Uno de los sueños incumplidos de la ciencia ficción fue el establecimiento de colonias en otros mundos. Pese a que en los inicios de la carrera espacial se especuló mucho sobre el tema, ningún intento serio en este sentido se ha realizado, a no ser que consideremos así las estaciones espaciales como la MIR o la International Space Station (ISS), a unos misérrimos 300 km de altura. Y es que son muchos los problemas que tiene que afrontar una base en otro mundo (además del obvio problema presupuestario). Para empezar, debe estar bien sellada y protegida del exterior, para impedir pérdidas de aire o agua, y evitar la radiación o los micrometeoritos. Pero sobre todo, debe ser autosuficiente, pues, al contrario que las estaciones espaciales, donde se envían con frecuencia alimentos y aire, una base en otro mundo no dispondrá de este servicio. Deberá ser capaz de reciclar sus deshechos y generar alimentos, agua, oxígeno y energía. ¿Es esto posible?
Una de las primeras pruebas de que, en principio, tal tipo de ecosistemas son posibles son las «ecosferas» de Clair Folsome, un microbiólogo estadounidense que en los años ochenta metió en un matraz con agua y gravilla una comunidad de bacterias, algas, gorgonias y camarones, y descubrió que el sistema podía mantener el equilibrio indefinidamente sin tener que aportar nutrientes desde el exterior, eso sí, siempre que recibiera luz de sol.
A escala humana, el primer intento fue el experimento soviético de los setenta, Bios-3, un laboratorio de 300 m2 que acogía tres voluntarios durante períodos de hasta seis meses. Centrado en los sistemas de reciclado de aguas y generación de oxígeno mediante algas (y en ambos aspectos el experimento fue exitoso), el sistema era parcialmente autónomo, no reciclaba los deshechos (los almacenaba), la energía provenía del exterior y contaba con un nutrido almacén de alimentos al iniciarse cada experimento (complementado con hortalizas cultivadas en el propio Bios-3).
La «respuesta» americana fue el fallido y ambicioso experimento Biosfera 2, una hectárea herméticamente cerrada de jardines, huertos, selvas, sabanas y hasta un lago con arrecifes de coral, donde vivieron durante dos años en total aislamiento ocho personas. El experimento se puede resumir en dos puntos: hambre y mal rollo. Las cosechas constituían un pobre suministro proteínico para los voluntarios, que siempre sentían hambre (se denunció además que hubo tongo y que a escondidas se les suministraban alimentos más satisfactorios) y los participantes se dividieron en dos facciones rivales desde el principio. Vamos, que si lo hubieran televisado, habría sido como La isla de los famosos. Hubo más problemas, como la constante e inexplicable caída del nivel de oxígeno, que hizo necesario dos veces inyectar aire al complejo, y la muerte de los insectos polinizadores. Finalmente un sabotaje interno abrió todas las puertas del complejo, dando al traste con el experimento. Con todo, hubo éxitos: la estructura era una maravilla de la ingeniería que se dilataba o contraía con los cambios de temperatura, manteniendo constante la presión atmosférica, y el sistema de sellado funcionó a la perfección.
Pero si algo demostró Biosfera 2 fue que quizás el eslabón más débil para establecer una base en otro mundo es la convivencia (como también lo han demostrado décadas de bases en la Antártida). Por ello un buen perfil psicológico a la hora de elegir tu personal parece indispensable (y ni siquiera esto es garantía; la selección de astronautas de la NASA pasa por unas pruebas psicológicas muy restrictivas donde se prima la estabilidad mental, y sin embargo en 2007 la astronauta Lisa Nowak secuestró e intentó asesinar a su compañera Colleen Shipman por considerarla una rival por el amor del astronauta William Oefelein). Hoy día los experimentos de aislamiento prolongado hacen más hincapié en las relaciones que en la autosostenibilidad.
Este es el caso de Mars500, un experimento de la Academia de Ciencias Rusa (con la colaboración de la ESA) actualmente en marcha en Moscú que recrea todas las etapas de un posible viaje a Marte para prevenir los problemas de convivencia que pudieran surgir. Allí, seis voluntarios elegidos entre 6.000 candidatos (como en unas oposiciones estatales, vaya) viven en condiciones de aislamiento como si estuvieran en una nave espacial. Toda comunicación es por radio y cuanto más lejos están de la Tierra, el retraso de las comunicaciones es mayor. La misión, que despegó en junio de 2010 y aterrizó en Marte el pasado febrero, está ya volviendo y no ha tenido serios problemas de convivencia (o al menos no han transcendido).
Aunque su utilidad es indudable, Mars500 ha recibido varias críticas: una misión real tendría que afrontar el problema de la ingravidez (con los desarreglos óseos y musculares asociados) así como la amenaza de la exposición a la radiación. Mars500 tampoco es autocontenida en lo referente al suministro de aire y energía (como sí debe ser una nave espacial). Y sobre todo, los voluntarios saben que si algo va realmente mal pueden salir fuera en cualquier momento. Y esa es una diferencia psicológica importante.
Con todo, tal vez la mayor fuente de problemas para una futura base espacial podría venir de una dirección totalmente inesperada: ¡la administración! Desde hace años los astronautas de la ISS se quejan de los problemas que la burocracia de las distintas organizaciones involucradas suponen para su vida a bordo. Hay firmes regulaciones que evitan que todo se pueda compartir, hasta el punto de que cada astronauta debe comer solo la comida que envía su correspondiente agencia. Hasta los retretes son fuente de conflicto, pues cada agencia tiene su propio excusado y no se permite que, por ejemplo, un astronauta ruso pueda usar el retrete de la NASA ni viceversa.
Y esto no es una ayuda para la convivencia.