¿Es la vida un imperativo cósmico?
Reflexiones sobre la búsqueda y las expectativas
A principios del siglo xvii, el gran astrónomo Johannes Kepler había acabado de escribir la que hoy se considera la primera novela de ciencia-ficción. Somnium, publicada póstumamente en 1634,relata el viaje de Duracotus y su madre Fiolxhilde a la Luna. Cuando Duracotus vuelve a casa tras haber sido discípulo de Tycho Brahe, Fiolxhilde le propone hacer el singular viaje para conocer en primera persona lo que ha estudiado a distancia. La travesía se hace posible gracias a los tratos de la madre con sabios espíritus capaces de transportarla a cualquier lugar de su elección. En definitiva, el relato del viaje es una excusa de Kepler para explicar cómo se imaginaba la superficie lunar, cómo se podría vivir sometido a las estaciones de nuestro satélite, cómo se verían los astros desde allá. Aunque la descripción se envolvía de imaginación y poesía, Kepler mostró una notable intuición en diferentes aspectos, entre ellos cuál podría ser el efecto de la radiación solar durante el viaje, la trayectoria curva de este, o la relación entre el ambiente y la vida. A diferencia de tantos otros que escribieron antes y después sobre el aspecto de la vida selenita, Kepler recreó animales y plantas diferentes de los terrestres, condicionados por la hostilidad del medio y, en particular, por las altas temperaturas diurnas.
La Tierra joven
Hace cinco mil millones de años, la Tierra que hoy habitamos era un ardiente e informe conglomerado de rocas fundidas, gas y polvo, una pequeña parte del disco de materia que estaba formando nuestro Sistema Solar. Unos quinientos millones de años más tarde, ya diferenciada del resto de planetas, la actividad volcánica era intensa y la superficie se encontraba sometida a un bombardeo constante por los fragmentos de materia remanente. Era una Tierra hostil a cualquier intento de organización química, y así se mantuvo, creemos, durante quinientos millones de años más. Sin embargo, hoy debatimos en qué preciso momento las primeras células dejaron su huella fósil en las rocas más antiguas. Sabemos que fue por lo menos hace 3.500 millones de años, quizá incluso 3.800. La conclusión que se deriva de ello está clara: una vez la temperatura de la superficie terrestre había bajado lo suficiente como para permitir que ciertas moléculas complejas fuesen estables y el agua líquida se convirtió en un elemento común, la vida apareció y rápidamente colonizó el planeta. Aparentemente, el paso de materia inerte a materia viva se produjo en unos pocos cientos de millones de años, en una forma o formas que aún no hemos descubierto ni imaginado. Es muy posible que la Tierra no fuera el único mundo donde se han llevado a cabo estas transformaciones.
«El descubrimiento de organismos extremófilos ha hundido nuestra concepción del medio que es habitable, y ha obligado a replantear cuáles son los requisitos ambientales mínimos que la vida necesita»
Las primeras células que aparecieron son las que llamamos procariotas, células sin núcleo que en la actualidad se clasifican en los dominios Bacteria (eubacterias) y Archaea (arqueobacterias). Casi con certeza, la vida empezó en el agua líquida, quizá en una zona de costa o aguas someras, o quizá en una región cálida del fondo oceánico. Hay indicios de que la vida puede haber tenido un origen termófilo o hipertermófilo, es decir, que las primeras células se formaran en ambientes notablemente cálidos. Aunque no hay acuerdo sobre esta posibilidad, se han encontrado fósiles de organismos hipertermófilos de 3.200 millones de años de edad, lo que avala cuando menos una aparición temprana. En la actualidad se investiga los diversos ecosistemas y la variedad de reacciones químicas que pueden tener lugar en el fondo oceánico, una región donde se ha encontrado una gran cantidad de organismos adaptados a altas temperaturas.
Vida extrema
En las últimas décadas del siglo xx hemos sido testigos del descubrimiento y la caracterización de formas de vida excepcionales: los organismos extremófilos. La mayor parte pertenecen al dominio Archaea, aunque también conocemos bastantes eubacterias e incluso algunos animales capaces de vivir en lo que, desde nuestro punto de vista antropocéntrico, llamamos condiciones extremas. Algunos extremófilos soportan la alta presión de las fosas oceánicas, el frío permanente de los desiertos de hielo o la sequía de las regiones más áridas de la Tierra. Estos hallazgos han hundido nuestra concepción del medio que es habitable y han obligado a replantear cuáles son los requisitos ambientales mínimos que la vida necesita.
De hecho, basta con agua líquida, nutrientes y una fuente de energía. Los organismos psicrófilos crecen en minúsculos granos de polvo atrapados en el hielo, en cuyos alrededores hay pequeñas cantidades de agua líquida. Algunos hipertermófilos habitan las proximidades de chimeneas submarinas, lugares donde el calor del interior de la Tierra y la alta presión mantienen el agua líquida bastante por encima de los 100 ºC. El rango de temperaturas que la vida tolera va desde unos –20 ºC hasta los 120 ºC, y creemos que este intervalo no es definitivo. En la superficie, los termófilos dan color a las zonas de aguas termales, donde al fango en ebullición se unen compuestos de azufre que son su fuente de energía: la imagen más característica de estas regiones, a menudo espectaculares, está representada por el Grand Prismatic Spring del Parque Nacional de Yellowstone. Los microorganismos halófilos necesitan altas concentraciones de sales en el agua y resisten la desecación. Ellos son responsables del color rosado que vemos en muchas salinas. Otros microorganismos se han adaptado a una dosis de radiación miles de veces superior a la letal para un ser humano.
«Marte nos ha fascinado desde que los primeros telescopios permitieron que fuera identificado como un planeta con la diversidad superficial que antes se había reconocido en la Tierra y en la Luna»
La vida, en definitiva, florece en ambientes ácidos, semejantes a ríos de vinagre, y en lagos alcalinos comparables a disoluciones de jabón. Incluso el interior de las rocas está lleno de vida: existe una biosfera cálida y profunda, con una biomasa superior a la de todas las plantas y animales que viven en la superficie terrestre. El subsuelo es uno de los ambientes prioritarios en la exploración de otros mundos, ya que protege eficientemente de la radiación. Radiación, gravedad inferior a la terrestre y bajas temperaturas son tres situaciones habituales fuera de la Tierra. Pero la vida que conocemos puede soportar grandes variaciones en todas ellas.
Marte, nuestro gemelo
Marte nos ha fascinado desde que los primeros telescopios permitieron que fuera identificado como un planeta con la diversidad superficial que antes se había reconocido en la Tierra y en la Luna. Marte es semejante en muchos aspectos a la Tierra, pero nunca ha dejado de sorprendernos. La topografía marciana sugiere que hace miles de millones de años, cuando su atmósfera quizá era más densa y el clima más cálido, el planeta estaría parcialmente cubierto por un gran océano en su hemisferio norte. Actualmente Marte tiene una atmósfera tenue, compuesta en la mayor parte por dióxido de carbono. Su morfología es espectacular: con la mitad del radio de la Tierra y menos de un tercio de su superficie, encontramos en Marte la montaña más alta del Sistema Solar (Olympus Mons, de 21 km de altura) y el cañón más profundo y extenso (Valles Marineris).
La alternancia de las estaciones sume cada uno de los hemisferios en períodos de oscuridad que se prolongan por medio año marciano, o un año terrestre, aproximadamente. Cuando la luz del sol no llega a la superficie, esta se cubre usualmente por hielo de CO2, lo que quiere decir que la temperatura se encuentra por debajo de los –128ºC. Con la llegada de la primavera a cada hemisferio, la temperatura aumenta, el dióxido de carbono pasa a la fase gaseosa y una gran cantidad de hielo de agua en forma de permafrost queda parcialmente expuesta en la superficie. Los modelos detallados del clima marciano predicen que, en los períodos más cálidos del año, la temperatura en algunos lugares supera los 0 ºC. Medidas directas tomadas con el instrumento THEMIS (Thermal Emission Imaging System) a bordo de la nave Mars Odyssey indican que, incluso a altas latitudes, la temperatura es lo bastante elevada como para permitir la presencia de agua líquida durante algunas semanas cada año. En estas condiciones no sería imposible que algunos organismos similares a los terrestres pudiesen sobrevivir en estos microclimas, alternando un estado de crecimiento y reproducción durante los breves períodos de bonanza con un estado letárgico, inactivo, el resto del año.
En los últimos cincuenta años hemos enviado más de cuarenta misiones al planeta rojo y hemos intentado unos quince aterrizajes. La última misión dejó la Tierra en noviembre de 2011, y en estos momentos el rover Curiosity ya se desplaza por la superficie de Marte, donde aterrizó el pasado 6 de agosto. Esta misión nos proporcionará una buena cantidad de datos sobre las condiciones climáticas de Marte, su geología y habitabilidad, y establecerá cuáles son los puntos de interés para próximas misiones. Quizá a lo largo de la década próxima seremos capaces de enviar una misión que vuelva a la Tierra con muestras del planeta, un requisito previo a considerar posibles misiones tripuladas. Estas, desgraciadamente, no parecen viables hasta la segunda mitad del siglo xxi, así pues, de momento nos tendremos que conformar con la ficción.
Los satélites de hielo jovianos
A medida que nos alejamos de la Tierra se hace progresivamente más difícil obtener información cumplida sobre los cuerpos de nuestro Sistema Solar. Un grupo muy interesante y que actualmente atrae la atención y los esfuerzos de los investigadores es el formado por los satélites de hielo de Júpiter. Europa, Ío, Ganímedes y Calisto fueron descubiertos en 1610 por Galileo Galilei gracias a un nuevo telescopio de 30 aumentos. Son las cuatro lunas más grandes del Sistema Solar.
Ío, el más próximo a Júpiter, se ve afectado por fuerzas de marea tan violentas que deforman la superficie del satélite y lo mantienen en continua actividad volcánica. Calisto, el más lejano, es también el menos afectado por el calentamiento que producen las fuerzas de marea. Tiene un núcleo sólido y, probablemente, un pequeño océano bajo una superficie compleja y muy craterizada. Europa está totalmente cubierto de hielo de agua. La superficie está en constante renovación, y bajo esta hay un océano activo que cubre todo el satélite. No podemos descartar que Europa sea un mundo vivo. Las enormes grietas de colores rojizos y ocres que atraviesan su superficie parecen indicar la presencia de compuestos de carbono que emergen del interior. Los cuatro satélites galileanos nos plantean muchas preguntas y prometen, tal y como ha hecho Marte a medida que lo hemos ido conociendo, descubrirnos un abanico de nuevos procesos geológicos y químicos, y quién sabe si también biológicos. Hace unos pocos meses se aprobó la misión JUICE (JUpiter ICy moons Explorer), que se espera que esté lista para salir hacia el sistema joviano en el 2022. Llegará tras un viaje de más de siete años y, a partir del 2030, nos enviará datos de calidad sin precedentes sobre la atmósfera de Júpiter y sobre las condiciones de habitabilidad de sus satélites, especialmente Calisto y Europa.
Planetas extrasolares
Giordano Bruno va intuir que els estels havien de ser astres similars al Sol i, per tant, i segons el model heliocèntric de Nicolau Copèrnic –aleshores recent–, haurien de ser orbitats per mons com la Terra. Aquesta visió es va poder confirmar gairebé quatre-cents anys després que Bruno morís cremat a la foguera (l’any 1600), amb el descobriment incontrovertible del primer planeta extrasolar orbitant un estel de la seqüència principal. Era l’any 1995, i es tractava de 51 Pegasi b. Aquest planeta completa una òrbita al voltant de l’estel 51 Pegasi en quatre dies terrestres, té una temperatura a la superfície de més de mil graus celsius i una massa aproximadament igual a la meitat de Júpiter.
«De todos los planetas identificados, treinta han sido fotografiados y se cree que sólo cuatro son potencialmente habitables»
Giordano Bruno intuyó que las estrellas debían ser astros similares al Sol y, por tanto, y según el modelo heliocéntrico de Nicolás Copérnico –entonces reciente–, debían estar orbitados por mundos como la Tierra. Esta visión se pudo confirmar casi cuatrocientos años después de que Bruno muriese quemado en la hoguera (el año 1600), con el descubrimiento incontrovertible del primer planeta extrasolar orbitando una estrella de la secuencia principal. Era el año 1995, y se trataba de 51 Pegasi b. Este planeta completa una órbita alrededor de la estrella 51 Pegasi en cuatro días terrestres, tiene una temperatura en la superficie de más de mil grados celsius y una masa aproximadamente igual a la mitad de Júpiter.
Desde este primer descubrimiento se han identificado un total de 777 planetas extrasolares (a 15 de julio de 2012). La mayor parte son de tipo Júpiter, más fáciles de detectar gracias a su masa, y de momento tan solo tenemos un puñado de ejemplos semejantes a la Tierra. Esta estadística sesgada se podrá corregir gracias a nuevos avances tecnológicos y a misiones dedicadas a la búsqueda de planetas de tipo Tierra, como el telescopio Kepler. De todos los planetas identificados, treinta han sido fotografiados directamente (los otros los conocemos a través de sus efectos), y se cree que solo cuatro son potencialmente habitables. A pesar de las esperanzas que nos han hecho concebir tanto la ciencia-ficción como un conocimiento insuficiente de las dificultades que los viajes interestelares presentan, es impensable que estos se puedan llevar a cabo con la tecnología actual. Hay que tener en cuenta que se necesitan más de siete años para llegar a Júpiter, un viaje que la luz hace en dos o tres horas. Y 51 Pegasi b se encuentra a 50,9 años-luz de nosotros.
Un camino apasionante
La fascinación por otros mundos es ciertamente muy antigua, pero solo en los últimos cincuenta años hemos empezado a construir una imagen fiel del aspecto de algunos de ellos y de la posibilidad de que la vida exista en otros lugares del universo.
De momento, nuestro conocimiento sobre los planetas extrasolares es demasiado escaso para determinar su habitabilidad. Pero tenemos el ejemplo de Europa y Marte, dos mundos próximos donde algunos extremófilos terrestres podrían sobrevivir incluso sin necesidad de adaptaciones adicionales. La vida es resistente, plástica e imparable: la simple supervivencia de una especie implica la generación de variantes que, no tenemos duda, son capaces de colonizar ambientes vecinos. Solo tenemos que darle tiempo. Los límites a la adaptación los pone nuestra capacidad de imaginar soluciones creativas, precisamente lo que la evolución ha hecho de forma tan eficiente desde que la vida es vida.
Tenemos pocas certezas, muchas preguntas y un montón de respuestas incompletas: nos queda un apasionante camino por hacer.
Bibliografia complementària
Davies, P., 2006. El quinto milagro. En busca de los orígenes de la vida. Crítica. Barcelona.Giménez-Cañete, Á. et al., (coord.), 2011. Astrobiología. Sobre el origen y evolución de la Vida en el Universo. CSIC. Madrid.Gross, M., 2001. Life on the Edge: Amazing Creatures Thriving in Extreme Environments. Plenum Press. Nova York.Luque, B. i Á. Márquez, 2004. Marte y vida: ciencia y ficción. Equipo Sirius. Madrid.Neal Irwin, L. i D. Schulze-Makuch, 2010. Cosmic Biology: How Life Could Evolve on Other Worlds. Springer. Nova York, Dordrecht, Heidelberg, Londres.Yagoob, T., 2011. Exoplanets and Alien Solar Systems. New Earth Labs. Baltimore.