«Algunos años después», de Jorge Wagensberg

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Una nueva transgresión de este profesional del intrusismo: esta vez se ha colado en la nómina de autobiografiados gracias a unas memorias de infancia con incursiones diversas a algunos años después, validadas por su hermano poco menor y cómplice de niñez Mauricio.

Relata lo hallado, que no es poco. Descubrió primordios de su sentido crítico en el carácter de una madre de humor corrosivo, obstinada y de ideas claras. De su sentido de la responsabilidad y de la duda metódica –esa que da una medida de la educación haciéndonos conscientes de nuestra ignorancia–, en el ejemplo de un padre austero, discreto, inteligente e ingenioso, de buen fondo, forjado en tiempos difíciles. De su fobia a todo fundamentalismo, en un humor socarrón –que califica de distintivamente judío, ascendencia de su familia–, capaz de poner en jaque toda creencia independientemente del apego y respeto que la tradición pueda conferirle. De su afán de superación, en la práctica de un deporte escolar que le vino dado por su exuberante físico juvenil. De su talante interdisciplinario, en una vívida sensación de estar perdiéndose alguna otra cosa siempre que asistía a clases particulares o dedicaba una tarde al ajedrez. De su pasión por obtener conocimiento, por investigar, por la ciencia, es decir, de su adicción al gozo intelectual –y su irrefrenable propensión a contárselo al primero que pilla–, en uno de sus profesores del bachillerato elemental. De su pasión por leer y escribir en sentido pleno, de disfrutar de un idioma, en una de sus profesoras de ese mismo bachillerato. De su entusiasmo por los aforismos, esos útiles envoltorios que mantienen frescas y en estado puro las reflexiones, en las certeras frases alquitaradas de un profesor de historia del curso preuniversitario.

Todo ello, sembrado y labrado con esmero en una familia preocupada por sus hijos, escoltado por compañeros y amigos de infancia y adolescencia, madurado en aquellos veranos largos que enseñaban a disfrutar del tedio, compone la lección de vida escrita por este lúcido, irónico y reconocido museógrafo y divulgador de la ciencia. Leer unas memorias atribuye, sin duda, cierta singularidad al personaje, especialmente si media la admiración, y resulta natural preguntarse por sus causas. Llamándose Wagensberg Lubinski, toda hipótesis preliminar fisga en tan exótica procedencia: dos familias judías polacas que cruzaron sus destinos en Barcelona hace tres generaciones. Pero, en último término, a ese exotismo únicamente se debe que hable yiddish, la lengua de la familia. Casi todo lo demás es causa de las buenas decisiones que sobre educación tomaron sus padres: sabían lo importante que es elegir quién educa, pues al final nadie se queda sin educación. Que Wagensberg dedique mucho espacio a celebrar las escuelas en las que se educó me ha evocado la visita de una delegación de docentes soviéticos al venerable colegio inglés de Eton: se cuenta que les sorprendió el aspecto añoso del edificio, de las mesas y bancos en los que tantas generaciones de escolares labraron sus pacientes inscripciones; no comprendían que no se hubiera renovado ese material tan manifiestamente usado y apenas consonante con cualquier norma moderna; mientras, sus anfitriones ingleses les sonreían cortésmente sin ni siquiera intentar explicarles el tesoro de veneración que para ellos representaban esas paredes ajadas y esos muebles viejos, uno de sus más queridos patrimonios, pues les ayuda a perpetuar el talante moral que exhiben al mundo entero como estilo de vida de todo un pueblo.

Desafortunadamente, las escuelas por las que Wagensberg muestra orgullo de pertenencia nunca tuvieron que ver con la escuela española. El acierto educativo de su madre consistió en, precisamente, proteger a sus hijos del nacionalcatolicismo de las escuelas dogmáticas de las órdenes religiosas que copaban entonces las grandes capitales –hoy sigue siendo abrumadora su presencia en ellas–. Wagensberg ensalza la Escuela Suiza y el Liceo Francés, donde vivió experiencias vedadas a casi todos los demás españoles: compartir espacio y tiempo con chicas, aprender varias lenguas y cultivar la conversación y el juicio crítico y responsable, con iguales y no iguales.

La conversación es protagonista en sus memorias pues, junto a la honestidad intelectual, fue pilar para el forjado de su personalidad, tanto como ambas lo son en la empresa por la que declara pasión: la ciencia, que si bien no inventó la honestidad intelectual, sí fue desde la honestidad intelectual desde donde se inventó la ciencia.

Aprovecha la ocasión para declararse enamorado, no sólo de la ciencia, sino también de una mujer, de una fundación y de un museo; y nostálgico, dado que, al menos los dos últimos, ya dejaron de ser aquello por lo que bebió los vientos. Es cierto que su nostalgia no deja ese regusto tan corriente a partir de cierta edad de que todo tiempo pasado fue mejor; no obstante, los tiempos que vivimos le empujan a presagiar que el futuro ya nunca volverá a ser lo que fue.

Mi añorado polemista de cabecera, Christopher Hitchens, afirmaba que ninguna persona seria está libre de contradicciones, y que lo importante es la voluntad y capacidad de afrontarlas: Wagensberg es una persona seria, y su condición de animalista le ha llevado a renunciar a los embutidos, pero no al jamón de jabugo. No tengo duda de que su próximo futuro le enfrentará a nuevas contradicciones, quizás propiciadas por su reincorporación a la universidad o bien por nuevos proyectos museísticos. Sin duda las afrontará con la misma inteligencia que le ha aconsejado no dejar nunca de comer ese milagro de nuestra gastronomía.


Óscar Barberá
Profesor de Didáctica de las ciencias en la Universitat de València
© Mètode 86, Verano 2015.

 

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Jorge Wagensberg
Now Books. Barcelona, 2015.
219 páginas.

 

 

 

«La conversación es protagonista en sus memorias pues, junto a la honestidad intelectual, fue pilar para el forjado de su personalidad»

 

 

 

 

© Mètode 2015 - 86. Palabra de ciencia - Verano 2015

Escuela de Magisterio Ausiàs March de la Universitat de València.