad, se podía pasear por ella con la intención de informar, sobre todo, a los jóvenes en edad escolar y así reconfigurar la conciencia de la huerta. La pregunta es por qué los dirigentes, los alcaldes y concejales, y la misma gente que promovía la restauración de la Lonja, por ejemplo, no se dieron cuenta de que la huerta también es un artefacto cultural, un ambiente construido que era la base de la riqueza de la Valencia medieval. Eso no lo entiendo. En algún momento, cuando crece la ciudad, se vuelve imposible pagar la subida del valor de la vivienda. Es un proceso casi natural, había que intervenir, pero eso no pasó porque el dinero fácil es una tentación. Lo que hacía falta era un plan verde que tomara en cuenta estos espacios. Se hubiera podido, de una manera organizada y deliberada, salvar una parte sustancial de la huerta medieval.
En cuanto al Tribunal de las Aguas, que el año pasado fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad… Siempre se habla del Tribunal de las Aguas. Se dice que es la grandeza de Valencia, sin ninguna conciencia de que el Tribunal desaparecerá con la huerta. Simplemente, hay demasiado dinero implicado en la expansión de la ciudad. Sin ninguna intervención estatal, el Tribunal también dejará de funcionar.
La recepción de la teoría de Darwin en un determinado país es un tema al que siempre recurre en sus investigaciones. De hecho, la Universitat de València acaba de reeditar su libro Darwin en España (PUV, 2010). De todo lo que ha tratado, ¿qué es lo que más le impactó? Lo que más se destaca es que en España la escisión entre darwinistas y antidarwinistas era total, con católicos a un lado y anticatólicos al otro. Había unas pocas personas católicas (naturalistas creyentes e incluso curas) que entendían que, por lo menos, la microevolución era verdad; pero eran muy pocas. En cambio, en Uruguay, el catolicismo era más débil como institución. Había muchos inmigrantes ingleses, todos darwinistas, a pesar de ser creyentes, porque en Inglaterra no había una absoluta contradicción entre ser creyente y darwinista. Por lo tanto, el debate era mucho más amplio que en España, donde era prácticamente un diálogo de sordos. Cada lado no oía y no quería oír lo que decía el otro. Es muy interesante porque hubo una serie de debates, siempre con las mismas personas: católicos contra anticatólicos. Siempre los mismos tipos de gente con los mismos resultados. Entonces, ¿por qué tener esos debates cuando se conoce de antemano lo que cada individuo va a decir? Debe ser algún tipo de rito para fortalecer a sus tropas, un valor puramente ideológico, sin ningún contenido científico. Era simplemente, para los darwinistas, un arma para batirse con sus enemigos católicos.
El origen de las especies fue traducido por primera vez al español aquí en España. ¿Qué grado de influencia tuvo la recepción de la teoría de la evolución en España en la forma en que se recibió en América Latina? La polémica darwinista apareció en todos los países latinoamericanos (a excepción de Paraguay), pero no al mismo tiempo. En Brasil había una relación clara entre republicanismo y darwinismo, y esas personas no eran del todo ateas. La adaptación del darwinismo se veía más como una señal de progreso. Este elemento no apareció en España. Paraguay es interesante porque allí no había tal debate. En las elecciones de inicios del siglo xx los candidatos renegaban de eso: «¿Por qué no se hablaba de Darwin aquí? ¡Somos tan primitivos!» El debate surgió más recientemente. En los países con grandes poblaciones indígenas (México, Brasil, Colombia, Perú…), en cambio, había personas más o menos darwinianas que pensaban que el mestizaje daba como resultado la degeneración de los blancos. Por otro lado, gente como José Vasconcelos sostenía que los indios estaban más evolucionados que los blancos. Entonces, los indios polarizaron el diálogo darwiniano. Había que definir qué quiere decir el darwinismo con respecto al mestizaje, y había toda una gama de contestaciones.
El año pasado, el Vaticano declaró que la teoría de la evolución no era incompatible con sus creencias… Sí, ¡por fin!
Y que nunca la había condenado. He escrito un libro sobre eso: Seis católicos evolucionistas (BAC, 2010), que acaba de salir. En general, el Vaticano no declaró al darwinismo una herejía porque tenía miedo de la repetición de un caso como el de Galileo. En el antidarwinismo católico se repetía un proceso en muchas ciudades en las que el obispo condenaba el darwinismo y declaraba que los fieles debían entregar sus libros darwinistas. Esto creaba la impresión de que la Iglesia tenía una política a este respecto, pero la política no era del Vaticano, sino de obispos locales. No quiero excusar a esa gente, pero, como fenómeno, no se atrevían a poner a Darwin en la lista de libros prohibidos. Sin embargo, en los libros de texto de los seminarios y en la formación de los curas, eran pragmáticamente antidarwinistas. Pero, en su mayor parte, los cardenales no querían arriesgar la reputación de la Iglesia.
«Se ha demostrado que en estas últimas décadas, en cuanto se abandona las superficies con regadíos funcionales por la expansión de la ciudad o la desecación de tierras marjales, el resultado es menos lluvia»