A finales del siglo XIX la mayoría de los físicos creían en la existencia del éter. René Descartes postuló tres tipos: luminoso, transparente y opaco. Del primer tipo estaban hechos el Sol y las estrellas; del tercero, la Tierra y los planetas; el transparente llenaba el resto en un plenum que arrastraba los astros por medio de vórtices. Christiaan Huygens y Gottfried Leibniz trataron de explicar, con un cierto éxito, la gravitación en el Sistema Solar a partir de principios cartesianos. Incluso Isaac Newton al inicio asumió algunos de estos principios.
El éter, en su versión más luminosa, volvió a adquirir relevancia entre los científicos cuando se reconoció la naturaleza ondulatoria de la luz gracias a Thomas Young y otros físicos de la época. Posiblemente fue William Thompson, Lord Kelvin, el físico que abrazó con más fuerza la idea del éter luminiscente, aunque sus amigos y colegas George Stokes, Hendrik Lorentz y George F. FitzGerald también eran arduos defensores de su existencia. Oliver Logde, en 1905, describió los rayos X como «vibraciones del éter terriblemente rápidas» y la divulgadora de la astronomía Agnes M. Clerke escribió en 1902 sobre el «vehículo etéreo de la propagación de la luz».
Para demostrar la existencia del éter Albert Michelson y Edward Morley diseñaron en 1887 un experimento muy ingenioso: mediante una lente semiplateada dividían un rayo de luz monocromático en dos haces que viajaban en direcciones perpendiculares, recorriendo dos caminos ópticos de la misma longitud. Con un sistema de espejos los hacían converger en un único punto, en el que se deberían observar patrones de interferencia si la velocidad de la luz en cada una de las direcciones se veía alterada de manera diferente por el viento del éter que produciría el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Pero no se observaron las interferencias.
«En el marco de la teoría general de la relatividad, Einstein postuló la existencia de las ondas gravitacionales, aunque pensaba que nunca se podrían detectar»
No está claro hasta qué punto el resultado negativo del experimento de Michelson y Morley pudo influir en el desarrollo de la teoría especial de la relatividad de Albert Einstein en 1905, pero desde luego contribuyó de manera decisiva a que la noción de la constancia de la velocidad de la luz ganara una amplia y rápida aceptación. Años más tarde, en el marco de la teoría general de la relatividad, Einstein postuló la existencia de las ondas gravitacionales, aunque pensaba que nunca se podrían detectar.
En efecto, los objetos muy masivos y que se mueven muy rápidamente producen oscilaciones del tejido del espacio-tiempo que pueden llegar a detectarse, pero que han resultado muy elusivas: han pasado más de cien años desde que se postularon las ondas gravitacionales hasta que por fin se han detectado directamente y para hacerlo se ha utilizado precisamente un interferómetro de Michelson. Los dos brazos del LIGO (Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory) miden 4 kilómetros –los originales de Michelson y Morley solo 11 metros– y por su interior viajan láseres a la velocidad de la luz. Si en un momento dado las ondas gravitacionales producen una deformación tal que uno de los brazos se estira y el otro se encoge se producirá una interferencia y se habrán detectado las ondas gravitacionales. La dificultad técnica es enorme, ya que es como medir que un palo de 1021 metros se encoja unos milímetros.
El 15 de septiembre de 2015 LIGO dio un resultado positivo y reveló que lo que había postulado Einstein existía, abriendo una nueva ventana para observar el universo: al parecer estas interferencias las habría producido la colisión de dos enormes agujeros negros a más de mil millones de años luz de distancia. Nadie en la Tierra lo notó. Bueno, nadie no: LIGO estaba atento, lo detectó y se lo contó a los científicos que desde hacia décadas esperaban ansiosos escuchar ese susurro.