Los mares antárticos: claves del pasado, interrogantes del futuro
Los paisajes del Ártico y la Antártida son, además de extraordinariamente bellos, los menos alterados por la actividad humana. Y no son irrelevantes a escala planetaria: suman el 13% de la superficie de la Tierra –extensión parecida a la de los desiertos o la tundra–, y los 32,4 millones de km3 de hielo representan el 70% del agua dulce del mundo. Sus aguas tan frías son una fuente de inspiración continua para la investigación oceanográfica, entre otros motivos porque están rebosantes de vida. Los modelos de predicción dicen que las regiones polares son unas de las más sensibles al cambio global. Según los modelos, cambiará la extensión del mar helado, la temperatura y la densidad del agua, y la exposición de los microorganismos a la radiación ultravioleta, por la ampliación del agujero de la capa de ozono. El cambio climático, por el hecho de reducir las áreas con hielo marino alrededor del continente, ya afecta las zonas de reproducción del krill, base de todas las cadenas alimenticias marinas y terrestres del ecosistema antártico, con consecuencias para la red trófica marina pero también con consecuencias económicas importantes. El deshielo de amplias zonas de la plataforma de hielo alterará las zonas donde crece el bentos antártico porque elimina las áreas de plataforma continental con formación de hielo marino encima, pero también puede forzar cambios en los hábitos alimentarios de los mamíferos marinos. Aunque los deshielos son frecuentes, y la formación de icebergs no tiene nada de extraño, la aparición de un grupo de icebergs gigantescos hace ahora un par de años, así como el deshielo de áreas inmensas o el aislamiento de los pingüinos, han llegado a ser noticia relevante incluso en los noticiarios de nuestras televisiones. Son, sin duda, alteraciones en unos ecosistemas marinos (de superficie y de fondo) que ahora apenas empezamos a conocer. Los océanos desde el espacio Diferencia de color del mar entre el mar Negro y el Mediterráneo oriental. El mar es azul –transparente– en el Mediterráneo, pobre en nutrientes, y es verde, con grandes poblaciones de algas, en el mar Negro. Pretender estudiar el impacto de los océanos sobre el clima del planeta a partir de la escasa capacidad de observación que tenemos cada uno de nosotros, tanto en el espacio como en el tiempo, sería como pretender captar la belleza de un cuadro, y entender la intención del autor, a partir de un par de pinceladas. Es una ingenuidad sólo perdonable a los científicos que nos precedieron cuando aún no había instrumentos de observación e integración globales. Hoy, las variaciones más imperceptibles en la temperatura, la salinidad o la velocidad y dirección del agua del mar las podemos medir por medio de sensores instalados en el conjunto de boyas, anclas y barcos que hay esparcidos por los océanos. Estos observadores sobre el terreno, coordinados a través de programas internacionales como el Sistema de Observación Global del Océano (GOOS), toman el pulso del océano y registran los cambios que se producen. Pero, sin duda, el instrumento que ha dado un empuje definitivo a la ciencia del cambio global es la teledetección desde satélites orbitales. Vehículos espaciales cargados con espectrorradiómetros, escaterómetros o sensores de microondas, dan repetidamente vueltas a la Tierra y, en un tiempo impensadamente corto, ofrecen registros de propiedades tan diversas como la temperatura y el nivel del mar, la concentración de pigmentos, la velocidad del viento, la cobertura de hielo, de nubes y de partículas atmosféricas, o la cantidad de radiación reflejada. Es de esta manera, sólo de esta manera, como tomamos bastante distancia para observar el cuadro en conjunto y percibir las dinámicas interrelacionadas de las grandes corrientes marinas, de los hielos polares, de las nubes, e, incluso, de los microorganismos que gobiernan el ciclo de los elementos en la superficie del océano. Rafael Simó, Josep M. Gasol y Josep-Maria Gili, Institut de Ciències del Mar-CMIMA, CSIC (Barcelona). |
Las imágenes obtenidas por el sensor MODIS del satélite Terra han mostrado que, durante los meses de febrero y marzo del año 2002, una enorme masa de hielo flotante situada en la zona este de la península Antártica se ha separado del continente. Un total de 3.250 kilómetros cuadrados de hielo se desintegraron en una miríada de icebergs en el período de 35 días comprendido entre el 31 de enero y el 7 de marzo. Las imágenes se tomaron los días 31 de enero, 17 y 23 de febrero, y 5 y 7 de marzo.
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