Bicho. Existen palabras para descalificar. Un buen ejemplo es este sinónimo de la palabra animal. Cuando alguien habla de cruzar un bosque lleno de bichos está evocando un mal trago. Un amante de la naturaleza no se expresa así. El diccionario recoge la acepción peyorativa, aunque se le puede dar la vuelta y usar la palabra para referirse cariñosamente a un simpático bebé.
Pesebre. Existen palabras sin maldad ni bondad original pero que se pueden usar para hundir otros conceptos sin paliativos. Por ejemplo: pesebre. En su primera acepción la palabra denomina el cajón donde comen ciertos animales domésticos como las vacas o los caballos. Pero el diccionario recoge un segundo significado que designa la bucólica reproducción del nacimiento de Jesucristo, una tradición navideña arraigada desde que Matteo di Mastrogiudice hiciera las primeras figuritas de barro cocido en el siglo xvi. Sin embargo, el dudoso gusto de tantos y tantos pesebres a lo largo de la historia (figuritas comerciales rígidas, papel de plata para el agua, harina para la nieve…) ha acabado por erosionar la palabra y hoy esta se aplica para ridiculizar ciertas instalaciones museográficas. Ningún diccionario recoge aún esta tercera acepción. Los museos de arqueología, de historia o de antropología usan, en efecto, ciertos montajes escultóricos, generalmente en miniatura, para representar una escena de la vida cotidiana. La idea es noble y lícita porque también lo es la idea de poner al visitante en la piel de las personas que vivieron en otro momento y lugar. Sin embargo, la exclamación «¡Vaya pesebre!» basta para fulminar todo un género museográfico sin distinguir grados en su buena o mala realización. Ni siquiera los honorables y legendarios dioramas del American Museum of Natural History (siglo xix) escapan al poder corrosivo de la palabreja.
Élite. Y atención, porque también existen palabras para desprestigiar derechos y deberes humanos fundamentales. Quizá sea difícil de creer pero una sola palabra puede hacer tambalear lo más esencial de la independencia y de la dignidad de los ciudadanos. Cierta parte mediocre y ubicua de la humanidad no ha dejado nunca de blandir una palabra contra la capacidad de la mente para comprender el mundo… ¿Cuál es el arma-palabra más eficaz contra la ciencia, el arte y la revelación intuitiva? Basta abrir el libro de la historia de la infamia de la humanidad por cualquier página para encontrarla. Es la palabra élite. Comprender es buscar lo que hay de común entre cosas diferentes y hay algo omnipresente en todas las edades negras del conocimiento: la acusación de que sus creadores y divulgadores son elitistas. Si eres un creador o un difusor de lo nuevo y escuchas pronunciar cerca de ti la palabra élite, entonces ponte en guardia o sal corriendo.
Élite procede de la palabra latina eligere. Los que están en la élite son los elegidos, los seleccionados. Un argumento repetido ad nauseam consiste en clamar por el fin de las élites en aras de la igualdad entre los humanos. Estamos de acuerdo, pero hay dos maneras de hacer tal cosa: una es fácil y consiste en asesinar a todos los elegidos, la otra es algo más difícil y consiste en favorecer que los elegidos sean todos. Lo perverso es acabar con la élite por el procedimiento de reducirla a cero, lo legítimo es acabar con la élite por el procedimiento de ensancharla al máximo. Lo primero es la cultura de consumo, un pedazo de cultura empaquetada sólo con estímulos, pero con estímulos que no conducen hacia el conocimiento sino con estímulos que se agotan en sí mismos: es como el gusano clavado en el anzuelo que nunca llega a alimentar el pez. Es la cultura del best-seller y de la autoayuda. Es la no cultura. No hay una cultura de élite y otra para el pueblo. La cultura siempre es de élite y siempre es para todo el pueblo. Se trata, sencillamente, de que el pueblo elegido sea el pueblo entero. ¿Es eso posible? Declaro que se puede divulgar sin que lo divulgado sea una vulgaridad.