© M. Lorenzo España es el cuarto país de Europa en cultivos piloto de transgénicos, a pesar de que los europeos son todavía muy reticentes al consumo de alimentos genéticamente modificados. En la imagen, campos de arroz en la zona de Valencia. |
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En 1985, la empresa belga Plant Genetic System –también conocida por su acrónimo PGS– sorprendió a la comunidad científica internacional con la publicación en la prestigiosa revista científica Nature de un artículo con un título muy explícito: «Transgenic plants protected against insect attack». La primera planta transgénica de la historia, descrita en este artículo, fue el tabaco, al cual le fue incorporado un gen de la bacteria Bacillus thuringiensis, de forma que quedaba protegido (es decir, era insecticida) frente a las orugas de lepidópteros que normalmente se comen las hojas de la planta y son, por lo tanto, una importante plaga de este cultivo. En 1996 se comercializaban las primeras variedades transgénicas en todo el mundo. Doce años después, los cultivos genéticamente modificados ocupan cien millones de hectáreas en veintitrés países. Casi la cuarta parte del maíz que se produce en todo el mundo es transgénica. Más todavía, la mayoría de la colza, el 64 %, ya es transgénica. El aumento vertiginoso de la superficie de cultivo de todo el planeta dedicada a los transgénicos, debe considerarse como un índice claro de su éxito rotundo. Ninguna tecnología agroalimentaria se ha implantado con semejante rapidez. Ni de lejos, nunca. Es cierto que la globalización explica, en parte, la rapidez de la expansión de la tecnología, pero el éxito incontestable de los transgénicos se ha basado sobre todo en la buena aceptación por parte de labradores de todo el mundo, que los ven como una inversión para asegurar una cosecha sin problemas debidos a las plagas y para aumentar su rendimiento. La polÉmica El éxito de los cultivos transgénicos contrasta, no obstante, con la mala imagen que tienen. Los transgénicos, está muy claro, no gustan. Los grupos ecologistas nos alertan de los graves riesgos que corremos con la biotecnología, unos riesgos que parecen inaceptables. Pero la cuestión no es lo de dramáticas que nos imaginamos las consecuencias de los cultivos transgénicos sino cuánto de real tienen estas posibilidades escalofriantes. Por lo tanto, vale la pena que nos centremos, punto por punto, en los riesgos para ver, con los conocimientos que tenemos, si la probabilidad de que se materializan es significativa, si pasa el límite que activa la alarma. En otras palabras, ¿son los transgénicos realmente peligrosos? ¿Qué dice la ciencia? Veámoslo. Se ha hablado mucho sobre los efectos de los transgénicos sobre la salud humana. A pesar de eso, ningún estudio científico riguroso ha encontrado ningún efecto negativo asociado a la ingestión de un producto transgénico autorizado. A pesar de la producción (y la ingestión) de millones de toneladas de cereales transgénicos en todo el mundo, el número de personas intoxicadas por su consumo es igual a cero. Es infinitamente más peligroso comerse una tortilla de patatas en una terraza de verano que comer cereales transgénicos para desayunar. También se ha debatido mucho el impacto de las plantas transgénicas con capacidad insecticida sobre las especies no diana, como por ejemplo las abejas o algunos tipos de mariposas. Un estudio que mostraba la toxicidad del maíz modificado genéticamente sobre la mariposa monarca está unánimemente considerado hoy en día como parcial y no conclusivo debido a graves errores de diseño experimental y de interpretación de los resultados. Hay pocos casos descritos de insectos benéficos afectados por los transgénicos y muchos son dudosos. Los insecticidas convencionales, hay que recordarlo, sí que afectan muchos insectos no diana. Un punto muy diferente pero particularmente escalofriante es la posibilidad de que los genes de resistencia a antibióticos presentes en las plantas modificadas genéticamente puedan pasar (transferirse) a bacterias patógenas humanas, con lo cual estos patógenos se volverían insensibles a los antibióticos que habitualmente se utilizan para mantenerlos a raya. Se sabe que esta transferencia no es imposible, pero si improbable. Además, por desgracia y cómo muy bien saben los médicos, muchos genes de resistencia a los antibióticos ya están presentes en bacterias patógenas. Este es un problema muy grave, pero no es culpa de la biotecnología sino del mal –excesivo– uso que de los antibióticos se ha hecho y se continúa haciendo. En cualquier caso, las plantas transgénicas de última generación ya se hacen sin genes de resistencia a antibióticos. |
««Los cultivos genéticamente modificados ocupan cien millones de hectáreas en veintitrés países. Casi la cuarta parte del maíz que se produce en todo el mundo es transgénica»
«Los efectos que tiene sobre la salud humana la ingestión de una planta transgénica, han sido uno de los caballos de batalla más importantes, pero ningún estudio científico riguroso ha encontrado ningún efecto negativo asociado a la ingestión de un producto transgénico autorizado»
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© M. Porca Muchos laboratorios investigan el efecto de los transgénicos sobre los insectos benéficos. En la foto, larva de la mariquita Adalia bipunctata sobre un bloque de dieta artificial que contiene proteínas de la bacteria Bacillus thuringiensis, las mismas que se encuentran a las plantas transgénicas protegidas contra plagas.
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«La selección de plagas resistentes es uno de los riesgos más realistas de los cultivos transgénicos. Pero no es exclusivo. Existen poblaciones de insectos resistentes a la práctica totalidad de insecticidas de síntesis química» | |
Cuando se utilizan cultivos modificados genéticamente para expresar toxinas bacterianas de B. thuringiensis, las plantas tienen, cómo hemos visto, la capacidad de intoxicar a los insectos que normalmente se las comen. Las poblaciones de estos insectos diana, sin embargo, ¿no se vuelven resistentes a la toxina a base de estar en contacto con ella? Este fenómeno de selección, muy conocido por los biólogos, es un riesgo real y se ha propuesto una estrategia compleja para intentar minimizarlo: combinar una fuerte dosis de toxina con la presencia de zonas, dentro del cultivo, que actúan como un refugio. Los refugios no son más que zonas sembradas de plantas convencionales, no transgénicas. Si hay ningún superviviente en las plantas que rodean los refugios (las que sí son transgénicas y por lo tanto tóxicas contra los insectos), sus alelos de resistencia se disolverán al cruzarse con los insectos que se encuentran sobre las plantas de los refugios. Esta estrategia es discutida y la selección de plagas resistentes es uno de los riesgos más realistas de los cultivos transgénicos. Pero sería erróneo pensar que es un riesgo exclusivo. De hecho, hay poblaciones de insectos resistentes a la práctica totalidad de insecticidas de síntesis química. En este sentido, los transgénicos todavía no han dado este problema, de forma que incluso se podría decir que parten con una cierta ventaja. Un riesgo muy parecido se asocia con los cultivos modificados genéticamente que son resistentes a herbicidas. Si los genes de resistencia pasaran a malas hierbas estrechamente emparentadas con el cultivo (por ejemplo por polinización cruzada), el resultado podría ser la creación de unas «supermalas hierbas» que no habría manera de controlar porque serian, ellas también, resistentes a los herbicidas. Cómo hemos comentado antes para las plantas con propiedades insecticidas, el riesgo de la selección de resistencias es real, pero no es nuevo ni exclusivo de los transgénicos. Cómo todo campesino sabe, ya hay malas hierbas resistentes a herbicidas y esto no es culpa de los transgénicos, sino de la utilización excesiva de herbicidas químicos en la agricultura convencional. Otra posible consecuencia que se atribuye a la expansión de los cultivos modificados genéticamente es la reducción de la biodiversidad. Una vez más, el riesgo es real, pero no va ligado a la utilización de las plantas transgénicas. Los campesinos han plantado desde siempre las variedades que consideran más interesantes, transgénicas o no, y el abandono de variedades poco productivas es tan antiguo como la historia de la agricultura. Por último, se ha dicho que las plantes fruto de la biotecnología están en manos de las pocas compañías multinacionales que tienen los medios para hacerlas, y que esto representa un peligroso monopolio de productos tan básicos cómo son los alimentos. Este riesgo tampoco es exclusivo de los transgénicos (la informática nos da ejemplos sangrientos de monopolio) y, sobre todo, no es un riesgo inherente a la tecnología, sino a la utilización que se hace de ella. La lucha contra el monopolio es un problema legal, no científico. La conclusión de este análisis es que los supuestos riesgos atribuidos a los transgénicos o son muy bajos o son comunes con los de tecnologías agrícolas convencionales. Por lo tanto, con los datos que tenemos, el rechazo que provocan no se justifica. Pero el rechazo existe, y de manera muy patente. ¿Por qué? Lo veremos a continuación con un ejemplo que puede ser muy aclaratorio.
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© Golden Rice Humanitarian Board, 2007 Ingo Potrykus, uno de los creadores del arroz Golden Rice, en la portada de la revista Time de julio de 2000. Este arroz transgénico contiene beta-caroteno, molécula precursora de la vitamina A que podría ayudar a evitar la DVA (deficiencia en vitamina A), una enfermedad muy grave que afecta millones de personas de países en desarrollo. |
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CuanDO la biotecnologÍa CURA En el año 2000, dos grupos de investigación europeos (uno de alemán y el otro suizo, dirigido por Ingo Potrykus) crearon una variedad transgénica de arroz que denominaron Golden Rice y que se caracteriza para presentar un alto contenido en beta-caroteno. Además de la proeza técnica de construirlo (los científicos montaron una ruta metabólica entera para que el beta-caroteno se acumulara en el endospermo, que es la parte comestible del grano) el Golden Rice supuso un hito histórico: por primera vez se creaba un organismo transgénico con una finalidad puramente humanitaria: luchar contra la deficiencia en vitamina A (DVA). Esta es una enfermedad de los pobres, causada por una alimentación poco variada, muy centrada en el arroz como fuente de hidratos de carbono. La carencia crónica de la vitamina A, que tendrían que aportar las legumbres y verduras, hace que 124 millones de personas en todo el mundo sufran gravísimos problemas de salud. Se calcula que 500.000 personas con DVA acabarán presentando ceguera irreversible, y entre uno y dos millones más, morirá. Cuando los grupos antitransgénicos conocieron la existencia del Golden Rice, de entrada no se posicionaron. Un transgénico que salva vidas, en particular niños de países pobres, era un desafío nuevo para cualquier ecologista. Benedikt Haerlin, coordinador de la campaña de Greenpeace en Europa en aquel momento, consultó varios expertos de la OMS e incluso se desplazó en Zúrich para hablar en persona con el padre del Golden Rice, Potrykus, que intentó desesperadamente convencerle de las virtudes de su arroz como arma contra la DVA. No lo consiguió. Después de su presentación estelar como panacea frente de la DVA, el Golden Rice fue duramente criticado por los ecologistas porque el nivel de beta-caroteno que contenía era insuficiente para paliar la enfermedad. Con una foto de un niño asiático con cara de sorpresa ante una montaña de arroz hervido, la campaña de Greenpeace remarcaba que hacían falta más de tres kilos de Golden Rice para obtener la dosis diaria recomendada de vitamina A. Era cierto. Pero unos años después, los científicos crearon el Golden Rice 2. Esta segunda variedad transgénica, hecha introduciendo un gen de maíz en lugar del gen de narciso que habían empleado en el Golden Rice 1, hizo que se disparara el contenido en caroteno, tanto que, por fin, con la ingestión de una cantidad moderada de arroz, poco más de 70 g, un niño podría obtener la totalidad de la dosis diaria recomendada de vitamina A. Greenpeace, sin embargo, no cambió de parecer y la presión sobre el Golden Rice hizo que se multiplicaron los requisitos legales para autorizar su comercialización, y que se eternizaran los trámites para la aprobación de las pruebas en campo. Hoy, casi diez años después de su aparición, el arroz dorado todavía no ha salido del laboratorio. Entre el conOCIMIENTO Y EL MIEDO Uno de los argumentos más repetidos es que las plantas transgénicas son experimentos de laboratorio creados por grandes multinacionales para ganar dinero a expensas de los campesinos tanto del Primero como del Tercer Mundo. Básicamente, esto es cierto, pero la reacción feroz contra el Golden Rice, que no tiene ninguna de estas características y sí unos potenciales efectos beneficiosos indiscutibles, puso de manifiesto que la base del rechazo a los transgénicos es, probablemente, el miedo que nos dan. Este miedo tiene tres caras: miedo a lo desconocido, miedo a lo que es artificial y miedo a lo que es nuevo o diferente. De los tres miedos, el carácter claramente artificial de los transgénicos es una de las claves del rechazo que provocan. Analicémoslo un poco.
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«El Golden Rice supuso un hito histórico: por primera vez se creaba un organismo transgénico con una finalidad puramente humanitaria, luchar contra la deficiencia en vitamina A» | |
Cartel ecologista con la pregunta «¿Quién conoce realmente las consecuencias de los OGM?» y la frase de la campaña «Con los verdes, una información clara para poder decir no». |
«Una planta transgénica es, estrictamente, muy poco más artificial de lo que lo es una cultivada no transgénica. Ambas son el resultado de la actuación intencionada del hombre» | |
Pensemos en el adjetivo «artificial». Si decimos que una comida tiene un gusto artificial estamos diciendo que es incomible, que se sitúa a las antípodas de un buen puchero como el que cocinaba la abuela. Y si decimos que una persona es artificial, todavía peor, queremos decir que es falsa, que hace teatro en lugar de ser ella misma. Que no es natural. Y quizás justamente aquí, en esta equivalencia artificial = malo, está la clave de todo. Porque esta asimilación es falsa. Artificial quiere decir, sencillamente, hecho por el hombre. Y artificiales son un coche y un microscopio, pero también lo son el puchero que cocinaba la abuela o un poema de amor. Todo lo que ha hecho el hombre, desde que golpeábamos toscamente piedras de sílex para hacer con ellas herramientas prehistóricas, es por definición artificial. Y esto incluye, no lo olvidemos, las plantas cultivadas. El maíz, por ejemplo, con sus espectaculares mazorcas repletas de granos, es quizás el caso más paradigmático de planta artificial. Este cereal fue introducido en Europa por los conquistadores españoles desde América, donde hacía milenios que se cultivaba. Pero el que cultivaban mayas y aztecas no era, en absoluto, una planta silvestre (natural), sino el fruto de la selección sistemática y premeditada para elegir las plantas con mazorcas más grandes porque daban más granos, más comida. Y los labradores precolombinos hicieron tan bien esta elección milenaria, que la planta que sorprendió a los europeos del siglo XVI ya no se parecía en nada a su humilde prima silvestre que todavía hoy en día se puede encontrar a los márgenes de los caminos en México. El maíz de toda la vida es en realidad una planta totalmente artificial, del mismo modo que es artificial una vaca lechera. Y todavía más, las diferencias genéticas entre el maíz cultivado y el silvestre o entre una vaca lechera y su pariente feroz más próximo son mucho más grandes que entre un maíz transgénico y un maíz no transgénico. Se puede decir, por lo tanto, que una planta transgénica es, estrictamente, muy poco más artificial del que lo es una cultivada no transgénica. Ambas son el resultado de la actuación intencionada del hombre. Un último ejemplo: las zanahorias. Esta raíz comestible que estamos tan habituados a comer rallada en ensaladas o como guarnición de platos diversos ha sido cultivada desde antiguo. Hace siglos que se comen zanahorias, pero las zanahorias que se comían hace siglos no son como las que comemos ahora. Las zanahorias eran blancas o moradas, pero nunca anaranjadas. ¡No fueron de color naranja hasta el siglo XVII, cuando un horticultor holandés seleccionó los curiosos mutantes de este color simplemente porque el naranja era uno de los símbolos de la casa real de Orange-Nassau! Cada vez que comemos zanahorias, estamos comiendo nada más y nada menos que un organismo mutante seleccionado en función de un criterio surrealista que se encuentra a mitad de camino entre la estética y la política. Difícilmente un alimento puede ser más artificial. Y, aún así, como todo el mundo sabe, más inofensivo. ¿Y aHOra, quÉ? La polémica sobre los transgénicos es necesaria: impulsa la investigación y por lo tanto ayuda a aumentar el conocimiento sobre las ventajas y desventajas de esta tecnología tan potente. A pesar de esto se debería consensuar la erradicación de los elementos del debate que buscan la reacción visceral y dificultan enormemente una aproximación racional al desafío de la biotecnología. Estos mensajes subliminales, dirigidos más al hígado que al cerebro, son habituales en algunas campañas antitransgénicas. Como por ejemplo al cartel de los Verdes franceses que ilustra este reportaje y que lanza dos frases que impresionan. La primera, es una pregunta: «¿Quién conoce realmente las consecuencias de los OGM (organismos genéticamente modificados)?» La respuesta, pensémoslo, es evidente: nadie, del mismo modo que nadie conoce realmente todas las consecuencias de la implantación progresiva de la energía solar fotovoltaica y esto no quiere decir que esta tecnología sea mala (no hay que confundir la ciencia con la futurología). El segundo mensaje, la frase de la campaña, pide «una información clara para poder decir que no». Si de cualquier manera diremos que no, ¿para que queremos una información clara? Es triste que estas pseudoinformaciones, que tienen más relación con los prejuicios que con las pruebas científicas, sean las que mayoritariamente lleguen a la opinión pública. El efecto que tienen es, además, notable. Las últimas encuestas revelan que alrededor del 75 % de los europeos ven con desconfianza o rechazan totalmente los productos transgénicos. Tres de cada cuatro, una mayoría abrumadora. Pero estas encuestas deberían compararse con otra, sorprendente, que dice que el 60 % de los europeos entrevistados piensan que los tomates, y por extensión todas las plantas, no tienen DNA. El debate sobre los transgénicos tendría que ser tan racional como intenso.
Manel Porcar. Grupo de Sostenibilidad de transgénicos. Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva. Universitat de València. |
«El maíz, con sus espectaculares mazorcas repletas de granos, es quizás el caso más paradigmático de planta artificial» |