El miedo a la vida

Sociedades hipermedicalizadas

doi: 10.7203/metode.6.7286

Medicamentos sociedades hipermedicalizadas

Cada vez somos más vulnerables. La sensación de incertidumbre general procede del hecho de que vivimos varias crisis a la vez. En un mundo dominado por el consumismo y el individualismo, la salud se ha convertido también en un bien de consumo. La industria del bienestar nos ofrece atajos a la felicidad y remedios para sortear las angustias y los malestares de la vida. Atajos y remedios en forma de píldora. En este contexto, el periodismo debe garantizar el acceso a una información veraz, basada en datos y que permita a las personas gestionar de forma adecuada la toma de sus decisiones, especialmente aquellas referidas a la salud tanto individual como colectiva. 

Palabras clave: consumo de medicamentos, promoción de enfermedades, gestión del riesgo, mercantilización de las enfermedades, estado de bienestar.

Somos más vulnerables

Sabemos que cuanto más avanzada es una sociedad en términos de desarrollo socioeconómico, mayor es la frecuentación sanitaria: vamos más al médico y consumimos más medicamentos. Pero hay algunos indicadores que apuntan a que una parte de esa demanda no está justificada por entidades patológicas reales. El alto consumo de antidepresivos y ansiolíticos es uno de esos indicadores. Ante esta evidencia cabe preguntarse: ¿Estamos realmente más enfermos? ¿Nos creemos enfermos? ¿O es que consumimos salud? Las tres cosas a la vez: los cambios que se están produciendo en el modelo socioeconómico dominante nos hacen más vulnerables; tenemos miedo y lo combatimos como podemos; y alguien promueve y se aprovecha de ese miedo y esa vulnerabilidad en beneficio propio.

Veamos con mayor detalle estos tres factores. El primero tiene que ver con el hecho de vivir en un mundo aceleradamente cambiante, en un periodo de transición entre una forma de sociedad que se va y otra que está llegando. Estamos en una fase de cambio que va de un modelo económico basado en el pacto social –y que en los países avanzados tiene como pilar fundamental el estado de bienestar– a otro modelo aún por completar, globalizado y desregulado, en el que la política se somete a los dictados de la economía e impone un modelo productivo que aumenta las desigualdades.

En realidad, la sensación de incertidumbre general procede del hecho de que vivimos varias crisis a la vez, que, al actuar de forma sinérgica, agravan sus efectos: la crisis económica, ecológica, de valores, la de la democracia representativa, etcétera. La más visible, la crisis económica que estalló en 2008, no ha hecho sino agravar y acelerar unas dinámicas previas que causan un gran malestar.

«El miedo al futuro tiene mucho que ver con el miedo a ser excluidos. Las últimas crisis nos han enseñado que todos somos vulnerables»

Es, pues, un momento de cambio marcado por la incertidumbre personal y colectiva, lo que hace que mucha gente se sienta insegura. La ciudadanía percibe que muchas de las conquistas sociales y del bienestar que hemos alcanzado en los dos últimos siglos están en peligro. Si la economía va mal, cualquiera puede perderlo todo en un momento. En los países golpeados por la crisis, especialmente los del sur de Europa, se ha instalado el temor a que la siguiente generación tenga que renunciar a muchas de las ventajas de que gozaron las precedentes. Los padres temen que sus hijos tengan un futuro peor. Los hijos temen no tener futuro.

El miedo al futuro tiene mucho que ver con el miedo a ser excluidos. Las últimas crisis nos han enseñado que todos somos vulnerables. Basta con que perdamos el trabajo, que sigue siendo el principal instrumento de realización personal e integración social. Todo ello ha cambiado la percepción del futuro. Para el filósofo Daniel Innerarity (2009), «nuestra relación con el futuro colectivo no es de esperanza y proyecto, sino más bien de precaución e improvisación».

Esta forma de ver el futuro con aprensión, unida a la necesidad de anticiparse a los acontecimientos, provoca no pocas disfunciones en la toma de decisiones. Lo hemos visto en las tres alertas sanitarias globales que hemos tenido que afrontar en los últimos años: la del SARS [por sus siglas en inglés, Severe Acute Respiratory Syndrome, “Síndrome respiratorio agudo y grave”], la de la gripe aviar y la de la gripe nueva. En las tres hemos observado el mismo patrón de respuesta compulsiva por parte de una ciudadanía atemorizada. Y en las tres se han cometido los mismos errores. En el caso de las dos últimas, podría resumirse en el siguiente esquema: para lograr una mínima respuesta por parte de los países en los que surge el brote –el control de la infección en la cabaña aviar– la Organización Mundial de la Salud (OMS) lanza una alerta mundial que provoca la reacción histérica y desmesurada de las sociedades ricas occidentales, caracterizadas por una fuerte aversión a los riesgos no elegidos libremente. Y lo que es más grave, la alerta mundial no responde a una amenaza real, sino hipotética: la posibilidad de que el virus aviar, al entrar en contacto con el de la gripe humana, mute y el resultante sea un nuevo virus tan expansivo como el humano y tan mortífero como el aviar. Pura hipótesis. Pero tanto los medios de comunicación como los responsables políticos sanitarios se situaron rápidamente en el peor escenario posible y actuaron en consecuencia, invirtiendo una gran cantidad de recursos que luego se demostraron inútiles.

Salud depresión

Del mismo modo que en la sociedad industrial las enfermedades laborales tenían que ver con el modelo productivo (asbestosis, accidentes, cáncer por exposición a tóxicos), las patologías de la sociedad del rendimiento tienen que ver con las nuevas formas de producción y son básicamente el cansancio crónico, la depresión y los trastornos de ansiedad y angustia. / Foto: Geralt

«Lo urgente sustituye con frecuencia a lo importante, y en el caso del periodismo lo impactante pasa por delante de lo importante»

La pugna política en clave de presente, la necesidad de anticipación y el miedo a ser culpados por no haber previsto lo que puede ocurrir lleva con frecuencia a los políticos a una actuación preventiva desmesurada. A estas conductas de anticipación contribuye mucho, en opinión de Innerarity, la cultura mediática: «Las nuevas tecnologías de la instantaneidad han propiciado una cultura del presente absoluto sin profundidad temporal» y el origen de esta relación con el tiempo se encuentra en «la alianza establecida entre la lógica del beneficio inmediato propia de los mercados financieros y la instantaneidad de los medios de comunicación. Vivimos en una época fascinada por la velocidad y superada por su propia aceleración» (Innerarity, 2009). Los medios de comunicación se han convertido en unos grandes generadores de inmediatez. Lo urgente sustituye con frecuencia a lo importante, y en el caso del periodismo lo impactante pasa por delante de lo importante.

Esta cultura de la urgencia y el consumismo, la cultura de «lo quiero todo y lo quiero ahora» que se ha señalado como uno de los rasgos emergentes, tiene también su reflejo en términos de salud. El paciente impaciente, el que espera de la medicina más de lo que es razonable, forma parte de esta cultura de la queja; una cultura cimentada sobre la idea del crecimiento ilimitado que ahora se ha venido abajo.

Información cáncer

Para gestionar nuestra vida y los cambios en los que estamos inmersos, para comprender la realidad de las cosas, crecientemente compleja, se necesitan cantidades ingentes de buena información. / Foto:PDPics

Tenemos miedo y lo combatimos como podemos

Por primera vez se quiebra una ilusión mantenida desde la Ilustración: la idea de que el progreso es una línea siempre ascendente, que no hay marcha atrás en las conquistas sociales. Ahora sabemos que se puede retroceder. Las palabras desregulación, deslocalización, externalización y sostenibilidad colonizan los medios de comunicación y los informes económicos que tratan de justificar la inevitabilidad de un retroceso en el estado de bienestar. Con la globalización, los valores en auge han pasado a ser la flexibilidad y la movilidad. Pero pocos se preguntan a quién sirven en primer término esas exigencias. Está bien ser flexible, desde luego; siempre es bueno tener capacidad para acomodarse y para adaptarse a las nuevas exigencias. Pero lo que ahora se buscan son juncos doblegados. En una sociedad que todo lo cuantifica en términos monetarios, se hacen estudios sobre cómo incrementar la productividad, pero no sobre los costes sociales que ello comporta. Por ejemplo, ¿en cuánto se ha de valorar el coste del desarraigo, la pérdida de raíces, de relaciones duraderas? ¿Y en cuánto la pérdida de tejido social?

El filósofo de origen coreano afincado en Alemania Byung-Chul Han analiza los costes que tiene pasar de la «sociedad disciplinaria» a la «sociedad del rendimiento» (Han, 2012). La sociedad disciplinaria de la que venimos está organizada en base a reglas e instituciones socialmente muy potentes. Tiene mecanismos de sometimiento regulado, pero también de solidaridad y defensa colectiva. Las instituciones centrales son la fábrica, la escuela, el hospital y, para quienes no quieren o pueden seguir las reglas, la cárcel y el psiquiátrico. Esta sociedad se articula en torno a un pacto sobre los bienes de producción: unos sacan beneficios, otros salarios.

«La combinación entre inseguridad y extrema competitividad es nefasta para la salud»

El cambio a la sociedad del rendimiento tiene por objeto, según Byung-Chul Han, superar las limitaciones de ese modelo para el objetivo de incrementar la productividad. El sujeto de la sociedad del rendimiento sigue disciplinado, pero no tanto por normas externas –aunque todavía persisten en la estructura social– sino por normas internas, autoimpuestas por el nuevo imperativo que es el rendimiento. Pasamos de la explotación a la autoexplotación. De la sociedad de la exigencia a la de la autoexigencia. La autoexplotación es más eficaz y más barata que la explotación. La sociedad del rendimiento se caracteriza por la desregulación y la competitividad extrema. Las nuevas instituciones son la oficina, el teletrabajo, el gimnasio, la red. Y el verbo más importante es «poder». Comienza con una aseveración, «tú puedes», que pronto se convierte en imperativo: «tú debes poder».

Se instaura de este modo una cultura que exige un esfuerzo permanente, que nunca parecerá suficiente. Este modelo lleva con frecuencia a la frustración. Los individuos son invitados a tener altas expectativas y a esforzarse por conseguir sus ambiciones. Y si no triunfan, será porque no se han esforzado lo suficiente o no han sido suficientemente inteligentes. Esta mentalidad aboca a la persona a una guerra permanente consigo misma.

Del mismo modo que en la sociedad industrial las enfermedades laborales tenían que ver con el modelo productivo (asbestosis, accidentes, cáncer por exposición a tóxicos), las patologías de la sociedad del rendimiento tienen que ver con las nuevas formas de producción y son básicamente el cansancio crónico, la depresión y los trastornos de ansiedad y angustia. Son enfermos de «no poder poder más».

Es la vida líquida de la que habla Zygmunt Bauman (2007), un tipo de organización social en la que «la responsabilidad de aclarar las dudas generadas por circunstancias insoportablemente volátiles y siempre cambiantes recae sobre las espaldas de los individuos, de quienes se espera ahora que sean electores libres y que soporten las consecuencias de sus elecciones». En esta nueva cultura, la virtud más útil no es la conformidad a las normas, como había sido en la sociedad moderna, sino la flexibilidad. ¿Y qué se entiende por flexibilidad en la cultura actual? No es solo la capacidad de adaptación a una situación cambiante y crecientemente acelerada. Es «la presteza para cambiar de tácticas y estilos en un santiamén, para abandonar compromisos y lealtades sin arrepentimiento y para ir en pos de las oportunidades según la disponibilidad del momento, en lugar de seguir las propias preferencias consolidadas». La combinación entre inseguridad y extrema competitividad es nefasta para la salud. El sociólogo Daniel Cohen (2001) ya lo advirtió: depresión y ansiedad, incluso entre los adolescentes, y burnout [síndrome de desgaste profesional] son las secuelas más frecuentes.

Alguien se aprovecha de nuestra vulnerabilidad

En un mundo dominado por el consumismo y el individualismo, la salud se ha convertido también en un bien de consumo. La industria del bienestar nos ofrece atajos a la felicidad y remedios para sortear las angustias y los malestares de la vida. Atajos y remedios en forma de píldora.

Allen Frances

El psiquiatra norteamericano Allen Frances (en la imagen), que dirigió los trabajos de la cuarta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, ha hecho autocrítica. Considera que no supieron prever la capacidad de presión que tendría la industria farmacéutica para extender los diagnósticos y utilizar las nuevas patologías descritas en el manual de referencia de la psiquiatría en beneficio propio.

El psiquiatra norteamericano Allen Frances, que dirigió los trabajos del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales-IV (DSM por sus siglas en inglés: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), hace autocrítica. Considera que sus autores no supieron prever la capacidad de presión que tendría la industria farmacéutica para extender los diagnósticos y utilizar las nuevas patologías descritas en el manual de referencia de la psiquiatría en beneficio propio (Frances, 2014). El resultado es un sobrediagnóstico de algunas entidades como la depresión, la hiperactividad y déficit de atención o los trastornos del espectro autista, y una tendencia a la medicación de todos los aspectos de la vida, incluido cualquier contratiempo. Todo ello ha conducido a que se traten como enfermedades mentales procesos normales de la vida como la menopausia, el duelo ante la pérdida de alguien querido o la inquietud.

La nueva versión del manual, el DSM-V, aprobado en mayo de 2013, agravó el problema al ampliar aún más el número de trastornos mentales. También estableció umbrales de diagnóstico más bajos, lo que aumenta considerablemente el rango de conductas consideradas como patológicas y susceptibles de ser tratadas médicamente. La combinación está dando lugar a una hiperinflación diagnóstica que tiene enormes costes sociales y, lo que es más grave, tiene consecuencias negativas para la salud de muchas personas. Los tratamientos farmacológicos no son inocuos y la sobremedicación puede tener graves efectos adversos (Frances, 2014).

Uno de los ejemplos más claros es lo ocurrido con la hiperactividad y el trastorno por déficit de atención. A finales de 2008, un estudio de la Fundación para la Estadística de Farmacia de los Países Bajos, que abarcaba 750.000 niños y jóvenes de entre cinco y quince años, encontró que el 34,2 %, es decir, uno de cada tres niños, tomaba fármacos como Ritalina o Concerta para el síndrome de hiperactividad y déficit de atención. Y curiosamente, el 75 % de los niños tratados eran varones. El incremento había sido tan espectacular y rápido que las autoridades sanitarias holandesas abrieron una investigación para determinar las causas de esta sobremedicación. La incidencia de la hiperactividad y déficit de atención se estima alrededor del 2-3 %. Como mucho, un 5 %. También en Estados Unidos se ha observado un fenómeno parecido: el 11 % de los niños han sido diagnosticados de ese trastorno y entre los chicos, el porcentaje alcanza el 20 %. La mitad de los niños diagnosticados reciben tratamiento farmacológico.

«Los tratamientos farmacológicos no son inocuos y la sobremedicación puede tener graves efectos adversos»

Todos estos incrementos coinciden con la salida al mercado de nuevos medicamentos contra esos trastornos y las campañas de promoción desarrolladas por las farmacéuticas. Moynihan, Heath y Henry (2002) han explicado bien en qué consiste el disease mongering o promoción de enfermedades, como consecuencia de la estrategia seguida por los laboratorios para ampliar el mercado para sus productos. La aparición de los nuevos tratamientos contra la hiperactividad fue precedida de un gran número de reportajes en los medios de comunicación sobre esta patología, lo desatendida que estaba y lo irreparable que podía ser para el futuro de quienes la sufrían. Lo mismo ocurrió con otras dianas comerciales como la terapia hormonal sustitutiva para tratar la menopausia y sus secuelas, el Viagra para la disfunción eréctil o el Prozac para la depresión.

La estrategia está clara: se trata de sensibilizar a la opinión pública en torno a un problema de salud mediante una campaña sistemática en los medios utilizando como fuente de autoridad a la propia comunidad científica y médica. La primera fase de esta estrategia consiste en colonizar los medios con voces de expertos y, si es posible, demandas de los afectados, para después ofrecer una solución en forma de pastillas. En algunos casos, esas estrategias han ido más allá de la promoción de nuevos tratamientos. Se han utilizado también para sacar partido y dar una segunda vida a viejos fármacos que habían perdido la patente o estaban en el portafolio sin pena ni gloria, por el procedimiento de asignarles nuevas indicaciones. Es lo que ocurrió con la campaña de lanzamiento de la «píldora de la timidez», un antidepresivo al que la farmacéutica supo dar nueva vida por la vía de conseguir que estuviera indicado para una nueva entidad patológica que se había redefinido a conveniencia: la fobia social. Hace ya tiempo que los laboratorios farmacéuticos no están mayoritariamente dirigidos por farmacólogos atentos a las necesidades de salud, como antes, sino por CEO (por sus siglas en inglés, chief excecutive officer, “director ejecutivo”) provenientes de las escuelas de negocios cuyo principal objetivo es maximizar los beneficios a corto plazo. El viejo paradigma de «enfermedad en busca de fármaco», ha sido sustituido en muchos casos por el de «fármaco en busca de enfermedad».

«El viejo paradigma de «enfermedad en busca de fármaco», ha sido sustituido en muchos casos por el de «fármaco en busca de enfermedad»»

Todo eso, sobre lo que se ha escrito mucho, es cierto. Pero no es suficiente para explicar el nivel de sobrediagnóstico que se ha alcanzado en algunas patologías, especialmente en salud mental. Por mucho que los laboratorios presionen e incentiven a los psiquiatras, que lo hacen, difícilmente estos podrán prescribir fármacos contra la hiperactividad y el déficit de atención si unos padres angustiados no llevan a sus hijos a la consulta. En unas condiciones socioeconómicas cambiantes e inseguras, el malestar se convierte en una experiencia cotidiana de la vida. Incluso si hoy tenemos seguridad, sabemos que mañana podemos perderla y cada contratiempo supone una merma de las posibilidades de éxito. Cuando los padres perciben que sus hijos «no progresan adecuadamente», tienen dificultades de aprendizaje o una conducta que se sale de lo esperable, entran en pánico y corren a la consulta del psiquiatra. La obsesión por prevenir, por anticiparse a lo que pueda ocurrir, lleva camino de convertirse en una nueva patología social. Es decir: en la creciente medicalización de la vida juegan un papel decisivo las estrategias de los laboratorios para ampliar sus mercados y conseguir dianas comerciales, pero esa estrategia caería en saco roto si no fuera porque se dan las condiciones sociales de miedo, angustia y depresión que hacen que mucha gente busque en la medicina el remedio a los males sociales que padece.

El sociólogo Zigmunt Bauman lo ha descrito de forma muy precisa:

En lugar de grandes expectativas y dulces sueños, el progreso evoca un insomnio lleno de pesadillas en las que uno sueña que se queda rezagado, pierde el tren o se cae por la ventanilla de un vehículo que va a toda velocidad, y que no deja de acelerar […]

Incapaces de controlar la dirección y la velocidad del coche nos dedicamos a escudriñar los siete signos del cáncer o los cinco síntomas de la depresión, a exorcizar los fantasmas de la hipertensión arterial y de los niveles elevados de colesterol, el estrés o la obesidad, pero lo hacemos de forma compulsiva, muy poco saludable, o nos entregamos a la compra compulsiva de salud en las etiquetas de los productos que consumimos. La industria del miedo no solo obtiene beneficios del comercio de armas y de seguridad, también del comercio de la salud.

(Bauman, 2007)

Para evitar esta deriva tan poco saludable en términos comunitarios, es importante caracterizar bien la naturaleza de los cambios que se están produciendo y analizar los factores que intervienen en los procesos que conducen a la excesiva medicalización de la vida. De lo contrario, será difícil resistir las presiones y desarrollar la resiliencia social necesaria para afrontar las inseguridades y malestares derivadas de un orden socioeconómico basado en la competitividad, la desregulación y el individualismo extremo. Para desarrollar, como dice la filósofa Marina Garcés (2013), resistencias que, además de frenar esta deriva, sean capaces de sentar las bases de una alternativa. El antídoto contra la angustia que provoca el «no poder poder» es precisamente afirmar la primacía de lo común, de la colectividad, sobre el nihilismo al que conduce el individualismo consumista.

Es muy importante poder debatir qué nos pasa y adónde vamos mediante procesos deliberativos que impidan decisiones compulsivas dictadas por la urgencia o la subjetividad. Para ello es indispensable disponer de buena información. La información es un elemento clave en la toma de decisiones de la sociedad compleja. El filósofo norteamericano Henry G. Frankfurt (2007) lamenta que en los últimos años se haya desdeñado el valor de la verdad con la teoría de que puede haber tantas verdades como individuos. No es cierto. Puede haber tantas interpretaciones de la realidad como individuos, pero hay una verdad, la verdad de los datos y los hechos comprobables, y a esa verdad debe consagrarse el periodismo. Para gestionar nuestra vida y los cambios en los que estamos inmersos, para comprender la realidad de las cosas, crecientemente compleja, se necesitan cantidades ingentes de buena información. Garantizar una información completa y veraz es la principal función social del periodismo.

Referencias

Bauman, Z. (2007). Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre. Barcelona: Tusquets.

Cohen, D. (2001). Nuestros tiempos modernos. Barcelona: Tusquets.

Frances, A. (2014). ¿Somos todos enfermos mentales? Barcelona: Ariel.
Frankfurt, H. G. (2007). Sobre la verdad. Barcelona: Paidós.

Garcés, M. (2013). Un mundo común. Barcelona: Ediciones Bellaterra.

Han, B-Ch. (2012) La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

Innerarity, D. (2009). El futuro y sus enemigos. Una defensa de la esperanza política. Barcelona: Paidós.

Moynihan, R., Heath, I., & Henry, D. (2002). Sellig sickness: The pharmaceutical industry and disease mongering. British Medical Journal, 324, 886–890. doi: 10.1136/bmj.324.7342.886

© Mètode 2016 - 88. Comunicar la salud - Invierno 2015/16

Periodista de El País, donde ha sido responsable del área de biomedicina y del suplemento de salud. Desde 2009 hasta 2012 fue la defensora del lector del mismo periódico. Es profesora del máster de Periodismo de El País en la Universidad Autónoma de Madrid y del de Comunicación científica en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Su labor periodística ha sido reconocida con diversos premios, entre ellos: el premio nacional de Periodismo otorgado por la Generalitat de Catalunya (2006), el premio Sociedad Española de Medicina General (2007), el premio Boehringer Ingelheim al Periodismo en Medicina (2009) y el premio Margarita Rivière (2015).