A través de una maniobra de síntesis tal vez injusta voy a reducir las posibles formas generales de paisaje a dos. Después de todo, dado que lo que se pone en juego es la contemplación, el factor clave ha de ser la distancia, la distancia de enfoque que resulte más adecuada a la hora de percibir con placer o análisis esos fragmentos de mundo donde el mundo se abre. Digo, por tanto, que hay dos tipos de paisaje: los que exigen una perspectiva lejana y aquellos que enseñan sus virtudes en la proximidad.
A la primera clase se ajusta con sólida perfección el mar. Cualquier visión suya acontece en las coordenadas de amplitud que dicta el horizonte. Siempre se mira el mar hacia un final que no implica terminación sino vastedad imposible de eludir. El paisaje marino es, por lo demás, paisaje con cielo, así que quien lo mira se pone delante de una lejanía doble, la impuesta por el plano tumbado del agua y la que sube por el plano vertical del aire. Lo mismo ocurre con la tierra y el azul en las planicies extensas. Si se trata de paisajes de gran angular lo cercano no cuenta. Los ojos son llamados por una voz muy distante.
«De esa luz y esas sombras viven estos valles estrechos donde el rodeno se cuarteó según leyes cubistas antes del cubismo»
Para el otro tipo de paisaje, en cambio, lo decisivo emana de la corta distancia, a veces de la intimidad con que se disfrutan sus elementos. Hablo de paisajes recogidos en sí mismos, obligados por la geología a esconder la belleza que contienen. En ellos no nos situamos estrictamente frente al paisaje sino más bien nos introducimos en él, dicho sea esto sin pizca de misticismo.
En las tierras valencianas, no creo que haya mejor ejemplo de esta segunda manera de organizarse los vacíos y los volúmenes naturales que la sierra de Espadán, tan igual a otras en su perfil aunque tan inagotable en luz, sombra y atmósfera exclusivas. Al caminar por sus hondos barrancos o por sus laderas se experimenta la sensación constante de ser acogido. La mirada no tiene que recorrer nunca grandes trechos para topar con algo donde valga la pena posarse. El cielo carece de protagonismo. Espadán es un lugar terrestre, poco o nada aéreo. Un lugar para ángulos de visión no demasiado abiertos. Un espacio, en definitiva, lleno de esencias arcádicas nacidas de una combinación que se particulariza a través de la acción sabia de la fragosidad y la dulzura, de la presencia de lo abrupto junto a lo hospitalario.
Como único hay que entender también el ajuste que en esta sierra se da entre vegetación agrícola y vegetación silvestre. Almendros, algarrobos, cerezos y olivos se diseminan casi por cualquier parte, pero sin llegar a apoderarse de nada, creciendo en la compañía fraterna de los alcornoques. Y es que los árboles, omnipresentes en su variedad, son el secreto explícito de este territorio. Por encima de todos ellos, desde luego, está el alcornoque, verdadero dueño del Espadán más puro (no olvido, con todo, el papel esta vez secundario del pino, ni el latido solitario de los almeces). De él procede la luz verde ceniza de tantos de sus parajes, e igualmente sus sombras, arquetípicas, benéficas. Sombras que deberían tener denominación de origen.
De esa luz y esas sombras viven estos valles estrechos donde el rodeno se cuarteó según leyes cubistas antes del cubismo. En Espadán, hasta las peñntilde;as altas, con sus líquenes color verde pistacho, parecen estar a mano. Casi sin querer podemos tocar el manantial y la roca, rozar el aladierno y el lentisco. Allí no hay horizonte, nada se aleja. Los ojos son llamados por una voz muy próxima.