Las flores constituyen uno de los temas más amables y recurrentes de la historia de la pintura. Convertidas en una fuente inagotable de inspiración, el interés que han suscitado en los artistas de todas las épocas se ha manifestado de formas muy diversas, pero ha permanecido invariable. Desgraciadamente, la actitud de la historiografía artística, al menos hasta las últimas décadas, ha sido muy distinta. El desconocimiento generalizado y la escasa valoración de la pintura de flores, reducida para muchos a cuadritos de salón femenino, es en buena parte el resultado de su insistente consideración como género menor heredada de la tradición académica. Sin la intención de elevar a «obras maestras» todos los cuadros de flores, sí parece necesario intentar situar en su contexto la riqueza y complejidad de estas propuestas artísticas, liberándolas del escaso entusiasmo que todavía hoy se refleja en los juicios condescendientes de muchos críticos e historiadores del arte.
La aparición de las flores como tema autónomo de la pintura se produjo en los años finales del siglo XVI, desarrollándose plenamente en las dos centurias siguientes. Sus orígenes están inseparablemente unidos al fenómeno más general que supuso la configuración de la absurdamente llamada pintura de naturalezas muertas como género independiente. Aunque con distintos planteamientos e intereses, Caravaggio (1573-1610) en Italia, Sánchez Cotán (1560-1627) en España y Jan Brueghel (1568-1625) en Flandes iniciaron de forma casi simultánea un camino común que con el tiempo se convertiría en uno de los fenómenos más singulares de la cultura pictórica europea y del mercado internacional del arte. En este sentido es altamente representativo que uno de los cuadros más caros del mundo sea el ramo de lirios pintado por Vincent van Gogh a finales del siglo XIX.
Si nos detenemos un momento ante uno de los espléndidos ramos de flores de Jan Brueghel de Velours (1606, Munich, Alte Pinakothek), podremos comenzar a entender muchas de las claves que se esconden en esta singular práctica artística, intensificando así el indudable placer visual que proporcionan. El artista flamenco, que se encuentra entre los primeros y más grandes especialistas del género, inició el esquema compositivo de mayor continuidad histórica, en el que se destaca sobre un fondo neutro la rica variedad de las especies vegetales. El lienzo constituye además una buena muestra del naturalismo analítico y descriptivo de cuño nórdico, de visión sorprendentemente precisa y detallada que por sí sólo explica la alta estima que alcanzaron sus cuadros. Más allá de las variaciones formales desarrolladas por las distintas escuelas o movimientos artísticos, la corrección botánica y el virtuosismo técnico caracterizaron durante siglos las mejores composiciones de flores europeas. En muchas de ellas, la importancia concedida a las veladuras, es decir, al cuidadoso modelado mediante la superposición de capas de pintura ligeras y transparentes, consigue dotar de corporeidad a los elementos naturales, registrar las diferentes calidades de sus superficies y modular sutilmente la iluminación y el color. Sin embargo, la comprensión de este género pictórico implica otros muchos aspectos que desbordan ampliamente su análisis formal tradicional. En este caso, me gustaría destacar dos cuestiones fundamentales: la importancia de una correcta identificación de las especies vegetales representadas y su discutida interpretación simbólica.
El protagonismo indiscutible que las plantas ornamentales adquieren en este tipo de pinturas no puede desligarse del creciente interés por el saber botánico que se experimentó en toda Europa desde comienzos del siglo XVI. Las expediciones científicas dieron a conocer nuevas especies vegetales de Asia, África y, sobre todo, de América, favoreciéndose la introducción y la difusión de plantas exóticas en nuestro continente. El contacto epistolar, el intercambio de ejemplares vivos o desecados, el regalo, la difusión de tratados científicos y el comercio contribuyeron a la formación de un grupo de amantes y estudiosos de las plantas en las principales ciudades europeas. En este ambiente, la creación de los primeros jardines ornamentales para flores exóticas suscitó el entusiasmo y el apoyo de monarcas y aristócratas europeos.
Este fenómeno explica que, desde mediados del siglo XVI, el número de plantas ornamentales cultivadas en los jardines europeos desde la Antigüedad y la Edad Media se incrementara de manera espectacular gracias a la afluencia de plantas americanas y a la importación de especies procedentes de Asia Menor y la Península Balcánica. Entre ellos se encuentra el girasol (Helianthus annuus L.), el dondiego de noche (Mirabilis jalapa L.), la capuchina (Tropaeolum majus L.), los claveles de Indias (Tagetes erecta L. y T. patula L.), la pasionaria (Passiflora caerulea L.) o el nardo (Polianthes tuberosa L.), mientras que la corona imperial (Fritillaria imperialis L.), el jacinto (Hyacinthus orientalis L.), el ciclamen (Cyclamen persicum L.), la anémona (Anemone coronaria L.) y los tulipanes (variedades de jardín de Tulipa gesneriana L.) pertenecen al segundo grupo. Todas ellas son tan comunes y habituales para nosotros que es muy fácil olvidar el entusiasmo que despertaron en la época. El caso del tulipán es uno de los más representativos y mejor estudiados. Introducido en la corte de Fernando de Habsburgo desde los jardines de Constantinopla, la forma, el tamaño y la enorme variedad de sus flores, los convirtieron rápidamente en objeto de estudio y experimentación. En la Holanda del siglo xvii, este aprecio se convirtió en una locura colectiva por conseguir los ejemplares más hermosos y más caros. Este fenómeno, conocido como «tulipomanía», llegó a poner en peligro la economía del país, pues la gran demanda de flores y bulbos del tulipán, codiciados por los coleccionistas y convertidos en elementos de prestigio, provocó la especulación a gran escala. Este proceso hizo posible que los artistas europeos fueran incorporando al repertorio tradicional de plantas ornamentales, la espectacularidad de todas estas flores exóticas para que su belleza efímera fuera inmortalizada en sus lienzos.
La identificación botánica de las especies representadas en la pintura es una tarea muy compleja en la que resulta necesario reunir conocimientos específicos de historia de la botánica y métodos de identificación propios de los historiadores de la ciencia que tampoco poseen ejemplares vivos. Además, resulta imprescindible recurrir a los textos de la época para evitar el error común de confundir especies que actualmente se conocen en jardinería con las que realmente se cultivaron durante los siglos XVI y XVII. Debe tenerse en cuenta que, a comienzos del XIX, muchas variedades antiguas fueron eliminadas después de la llegada de otras nuevas que se pusieron rápidamente de moda, entre otras cosas porque eran menos sensibles a las enfermedades y a las plagas. Como ejemplo de estas confusiones puede citarse el caso de las bolas de nieve (Viburnum opulus L.), uno de los principales arbustos que adornaban los jardines barrocos y que con mayor frecuencia se representaron en pintura, que se han identificado equivocadamente como hortensias (Hydrangea hortensia L.) por desconocer que estas últimas, procedentes de Japón, no fueron introducidas en jardinería hasta finales del siglo XVIII.
La identificación botánica puede ayudar también a reconstruir el método de trabajo de estos artistas especializados. A pesar de la fidelidad botánica que caracteriza a los pintores de flores, no hay que olvidar que el objetivo principal de sus obras no era reproducir una imagen exacta de la naturaleza, sino crear una obra bella en la que suele imponerse el carácter decorativo sobre la realidad. Este objetivo conduce a modificar el tamaño o el color de algunas flores, buscando la simetría de la composición o la armonía cromática. Otra característica frecuente de estos lienzos es la presencia excesiva de plantas en relación con el tamaño del jarrón o contenedor. No obstante, el hecho que más claramente demuestra que el realismo de estos floreros es sólo aparente reside en la representación conjunta de especies que florecen en distintas épocas del año. En consecuencia, la posibilidad de que el pintor reprodujera un ramo real disminuye conforme aumentan los detalles y el número de especies representadas. Algunos artistas, como Jan Brueghel, se servían de flores frescas que pintaban directamente del natural y que iban añadiendo al cuadro a medida que avanzaba el año. Sin embargo, lo más habitual era que utilizaran pinturas o diseños previos de plantas individuales en distintos estados de desarrollo, además de recurrir, para su composición, a los distintos florilegios o libros de láminas florales que circulaban en la Europa del momento. Así sucede, por ejemplo, en las obras más tempranas de Juan de Arellano (1614-1676), que figura entre los mejores especialistas españoles del género. Una buena muestra de la alta estima en que le tuvieron sus coetáneos son los versos que le dedicó el poeta Pedro Álvarez de Lugo en 1664:
Aquesas hermosas flores
del natural trasladadas
tan bellas son, que pintadas
no es posible ser mejores.
Bien, Arellano, en primores
imitáis al Criador
que les concedió el primor
nativo, pues se ven tales
que para ser naturales
sólo les falta olor.
Como otros muchos pintores barrocos, el artista madrileño escogió su repertorio floral con una evidente intención decorativa, privilegiando las formas dobles e incluyendo sólo ocasionalmente especies espontáneas, además de interpretar el gusto internacional impuesto en toda Europa a partir de modelos flamencos, holandeses e italianos. Otro rasgo habitual de estas composiciones es la presencia subordinada de pájaros, mariposas o pequeños insectos, como podemos apreciar en su Florero de bronce (1647, Madrid, colección particular). Varios autores han interpretado estos elementos en clave simbólica, como alusiones al alma y al mundo espiritual frente a la caducidad de los bienes terrenales que representan las flores. No sabemos si Arellano quiso transmitir este u otro tipo de mensajes religiosos en sus obras o presentar simplemente una imagen grata e idealizada de la naturaleza. Aunque el análisis de la pintura de flores no puede aislarse de la cultura predominantemente simbólica del Barroco, existen importantes diferencias de opinión entre los investigadores. La interpretación última de estos lienzos y, en general de las naturalezas muertas con las que a menudo se funde, es una cuestión compleja que actualmente permanece abierta. La única tipología, dentro de este género, en la que se acepta sin reservas su contenido alegórico y moral es la pintura de vanidades. La necesidad de reflexionar sobre la fugacidad de la vida, el irremediable triunfo de la muerte y, en consecuencia, la inutilidad de las glorias y ambiciones terrenas era el mensaje transmitido en estas obras mediante imágenes simbólicas que el público sabía interpretar. Una buena muestra es la Vanitas (Madrid, colección particular) atribuida al pintor valenciano Tomás Hiepes (ca. 1600-1674). En ella se disponen algunos de los símbolos tradicionales de este tipo de pintura, como el cráneo y el fémur, las alusiones más evidentes a la caducidad de la vida; el reloj de arena, que recuerda igualmente el implacable paso del tiempo, y un libro, que en este contexto simboliza la inutilidad del saber. Las flores fueron otro elemento constante porque, al marchitarse pronto, se convertían en imágenes de la brevedad de la existencia. Sin embargo, al introducir en el jarrón un crucifijo, que incita a reflexionar explícitamente sobre la Pasión y la Resurrección cristianas, es posible que las plantas que le acompañan tuviesen su propio simbolismo religioso. No parece casual que junto a flores conocidas por su fragilidad extrema, como las anémonas, o por su vida efímera, como la rosa, se represente el romero que, al igual que otras plantas que no pierden sus hojas, se convirtió en un símbolo de la inmortalidad. Por otra parte, los claveles y los pensamientos que tradicionalmente aparecen en la pintura religiosa como atributos de Cristo y de la Trinidad se oponen a claras alusiones a la vanidad del mundo, como los tulipanes, cuyos bulbos llegaron a costar en esta época auténticas fortunas. A pesar de esta atractiva hipótesis, conviene tener presente que la reconstrucción del simbolismo vegetal es una tarea muy complicada pues, entre otras cosas, es imposible atribuir a las flores un sentido inmutable e independiente del contexto en el que aparecen representadas.
En cualquier caso, los contenidos científicos y religiosos que determinaron la simbología de la pintura de flores en sus orígenes fueron diluyéndose conforme avanzaba el siglo XVII, cediendo paso progresivamente a la pura función decorativa. Esta libertad frente a las exigencias narrativas fue, precisamente, uno de los aspectos fundamentales que explican el renovado interés experimentado por los artistas más innovadores de finales del XIX y principios del XX, que fueron los encargados de reinterpretar el género desde planteamientos personales totalmente distintos. Sólo así se explica que artistas como Delacroix, Manet, Monet, Cézanne, Van Gogh, Mondrian, Picasso y otros muchos más cercanos en el tiempo hayan consagrado una gran parte de su tiempo a pintar flores.
María José López Terrada. Departamento de Historia del Arte, Universitat de València.
© Mètode 47,Otoño 2005.