Quince años después de la ciudad soñada
Recuerdos y reflexiones en el Día Mundial de las Ciudades
En otoño de 2001, la ciudad de Valencia presentaba un contraste notable. Por una parte, disfrutaba de una estabilidad política asentada en una mayoría absoluta de concejales del Partido Popular nacida de las elecciones del 13 de junio de 1999. Veinte concejales –frente a trece que componían la oposición– permitían a la alcaldesa Rita Barberà gobernar, por tercera vez, la capital del País Valenciano. Por otro lado, de todas partes –o, mejor dicho, de la periferia urbana– surgían plataformas de afectados por la política urbanística gubernamental, las conocidas como «Salvem». Hacía falta salvarlo todo: la huerta, el Cabanyal-Canyamelar, Campanar, Velluters, el Carme, el Jardín Botánico… Este contraste explica la dinámica política y ciudadana de la época hasta el cambio de dinámica política en las elecciones de verano de 2015. De esa manera, Valencia articulaba una oposición de carácter sectorial y geográficamente muy circunscrita, que desafiaba el poder no desde las instituciones, sino desde el espacio mismo donde se producía el enfrentamiento.
Había tantos frentes abiertos en ese 2001 que pensamos que era necesario confeccionar un mapa del malestar urbano. El resultado fue una docena de plataformas que rodeaban la ciudad, cada una con su propia reivindicación e idiosincrasia. Esta fragmentación del malestar urbano a principios del siglo XXI permitía abrir un debate que planteé en la presentación del número «¿Existe la ciudad soñada?» y que, para mí, todavía sigue vigente: «Ante los problemas que la afectan, frente a las quejas y el malestar de los ciudadanos, ¿les podemos mostrar una cartografía amable, llena de manchas verdes, plagada de buenas intenciones y de grandes proyectos de inspiración social, o tenemos que conseguir que los mecanismos de la ciudad –el transporte, el medio, la cultura, los residuos, la escuela, la protección ambiental e histórica– funcionen como es debido?». En otras palabras, en 2001 nos preguntábamos si había lugar para las grandes utopías sobre la ciudad o si «la-buena-ciudad» había quedado reducida a un funcionamiento justo y eficaz de los mecanismos sociales, urbanísticos y de movilidad que aseguraran la vida cotidiana en condiciones dignas.
No sé si logramos responder a este reto. Lo que es evidente es que aquel número recogía la fragmentación de la lucha urbana, la eclosión de plataformas particulares que, puede ser, al luchar por sus reivindicaciones, luchaban un poco por todos. O no. La fragmentación de aquellas luchas mostraba la fragmentación de la ciudad contemporánea, donde no solo resultaba muy difícil hablar de «la» ciudad –por lo que sería más conveniente hablar de «las» ciudades–, sino que la misma definición de ciudad quedaba en duda. «¿Qué es ciudad?», nos preguntábamos entonces. Y contestábamos que ni los criterios morfológicos, ni los jurídicos, ni los estadísticos, ni los económico-productivos, ni tan solo los estilos de vida, servían para diferenciar claramente dónde termina la ciudad y dónde empieza la no-ciudad. Esta realidad no ha dejado de aumentar, a mi parecer, a lo largo de los últimos quince años.
En aquel número nos preguntábamos si podríamos llegar alguna vez a un acuerdo sobre lo que debería ser la ciudad soñada, la ciudad ideal. Y de alguna forma nos respondíamos también: «Si la ciudad ya no es un producto cerrado, sino un proceso y en progresión, ¿no deberíamos reformular nuestro deseo reformista –por lo menos quien lo tenga– para centrar los esfuerzos no tanto en la forma urbana estricta (aquí, jardines, allá, escuelas, más allá, autopistas, hasta completar una cartografía ideal, tan bella como irreal, y sobretodo, tan volátil, ante la producción continuada de espacios especulativos en la ciudad actual), sino en los procesos sociales y económicos que están presentes en nuestra sociedad y en las escalas geográficas donde estos pasan?».
En 2001, pero también en 2016, la ciudad vive una especie de «crítica sin modelo». Aquel mapa del especial de Mètode en 2001 mostraba justamente esa eclosión de la crítica sin modelo. Crítica justa, por cierto, pero sin la articulación de una política alternativa. Sublevación sin capacidad de unión, rebelión sin enmienda articulada a la totalidad. Y lo cierto es que no podía ser de otra manera, porque «la complejidad de la sociedad, la fragmentación cultural, la libertad individual, la presencia de grupos con deseos y pretensiones muy diferentes, la globalización de la economía aún hacen más difícil responder de forma unidimensional a la cuestión de la ciudad ideal. La ciudad soñada, sí, pero ¿para quién o para qué?». Esta pregunta, creo yo, todavía sigue viva.
Aquel monográfico articuló siete aproximaciones a la «felicidad urbana». Joandomenec Ros habló del medio ambiente en la ciudad. Alejandro Pérez Cueva nos ilustró acerca de la importancia de un correcto equilibrio climático relacionado directamente con la confortabilidad. Joaquim Baixeras y Jordi Domingo nos advirtieron contra el exceso de luminosidad en nuestras calles. María José Carrau y Enrique Murgui mostraron la necesidad de convivir de forma civilizada con otros seres vivos que comparten la ciudad. El geógrafo norte-americano David Prytherch nos aleccionó sobre la globalización y Valencia dentro de un debate todavía vivo, mientras que Josep Sorribes repasaba el fenómeno de los «Salvem» y, por último, Jordi Borja nos hablaba de nuestros derechos como ciudadanos.
Así, si lo miramos de otra manera, podemos llegar a la conclusión de que la ciudad soñada sería aquella que respetara el medio ambiente urbano, consiguiese un buen confort climático, moderara las luces agresivas, fuera consciente de la existencia de otros seres vivos en nuestra ciudad, redujera la emisión de contaminación, calmara el tránsito, domesticara el ruido, mejorara el transporte público, integrara la defensa de valores cívicos como la huerta y el centro histórico en un discurso de modernidad –sin contraponer-los, como hizo la alcaldesa Barberà durante su largo mandato–, buscara mecanismos de participación más efectivos y aspirara a proporcionar una vivienda digna a los habitantes. Así, de repente, si fuéramos capaces de conseguir avanzar un poco en todos estos aspectos, un día cualquiera nos despertaríamos sorprendidos de vivir en una ciudad agradable. ¿Soñada, ideal? Sencillamente —y ya es mucho– agradable y humana.
Pasados quince años, y lo digo por experiencia propia, algunos de los problemas plasmados en el mapa que ilustraba aquel monográfico, per fas (la crisis y el estallido de la burbuja inmobiliaria) o per nefas (las nuevas políticas urbanas en marcha), empiezan a encontrar vías de solución: la conversión de espacios agrícolas en PAI se ha detenido (si bien la partida del Pouet de Campanar ha desaparecido) y la protección del paisaje de L’Horta de Valencia está en marcha gracias a la Ley y Plan de Acción Territorial de L’Horta de València; el barrio de Velluters y el Botánico son combates que han finalizado de manera positiva para los intereses ciudadanos; Russafa corre el riesgo de morir de éxito, cuando en 2001 moría de inanición. La pesada condena sobre el Cabanyal-Canyamelar (la prolongación de Blasco Ibáñez) ha pasado a la historia y ahora se trata de revitalizar el barrio. La prostitución en el Grau i Natzaret o la droga en el triángulo Mislata-Paterna-Burjassot no tienen la magnitud de revuelta social que provocaron. El espacio hortelano de la Punta desapareció para hacer una ZAL que, años después, fue declarada ilegal y que ahora, hecha la urbanización del espacio, tiene que adaptarse por fuerza a la ley y a los nuevos tiempos ciudadanos, con sensibilidad paisajista y social. El Carme ya no es aquel espacio sin ley (¡o intenta no serlo!) y debería permitir el descanso de los vecinos. Todo es cuestión de matices, está claro. Pero los debates ya no tienen la violencia de 2001. Nuevos tiempos, nueva política. Josep Sorribes, en 2001, concluía su artículo sobre los «Salvem» con una frase profética: «No querría finalizar estas líneas sin dejar abierta una pequeña ventana a la esperanza. Ningún gobierno es eterno y este y los que le sucedan aprenderán, con mucha pedagogía y esfuerzo, que los ciudadanos somos clientes y copropietarios de la ciudad y no súbditos ni pagadores pasivos de impuestos. Algún día.» Han pasado quince años.
Este artículo forma parte del especial que estamos preparando para celebrar los 25 años de la revista Mètode, que contarà con la colaboración de las personas que han coordinado los distintos monográficos.