Todos hemos oído hablar de los estragos de la eugenesia durante la primera mitad del siglo XX. Evidentemente, el holocausto queda como recordatorio de la «limpieza» de sangre que pretendían hacer los nazis para conservar la pretendida pureza de la raza aria, con el encarcelamiento y eliminación sistemática de personas de las etnias judía y gitana, entre otros. Sin embargo, quien acuñó la palabra eugenesia fue Francis Galton en la primera década del siglo XX. Como a muchos aristócratas británicos, le preocupaba el bajo índice de natalidad en las familias nobles y la elevada natalidad entre la gente de clase obrera, a la que consideraba netamente inferior en capacidades cognitivas y medidas físicas como el estado de salud, la altura o la belleza. Un año antes de morir, Galton escribió que deberían reproducirse solo aquellos que tuvieran los mejores genes (para tener los mejores hijos, claro) y esterilizar a los deficientes mentales y cortos de espíritu.
Nunca se aplicaron directamente las ideas de Galton en el Reino Unido, pero sí que hubo firmes defensores que las importaron al resto del continente europeo, como Alemania, y también a Suecia y a Estados Unidos, donde en los años veinte, mucho antes del III Reich alemán, se promulgaron leyes en diferentes estados que permitían primero encarcelar y después esterilizar a las personas descritas como débiles mentales y categorizadas como idiotas, retrasadas o imbéciles. Y aquí cabía todo: personas con problemas de salud mental, disléxicos, prostitutas, chicas violadas y adolescentes rebeldes, y sobre todo, un cajón de sastre en el que iban a parar los indigentes y la gente más humilde, que no tenían medios económicos, que pasaron hambre con la recesión económica y que, por supuesto, no tenían acceso ni a una comida básica ni a unos mínimos sanitarios. Por ejemplo, madres de hijos cuyas infecciones o la falta de vitaminas durante el embarazo y los primeros años de vida habían causado enfermedades de retraso en el desarrollo. La eugenesia y la «limpieza social» sirvieron como excusa para esterilizar a decenas de miles de personas, con la pretensión equivocada de librar a la sociedad de genes «defectuosos». Al mismo tiempo, había competiciones en las ferias de los pueblos y ciudades para encontrar y galardonar al «niño ideal» entre bebés y niños pequeños. ¡Lo que puede llegar a hacer la ignorancia de los que creen estar en poder de la verdad!
Quizás creemos que con un siglo de distancia hemos cambiado, pero las ideas son resistentes y multiformes, y se van reencontrando en un formato u otro. Hace pocos meses, salió un estudio de asociación analizando variantes polimórficas de todo el genoma de más de tres millones de perfiles genéticos (de personas, básicamente, de Estados Unidos), para identificar las variantes genéticas que pudieran predecir mejor éxito en los estudios y en la vida. Por mucho que han buscado en todo el genoma, lo que han encontrado es que la correlación más importante es con el estatus social y económico de la familia de la que se procede. No porque la genética no tenga que ver con las capacidades intelectuales –que está claro que sí, aunque estamos hablando de una herencia compleja, en la que contribuyen muchos genes distintos–, sino porque en una sociedad que no procura la universalidad de la educación y la sanidad de calidad para todos, el hándicap principal es que, por muy lista que sea, una persona no puede dedicarse a estudiar e ir a la universidad si tiene que trabajar para sobrevivir. Por si no fuera suficiente, un artículo reciente correlaciona los barrios de pobreza extrema con la nefasta calidad del aire, lleno de contaminantes neurotóxicos que interfieren en el desarrollo neurocognitivo de los niños durante los primeros años de vida. Y aquí no son los genes, no; aquí lo que hay es un efecto ambiental. Quizás es necesario que nos lo replanteemos.