El imaginario simbólico de inspiración animal ha fijado habitualmente su atención en los vertebrados, y ha tendido a dejar de lado, pese a su abundancia, el deslumbrante mundo de los bichos sin armadura ósea. Pero si queremos encontrar excepciones, tenemos que recurrir inevitablemente a la abeja, el invertebrado que quizá más interés ha suscitado nunca, y que ha acabado por verse asociado a un buen puñado de referencias simbólicas e incluso arquetípicas, establecidas en la antigüedad clásica y en el período medieval. Plinio el Viejo expresaba con rotundidad su admiración por nuestro insecto: “Inter omnia [los insectos] ea principatus apibus et iure praecipua admiratio”. La abeja, es cierto, acumula una gran cantidad de rasgos significativos: vive comunalmente, respeta una jerarquía, es trabajadora, se asocia a las flores, tiene unos machos bastante extraños, posee aguijón, construye panales y, cosa maravillosa, ofrece la dulcísima miel.
Ya el propio nombre griego de la abeja es todo dulzura: mélitta (o mélissa), directamente relacionado con méli, miel, hasta el punto que a veces también mélitta puede aludir a la azucarada pasta. Si vais a un diccionario de griego, encontraréis un buen puñado de vocablos con la misma raíz, todos de una eufonía innegable. Aristóteles aventuró una explicación de la presencia de la miel en los panales plenamente consonante con la consideración poética que tenemos de ella. Así, hablaba de que la miel no era fabricada por las abejas –que sí que hacían la cera, con la resina de los árboles, y del mismo panal, con flores– sino que era un producto del aire, que caía con las gotitas de rocío, principalmente al salir las estrellas o el arco iris, y que las abejas recogían de las flores. Aristóteles dedicó a la abeja amplios párrafos dentro de su obra zoológica, con observaciones por lo general más ajustadas que las relativas al origen de la miel. Sin duda, recogió buena parte de su información directamente de los apicultores, cosa que hace especialmente valiosa su aportación. En todo caso, el origen de la miel siempre resultó bastante enigmático. Por eso, en el Physiologus, prototipo de los bestiarios, atribuido a San Epifanio, se establece que como la pequeña abeja da admirablemente un fruto que es el origen de la dulzura, así también las obras divinas son incomprensibles y admirables para los humanos.
El otro producto por excelencia de la abeja, la cera, es motivo también de referencia simbólica. La intervención del insecto como suministrador de materia prima para el cirio pascual es cantada admirablemente en el anuncio de la vigilia de Resurrección, verdadera cima de la liturgia cristiana. En el Bestiario toscano, por su parte, se nos dice cómo la cera es empleada por la abeja para cerrar el panal y que no se pierda o despilfarre su fruto. Esto es un aviso de cómo nosotros tenemos que controlar con la virtud nuestros sentidos para que no sean puerta de cosas malas que nos hagan perder el fruto de las buenas obras. Obras, por cierto, que podemos hacer sólo si también en eso somos como la abeja: trabajadores ordenados, humildes y pacientes, siempre pensando en los bienes comunes. Encontramos así una referencia a la laboriosidad de la abeja, cuestión también muy ponderada por los autores antiguos. Quizás fue Claudio Eliano quien más simpatía manifestó por ella. Nos dice este autor que la abeja añora, allá donde el invierno es riguroso, el calorcillo que impide que se entumezcan sus miembros, y que uno nunca la verá ociosa si el tiempo acompaña. Quizás por eso, Isidoro de Sevilla encontrará como cosa natural que en Escocia no se den abejas.
Eliano nos hablará asimismo de la animadversión de la abeja hacia la molicie y la lujuria, compañeras habituales de la pereza, y nos da los casos de gente atacada por un enjambre por haberse perfumado con exceso o por haber mantenido relaciones inconvenientes. Ni qué decir tiene lo provechoso que resultó eso para el simbolismo moralizador de la edad media: el aguijón de la abeja como imagen de quien combate el pecado.
La abeja, finalmente, ha sido alegoría del sentido de la perfección y la justicia. Eliano, una vez más, ensalzará la construcción de colmenas y panales, no sólo por estar bien hechas y ser bellas, como los edificios de los monarcas, sino también por no estar relacionadas con el padecimiento de los otros y la esclavitud, diferencia fundamental con lo que hacen los magnates. Semejante sentido del orden justo hará decir a Richard de Fournival, en su Bestiaire d’amour, que a pesar de ser sorda, la abeja se da cuenta del canto, que le atrae y al que obedece, por ser expresión de perfección.