Un artículo publicado en marzo de 2015 en la revista Science da cuenta del fósil humano más antiguo. Este hallazgo afina un poco más el lugar y momento de la separación del género Homo del resto de los primates: Etiopía hace 2,8 millones de años. Un cambio climático redujo mucho los bosques donde vivían y el camino de la evolución se bifurcó: unos muchos se quedaron confinados en los reductos de bosque remanente (que, por cierto, hoy son solo unos pocos) y solo unos pocos saltaron al suelo para arriesgarse en un paisaje nuevo y abierto (que, por cierto, son hoy unos muchos).
El cambio para los que abandonaron el paraíso fue duro. En el paraíso todo abunda y todo cuesta poco esfuerzo. Basta alargar el brazo para alcanzar una fruta o un pequeño animal. Sin embargo, a nivel del suelo todo supone un problema. La proteína animal está en cuerpos enormes que huyen a velocidades imposibles y, además, hay que disputársela a una gran variedad de experimentados y fieros carnívoros. La proteína vegetal abunda por otro lado a ras de suelo, sí, pero vivir de ella obliga a dedicar mucho tiempo, a recorrer grandes distancias y a invertir no poca energía. Fuera del paraíso la eficacia y la eficiencia empiezan a importar. Hoy sabemos que la solución fue acceder a una inteligencia con la que anticipar la incertidumbre. Pero ¿cómo se llegó a ella?
Para sobrevivir en un paisaje abierto el mono, en efecto, tuvo que hacerse rápida y progresivamente eficaz y eficiente. Ponerse de pie como hizo el Australopithecus afarensis supuso un primer hito para ver llegar a los depredadores con la antelación suficiente para ponerse a salvo. Pero ¿cuál fue el estímulo para ponerse de pie antes de disponer de una inteligencia que le recomendara tal cosa? ¿Fue simple selección natural o hubo algún otro estímulo especial? ¿Hubo algún tipo de premio o de castigo para responder a la presión que de repente empezara a reclamar eficacia y eficiencia?
Sugiero como posible respuesta algo que bien podríamos llamar el gozo palanca. Consiste en un gozo mental que sobreviene cuando percibimos que una causa casi nula tiende a provocar un efecto casi infinito, es decir, cuando notamos que un esfuerzo minúsculo tiene una recompensa mayúscula, como por ejemplo el placer que da levantar un pesado carro con la ayuda de una palanca: basta que su punto de apoyo esté bien calculado de modo que poca acción sea capaz de vencer mucha resistencia. Un cerebro dotado con este criterio para gozar puede empezar muy bien buscando carroña y acabar quizá escribiendo poemas. Nuestra vida actual está llena de logros movidos por el gozo palanca: acelerar o frenar un coche con la suave presión de un pie, poner una pelota de tenis a 200 km por hora con un simple raquetazo, arrancar una ovación o imponer silencio con un gesto mínimo, derribar un animal de varias toneladas acariciando un gatillo… El gozo palanca implica eficacia (lograr un resultado), pero sobre todo premia una eficiencia extrema (cuando el resultado se logre con los mínimos recursos). La idea recuerda una forma de generar orden en física a partir del caos: una mínima variación de las condiciones iniciales determina dramáticamente el futuro de un sistema.
El bipedismo de Australopithecus afarensis se vio gratificado por un claro gozo palanca: dejar de gatear entre la hierba alta y erigirse sobre las patas traseras hasta 120 cm de altura y cambiar así un horizonte a pocos centímetros de la cara por una panorámica con un horizonte a 4 km. Otra efeméride de la evolución humana es el descubrimiento de la herramienta de Homo habilis; el gozo palanca de un homínido por usar una piedra para llegar a la médula ósea de un gran fémur debió ser también histórico: un solo golpe en lugar de invertir horas para roer el hueso. Tampoco cuesta mucho imaginar el gozo palanca de Homo erectus manejando el fuego para cocinar, defenderse o templar sus armas, o el de Homo neanderthalensis dominando el lenguaje o el de Homo sapiens descubriendo el poderoso símbolo abstracto y el mismísimo alfabeto con el que, ahora sí, ya puede producir un poema sublime combinando ni siquiera treinta letras.