© NASA El satélite Swift orienta sus detectores hacia una explosión cósmica. |
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Hace 7.500 millones de años tuvo lugar una explosión colosal en un lugar recóndito del universo. Posiblemente fue un estrella que, en su último espasmo, provocó el suceso. Aún faltaban más de 2.000 millones de años para que se formara una estrella lejana, alrededor de la que orbitaría un planeta al que algunos de sus habitantes llamarían Tierra. Aquella fenomenal explosión liberó durante unos segundos una energía equivalente a la de cientos de miles de galaxias, cada una de ellas con miles de millones de estrellas. Esta energía, en forma de radiación de todas las longitudes de onda (luz visible, ondas de radio, rayos gamma…) empezó a viajar a la velocidad de la luz en dos direcciones opuestas, a modo de un chorro que perforó el entorno anteriormente plácido del sistema recién desaparecido. Si en alguno de aquellos desgraciados sistemas estelares existía vida, podemos estar seguros de que el increíble brillo que aquel día vieron en el cielo fue su último recuerdo, hace 7.500 millones de años. Es 19 de marzo de 2008. A las siete de la mañana la ciudad de Valencia se despereza, después del castillo de fuegos artificiales de la noche anterior, mientras los noctámbulos más recalcitrantes se mezclan con los falleros y los músicos que preparan la última despertada de las fallas de 2008. Poco saben que el eco del petardo cósmico más grande de la historia está a punto de atraparlos sin que ni tan siquiera se percaten de ello. Aquella noche la Luna, casi llena, se había puesto a las seis de la mañana. Exactamente una hora después, el Sol empezaba a asomar por el este, sobre el horizonte. Si en aquel momento alguno de los músicos que afinaban sus instrumentos para el pasacalle matutino hubiera levantado la cabeza para mirar a lo más alto del cielo habría podido ver durante unos segundos que un objeto aparecía en el firmamento para apagarse en seguida. Seguramente lo atribuiría al alcohol, al cansancio de la noche o al agotamiento acumulado en demasiadas noches de fallas, y lo olvidaría poco después. Este músico, o cualquier otra persona que aquel día, a las 07:12 hora española, hubiera mirado hacia la constelación de Boyero (ligeramente al norte de la estrella Arturo), habría sido testigo ocular del fenómeno astronómico más espectacular nunca registrado por la humanidad. Después de viajar por el cosmos durante 7.500 millones de años, el resplandor provocado por aquella explosión acababa de llegar a la Tierra. Por supuesto que no se paró. Aunque a algunos terrícolas les cueste creerlo, ser observados por nosotros no es el principal objetivo de los eventos del universo. El fogonazo original, concentrado en un chorro muy fino, parecido al que sale de una manguera, se ha ido expandiendo de tal manera que su frente cubre ahora más de mil millones de años luz de diámetro. Evidentemente este tipo de caparazón ha atravesado la Tierra sin prácticamente enterarse de nuestra existencia, depositando sobre nosotros una fracción ínfima de su energía. Pero esta ínfima fracción fue suficiente para alertar al satélite Swift, centinela que orbita la Tierra a la caza de las explosiones de rayos gamma que ocurren en todos los rincones del universo. Esta explosión de rayos gamma (gamma ray burst) fue casualmente la segunda detectada el 19 de marzo del 2008 y por eso se la ha denominado GRB080319B. Es interesante señalar que aquel día ha sido el único, desde que hay registros, que se detectaron hasta un total de cinco explosiones GRB en un margen de 24 horas. Como ha hecho sistemáticamente desde hace años, Swift envió de manera automática sus coordenadas a centenares de observatorios de la Tierra en unos pocos segundos. Desde que se detectó, se supo que GRB080319B era especial: no sólo su energía en rayos gamma era muy grande, sino que el primer telescopio óptico que rápidamente miró en aquella dirección para buscar una contrapartida en luz visible se vio literalmente deslumbrado, porque el objeto era mucho más brillante que ningún GRB que se hubiera descubierto con anterioridad. Las primeras cámaras que pudieron observarlo encontraron un objeto tan brillante que podría, incluso, haber sido visto a simple vista durante los primeros cuarenta segundos después de ser descubierto. Un GRB no había alcanzado nunca este nivel de brillo, y la primera interpretación fue que debía haber ocurrido mucho más cerca que cualquier otro jamás observado. Las sorpresas no habían hecho más que empezar. Aquella misma noche el telescopio VLT, situado en Chile, con su espejo de ocho metros de diámetro, tomó un espectro de la luz procedente de GRB080319B, lo que permitió medir las propiedades químicas, y la distancia a la que se encuentra de nosotros. El resultado, lo hemos adelantado en el primer renglón: contra todo pronóstico, el objeto que estalló lo hizo hace 7.500 millones de años, más de la mitad de la edad del universo. La galaxia en la que estalló (o lo que quedo de ella) estaría hoy a diez mil millones de años luz de nosotros. Esta distancia, que los astrónomos llaman comóvil, es mayor incluso que la que ha recorrido la luz durante este tiempo, por el hecho de que la propia expansión del universo ha contribuido a alejarnos aún más de ella. Definitivamente, sea quien fuere quien decidiera que GRB080319B debía ocurrir, estaba dispuesto a llamar la atención. La combinación del increíble brillo aparente de este objeto, aunque durara sólo unos segundos, y la distancia cósmica que nos separa de él permite entender que su luminosidad fue absolutamente excepcional. Sería necesario acumular la luz de casi un trillón de soles para poder acercarse a la intensidad de energía que, durante 40 segundos, se produjo en aquel lugar del universo. Hoy, unos meses después de que los astrónomos detectaran aquella explosión, ni los telescopios más grandes observan ningún remanente en la posición donde GRB080319B brilló. El caparazón de energía que atravesó la Tierra durante la despertada del día grande de las fallas de 2008 se encuentra ya a muchos miles de millones de kilómetros de distancia, dispuesto, quien sabe, a llamar la atención de otros observadores en innumerables otros mundos. Curiosamente, Sir Arthur C. Clarke, científico y autor de algunas de las más provocativas e interesantes obras de ciencia ficción de nuestra era, murió el día 18 de marzo del 2008. Algunas personas afirman que GRB080319B, unido a los otros cuatro GRB que se sucedieron el mismo día, es la señal que ACC nos ha enviado para hacernos saber que ha llegado sano y salvo al otro lado. Vicent Martínez, Obervatori Astronòmic de la Universitat de València. |
«Aunque a algunos terrícolas les cueste creerlo, ser observados por nosotros no es el principal objetivo de los eventos del universo» |