Josep Esteve Adam es un pintor valenciano muy afamado de quien, seguramente, lo que más se conoce son sus obras que recogen imágenes del marjal. Este territorio tan nuestro es una parte fundamental de su universo pictórico y le permite acercarse a los colores, a la luz y a la vibración del paisaje de una forma muy particular. Pero no solo eso, porque junto con los paisajes dominados por el agua –con su presencia o su ausencia momentánea– Esteve también ha pintado las tierras del interior valenciano, con una mirada muy personal sobre estos territorios donde sabe captar también la diversidad cromática, las luces y las sombras, las líneas y las manchas que se generan entre montañas y llanuras. Todo esto configura el espacio en sus lienzos. Pero más allá, consigue incorporar, de forma intangible, la atmósfera toda que lo rodeó mientras lo pintaba –en especial, en los apuntes rápidos con pinceladas vigorosas– y eso nos lo transmite cuando miramos su obra.
Con más de medio siglo de oficio como pintor, y la experiencia acumulada en su carrera, Esteve Adam es uno de nuestros grandes pintores. Un maestro del paisaje que, con una obra prolífica que ha sido reconocida con grandes distinciones y premios de prestigio, y que se ha podido ver en numerosas exposiciones en todo el territorio estatal y, en especial, en tierras valencianas, ahora, para este número de Mètode, ha querido aproximarnos, desde su óptica, al problema de la desertificación, que ataca especialmente las tierras del sur valenciano y que, a la larga, acabará siendo un problema de resolución difícil.
No hace mucho, tuve que escribir, a propósito de la exposición de Esteve Adam en las salas del Jardín Botánico de la Universitat de València, que «la mirada del pintor es siempre muy particular. Quienes no tenemos la inmensa fortuna de serlo, seguramente no llegaremos a entender nunca cuáles son los mecanismos que la hacen tan especial, que la dirigen para situar su interés en un punto concreto y no en otro que a nosotros nos puede parecer prácticamente igual. No sabremos, nunca, por qué motivo el cuadro empieza o acaba en unas determinadas líneas imaginarias que ellos son capaces de situar sobre el horizonte de lo que ven y, a la vez, consiguen –los buenos pintores, obviamente– que todo lo que no está incluido en la pintura –porque es intangible– esté en ella. Josep Esteve Adam sabe captar no solo los colores, las luces y las sombras, las líneas y las manchas, y reflejarlo, todo eso, sobre una superficie plana –algo ya, por sí mismo, complicado–, sino que llega a incorporar los olores, la humedad o la sequía, el viento, la placidez del tiempo o el infortunio meteorológico, la atmósfera que lo rodea –y nos rodea, al mirar su trabajo–, la temperatura del aire o el ruido de la calma que rezuman sus pinceladas, que no por eso dejan de ser enérgicas.» Y ahora, me reafirmo en lo que dije. Porque en esta muestra que ilustra el presente número de la revista Mètode, Esteve Adam ha vuelto a captar todo eso y más. Así, los ocres y las arenas de su paleta cromática nos impactan y nos alertan: el desierto que avanza, que casi acaba por tragar todo el cuadro, no puede ser una metáfora mejor del mundo que se avecina, si no ponemos remedio.
Esteve Adam vuelve a ser, así, admirable: desnuda los paisajes –nuevamente– para reducirlos a manchas de color, a líneas a veces solo insinuadas, y de esta manera nos permite disfrutar –y asustarnos, también– de la intangibilidad de estos paisajes que amenazan nuestros ecosistemas y nos aproximan al desierto. Un paisaje especialísimo –lleno de belleza, también– pero contra el que nos tocará luchar a brazo partido.