Ciencia y política contra la desertificación

La respuesta de las instituciones ante un reto global

https://doi.org/10.7203/metode.13.21901

La desertificación es un concepto controvertido del que aún se discute su naturaleza, extensión, causas y posibles soluciones. En este artículo se revisan los argumentos esgrimidos para situar la desertificación como un gran reto ambiental global y se describe la respuesta institucional dentro del sistema de las Naciones Unidas, en especial la que representa la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CNULD). Los elementos más significativos del debate sobre la desertificación son analizados atendiendo a sus dimensiones científicas y políticas. Se concluye en la necesidad de establecer un marco integrado de evaluación y respuesta ante la desertificación validado por una interfaz entre ciencia y política.

Palabras clave: CNULD, zonas áridas, degradación de tierras, sequía, interfaz ciencia-política.

Introducción

La desertificación es uno de los grandes retos ambientales a los que se enfrenta la humanidad en el siglo XXI y el primero que suscitó la atención internacional sobre la necesidad de articular una respuesta global. A pesar de este temprano reconocimiento, la desertificación es aún un concepto controvertido, cuyo arraigo y conocimiento por parte de la opinión pública es muy inferior al que se tiene de otros retos globales como son el cambio climático y la pérdida de la biodiversidad. La mayoría de los actores concernidos con la desertificación –científicos, técnicos, políticos y sobre todo las poblaciones afectadas– comparte una sensación de fracaso ante la ineficacia de las instituciones e iniciativas desarrolladas en la lucha contra la desertificación, y la lentitud y escasez de los logros alcanzados (Toulmin, 2001). Las razones invocadas van desde las que cuestionan el concepto de desertificación o la idoneidad de la arquitectura institucional establecida hasta las que señalan la falta de interés y voluntad política.

En este artículo se hace un repaso de los argumentos esgrimidos para considerar la desertificación como un reto ambiental global y se analiza la respuesta institucional dentro del sistema de las Naciones Unidas, en especial la que representa la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CNULD). También se revisan y discuten algunos de los elementos que han enmarcado el debate sobre el concepto de desertificación en la interfaz entre ciencia y política.

La irrupción de la desertificación en la agenda ambiental global

Se considera que fue el ingeniero forestal francés André Aubréville quién acuñó el término de desertificación en 1949 para referirse a un caso extremo de sabanización: la conversión de bosques tropicales y semitropicales de África en sabanas (Verstraete, 1986). La desertificación suscitó pronto el interés de la comunidad y de los organismos internacionales. Ya en los años cincuenta del pasado siglo, la UNESCO lanzó un programa de investigación sobre zonas áridas que en gran medida asentó los paradigmas aún vigentes a la hora de afrontar la desertificación. La crisis de la sequía del Sahel en los años sesenta y setenta con graves pérdidas humanas y materiales supuso una llamada de atención sobre las condiciones de vida de los habitantes de esa zona y su dependencia de las condiciones climáticas, así como de los efectos que estas tienen sobre los ecosistemas y la seguridad alimentaria.

«La crisis de la sequía del Sahel supuso una llamada de atención sobre las condiciones de vida de los habitantes de esa zona y su dependencia de las condiciones climáticas»

En respuesta a esta crisis se convocó la Conferencia de Naciones Unidas sobre Desertificación (UNCOD) celebrada en Nairobi en 1977. La Conferencia adoptó el Plan de Acción para Combatir la Desertificación coordinado por el PNUMA, de carácter no vinculante. El plan instaba a los gobiernos a establecer una autoridad nacional de lucha contra la desertificación, evaluar cuáles eran los mayores problemas relacionados con este fenómeno, priorizarlos y preparar un programa nacional con propuestas para conseguir ayuda internacional. Sin embargo, la implementación del Plan fue fallida. Una evaluación seis años más tarde mostró que solo dos de los más de cien países afectados lo habían completado (Carr y Mpande, 1996). Las causas de este fracaso se atribuyeron a la escasa prioridad dada por los gobiernos y agencias financiadoras, la no integración de la política de lucha contra la desertificación en el marco de las políticas de desarrollo, la falta de coordinación dentro del sistema de Naciones Unidas, la falta de fondos por parte de gobiernos y donantes, además de la falta de atención a los aspectos sociales, es decir, a la búsqueda de las soluciones técnicas sin considerar las dimensiones sociopolíticas de la desertificación. El fiasco de este plan originó un fuerte descontento entre la población afectada y, en particular, en los países africanos.

Años después, este descontento se incrementó en la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo, comúnmente conocida como la Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992. Durante esta cumbre, los representantes de los países africanos sintieron que los problemas que les afectaban eran minusvalorados frente a otros problemas ambientales cuya causa debía buscarse en las sociedades más desarrolladas: el cambio climático producido por una economía del desarrollo basada en los combustibles fósiles, y la pérdida de biodiversidad como consecuencia de los cambios del uso del suelo derivados de la transformación de sociedades rurales a sociedades industriales y urbanizadas. Finalmente, en la Cumbre de la Tierra se logró que la Agenda 21 incluyera una recomendación a la Asamblea General de la ONU para que se iniciaran conversaciones para elaborar una Convención sobre la Desertificación. Esta resolución fue contestada por muchos de los países desarrollados aduciendo que la desertificación no era un fenómeno global, es decir, que sus causas se circunscribían a los países afectados, y su solución no era por tanto incumbencia de un tratado multilateral de carácter internacional (Corell, 1999).

Los resultados de las negociaciones impulsadas por la resolución de la Agenda 21 dieron origen a la adopción en junio de 1994 de la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CNULD) en los países afectados por sequía grave o desertificación, en particular en África, que entró en vigor en diciembre de 1996.

Singularidad de la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación

La Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación presenta una serie de características que la diferencian de otros tratados ambientales multilaterales. Es el primer tratado de la Cumbre de Río negociado a instancia de países en desarrollo frente a los países desarrollados e industrializados, lo que se traduce en un marcado enfoque norte-sur tanto en su concepción como en su ejecución. Los países africanos consideraron la Convención como un instrumento para aumentar la recepción de fondos, así como un refuerzo de un modelo centralizado de gestión y control de las zonas rurales con intervenciones de carácter autoritario por parte de los gobiernos (Vogel y Smith, 2002).

La definición de desertificación no es solamente una cuestión de terminología o enunciado, detrás de ello se esconden implicaciones políticas sobre si es posible o no abordar su solución y sobre quienes asumen las responsabilidades sociales y financieras. Una narrativa sobre la desertificación que ha sido preponderante en las potencias occidentales ha sido la de la desecación, en la cual se atribuye el proceso de desertificación a malas prácticas agrícolas y ganaderas realizadas por las poblaciones locales, y deja de lado los factores climáticos. En la imagen, aldea de Mauritania golpeada por la sequía en los años ochenta./ UN Photo/John Isaac

La negociación del tratado priorizó la dimensión socioeconómica de la desertificación y orilló el debate científico sobre la definición, causas y extensión del fenómeno (Corell, 1999). La CNULD se puede considerar como el primer tratado sobre desarrollo sostenible, ya que al tiempo que aborda un problema ambiental tiene en cuenta las necesidades sociales y económicas de la población afectada. El tratado reconoce la necesidad de transferencia tecnológica desde los países desarrollados a los países afectados a la vez que reconoce el valor de los conocimientos locales y la participación de abajo a arriba (bottom-up) en la planificación, diseño y evaluación de las medidas para controlar la desertificación

Una segunda singularidad de la Convención es su ámbito de aplicación. La CNULD es un tratado de carácter global cuya aplicación está restringida a una determinada zona climática. Según el artículo 1 de la Convención, la desertificación es la «degradación de tierras en las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas» (UNCCD, 1994). Es decir, aquellas áreas donde la relación entre el valor medio anual de precipitación y de evapotranspiración potencial, o índice de aridez, se encuentra entre 0,05 y 0,65. Quedan por tanto fuera de su ámbito de aplicación tanto las zonas húmedas como las hiperáridas. La restricción de la CNULD a una determinada región climática ha cuestionado la validez y eficacia de este instrumento para afrontar los problemas de degradación de tierras a nivel global (Stringer, 2008). Incluso ha sido un argumento utilizado por aquellos que cuestionan el carácter global del fenómeno.

A diferencia de las otras convenciones de Río en las que todos los países firmantes se sienten concernidos y afectados por los impactos del cambio climático y de la pérdida de biodiversidad, los países signatarios de la Convención de Desertificación se pueden declarar como afectados y no afectados a voluntad propia. La calificación como países afectados conlleva la asunción de obligaciones que en esencia se traducen en la preparación de un programa de acción nacional de lucha contra la desertificación (PAN). El tratado especifica que solo los países en desarrollo que se declaren afectados son elegibles para recibir ayuda económica para la lucha contra la desertificación. Este hecho ha sido una de las críticas recurrentes a la CNULD ya que puede incentivar a los países a declararse afectados por la desertificación independientemente de que exista una base científica que lo justifique.

El papel que se espera de los países no afectados, por su parte, es el de proveer a los países afectados de la capacitación y asistencia técnica y de los medios financieros necesarios para la ejecución de los programas de acción o PAN (UNCCD, 1994, artículos 4, 5 y 6). En este sentido, la movilización de los recursos financieros es una parte primordial de la Convención. El texto recoge de forma muy vaga el compromiso de los países no afectados de proveer los fondos necesarios para la lucha contra la desertificación, mientras que enfatiza la necesidad de una mejor coordinación y eficacia en el uso de los recursos existentes. Esta dicotomía entre los países afectados y no afectados se traslada a las discusiones y debates en el marco de la Conferencia de las Partes (COP), con una dinámica marcada por la petición de más medios para la ejecución de los programas nacionales de acción de lucha contra la desertificación a la vez que por la otra parte se exige un mayor control y monitorización de los resultados obtenidos.

Ciencia y política en el debate sobre la desertificación

Se analizan a continuación algunos de los elementos más significativos de este debate atendiendo tanto a su dimensión científica como política.

Sobre la definición de desertificación. Las distintas narrativas

La definición de desertificación no es solamente una cuestión de terminología o enunciado, detrás de ello se esconden implicaciones políticas sobre si es posible o no abordar su solución y sobre quienes asumen las responsabilidades sociales y financieras. Todo ello explica en gran parte la confusión existente en torno al término. A lo largo del debate sobre la desertificación han existido dos narrativas preponderantes que definen en cierta medida a escuelas de pensamiento confrontadas.

La narrativa de la desecación, o también de crisis, está arraigada en las políticas de las potencias occidentales en sus colonias en África (Toulmin y Brock, 2016). Esta narrativa argumenta que la presión ejercida por las malas prácticas agrícolas de las poblaciones locales y el sobrepastoreo de las comunidades nómadas provocan una degradación progresiva de la cubierta vegetal hasta situaciones irreversibles que se traduce en una reducción de los aportes de la precipitación, unas sequías más prolongadas y la aparición de paisajes desérticos. En ella no se contemplan las fluctuaciones climáticas que son propias de las zonas áridas, y claramente culpabiliza a las poblaciones locales de que en su ignorancia sobreexploten los recursos y sean las principales causantes del problema

Este paradigma fue aceptado por los nuevos estados independientes como justificación para la implantación de una política agraria y de gestión de los recursos naturales fuertemente jerarquizada y centralizada, y de los programas de asentamiento de poblaciones nómadas cuyo espacio vital desbordaba las nuevas fronteras políticas. El modelo de desecación ha sido el preponderante y el que ha guiado el desarrollo de las iniciativas globales multilaterales, así como muchos de los programas de desarrollo bilaterales y de los organismos internacionales. Ejemplo paradigmático de esta narrativa es la idea del avance del desierto del Sahara, que, aunque desechada por la comunidad científica, mantiene su fuerte poder evocador que alienta el alarmismo y favorece la acción inmediata y la movilización norte-sur de recursos.

El avance en el conocimiento del clima y la ecología de las zonas áridas y el análisis de los sistemas socioecológicos asociados a ellas cuestiona a partir de la década de los noventa del pasado siglo la validez de este paradigma. El análisis de los registros climáticos cada vez más extensos del Sahel confirmó la existencia de periodos húmedos (entre los años 1875 y 1895, y de nuevo en la década de los cincuenta) que se alternaban con intensas y prolongadas sequías. Esta alternancia de periodos húmedos y secos induce a pensar que la idea de desecación puede estar exagerada, e incluso ser falsa, al comparar el estado del sistema en un periodo seco con un estado de referencia que corresponda a un periodo húmedo.

Asimismo se cuestionaron algunos de los argumentos de la ignorancia y el mal manejo local como causa de la desertificación. Se comprobó que muchas de estas poblaciones han desarrollado mecanismos adaptativos que permiten recuperar el estado inicial tras una perturbación, evitando su irreversibilidad. Por ejemplo, se ha señalado que la sedentarización de la ganadería con medidas tales como la implantación de pastizales y vallado produce sistemas más vulnerables, menos resilientes, a la sequía que la práctica tradicional del nomadismo.

Así, esta línea de pensamiento rechaza la visión neomaltusiana de la densidad de población como factor de degradación (Tiffen et al., 1994), observa la lucha contra la desertificación más como una oportunidad que como una crisis (Mortimore et al., 2009), y considera a las poblaciones locales no como la causa de la desertificación sino como agentes activos de desarrollo sostenible y adaptativo (Mortimore, 2016). En su formulación extrema llega a negar la existencia de la desertificación calificándola como un “mito” creado por las agencias internacionales (Thomas y Midlleton,1994). En consonancia con estas premisas, el papel y resultados de la CNULD son fuertemente criticados ya que se considera que la instauración de un tratado legal de carácter internacional no es el instrumento más adecuado para afrontar el desarrollo de las zonas áridas y mejorar las condiciones de vida de sus poblaciones (Toulmin, 2001).

El hecho de considerar la acción humana como causa principal de la desertificación responde en cierto modo a una estrategia de impulsar un plan de acción para combatir la degradación de las tierras secas. Si las causas de la desertificación eran de tipo natural, había poco margen de acción para desarrollar un plan de acción. No obstante, en la actualidad el consenso científico considera que siempre existen factores humanos y biofísicos en los procesos de desertificación, y ninguno de ellos se puede consideran como factor predisponente. En la imagen, procesos de erosión en surcos en cultivos de almendros en la cuenca alta del Guadalentín, en Murcia./ Víctor M. Castillo Sánchez

El debate está fuertemente polarizado entre los expertos de las ciencias naturales y los provenientes de las ciencias sociales. Y también condicionado por la escala de análisis, los expertos sociales arguyen que los biofísicos extrapolan casos estudiados a pequeña escala, mientras que estos acusan a los sociales de minusvalorar el problema de la degradación de tierras. Esta contranarrativa ha sido calificada por algunos autores de igual de simplista que aquella que pretende remplazar (Stafford-Smith, 2016).

Lo cierto es que muchas de sus argumentaciones son más sobre el inadecuado uso que se ha hecho del concepto de desertificación, bien por vía de la exageración de las cifras, bien por su utilización para la justificación de la adopción de políticas gubernamentales que impactan más sobre los modos de vida de las comunidades locales que sobre la existencia en sí del fenómeno. En cuanto a su visión crítica del papel desempeñado por la CNULD, conviene recordar que, en línea con las hipótesis planteadas por este nuevo paradigma, una de las características del proceso de negociación y del texto finalmente aprobado es el reconocimiento de la necesidad de reforzar la participación y acción local, incluyendo el trabajo de las ONG en la implementación de la CNULD así como la contribución del conocimiento local y tradicional.

Sobre su extensión: ¿es un fenómeno local, regional o global?

La mayoría de las aproximaciones para discernir si nos encontramos ante un problema ambiental global o local hacen referencia a las consecuencias y las causas del problema: si transcienden una región, el problema se considera global (Porter y Brown, 1991). Otros enfoques atienden a conocer si el impacto de un problema se transmite de un país a otros, o si se circunscribe a un territorio pero su resolución necesita de la intervención de otros países. El debate sobre si un problema ambiental es de carácter global o local ha estado muy condicionado por sus implicaciones políticas. Si el problema es local no hay justificación para un tratado internacional, mientras que si es calificado como global gana reconocimiento, interés y atracción.

La consideración de la desertificación como fenómeno global fue intensamente debatida durante el periodo de negociaciones con dos posturas claramente enfrentadas. Los países de la OCDE y la UE cuestionaban el carácter global del problema, y en todo caso mantenían una interpretación restrictiva de la desertificación evitando referencias a temas tales como la erradicación de la pobreza. Por el contrario, los países en desarrollo abogaban por el carácter global de la desertificación y de la sequía dadas sus causas sociales y sus impactos económicos. Las implicaciones sobre las obligaciones financieras también influyeron en el debate sobre si la convención debiera tratar de las causas indirectas tales como el cambio climático, las relaciones económicas internacionales o los intercambios comerciales. El debate global-local se enmarca así dentro de uno más amplio de ayuda al desarrollo.

«La narrativa de la desecación está arraigada en las políticas de las potencias occidentales en sus colonias en África y claramente culpabiliza a las poblaciones locales»

La creciente evidencia de las relaciones entre cambio climático, degradación de la tierra y desertificación (Mirzabaev et al., 2019) y sobre las presiones e impactos que las demandas de bienes y servicios en los países desarrollados ocasionan sobre los recursos de las zonas secas (Martínez-Valderrama et al., 2021) justifican la consideración de la desertificación como un fenómeno global que se manifiesta localmente de formas diferentes.

Otra cuestión discutida es sobre si los desiertos se pueden desertificar. Dicho de otra manera, ¿deberían las zonas hiperáridas ser objeto de la CNULD? Safriel (2009) diferencia las zonas secas desérticas, en las que incluye las zonas hiperáridas y áridas, de las zonas secas no desérticas. Las primeras se caracterizan por una escasa cobertura vegetal y baja densidad de población, mientras que las segundas tienen una mayor cobertura vegetal y están más pobladas. Aunque ambos grupos tienen una productividad limitada por el déficit hídrico, los riesgos y oportunidades que afrontan cada una de ellas son diferentes. Para este autor, los habitantes de las zonas desérticas tienen la oportunidad de desarrollar modos de vida alternativos ligados al desarrollo de energías renovables, el mercado de carbono o el ecoturismo. Las zonas no desérticas están, sin embargo, sometidas a una mayor presión humana y son más proclives a la degradación. Otros autores (King y Thomas, 2014; Martínez-Valde­rrama et al., 2020) señalan que la explotación no sostenible de algunos de los recursos en las zonas desérticas como es el agua almacenada en acuíferos fósiles con nula o muy pequeña recarga debe considerarse como un caso de desertificación.

La atribución de las causas

Como ya se comentó en el apartado sobre las narrativas de la desertificación, la identificación de sus causas ha sido un elemento clave en la definición del concepto. En su discusión se entremezclan los aspectos científicos con las implicaciones políticas que de ello se derivan

La Conferencia de Naciones Unidas sobre Desertificación consideró que la desertificación, entendida como la disminución o pérdida de potencial biológico de la tierra, es el resultado del manejo inadecuado y la sobreexplotación de los recursos por parte de la población en su búsqueda por unas mejores condiciones de vida en un ambiente frágil. Aunque se reconoce el efecto amplificador de las sequías sobre los procesos de degradación, para la UNCOD son las acciones humanas el factor directo que desencadena la desertificación.

Actualmente, la evidencia de las relaciones entre cambio climático, degradación de la tierra y desertificación justifican la consideración de la desertificación como un fenómeno global que se manifiesta localmente de formas diferentes. En la imagen, cultivos de secano y terrenos abandonados en riesgo de desertificación en la cuenca de la rambla del Cárcavo, en Murcia./ Víctor M. Castillo Sánchez

El énfasis dado a los impactos adversos de la acción humana como causa principal de la desertificación responde en cierto modo a una estrategia para impulsar un plan de acción para combatir la degradación de las tierras secas y ayudar al desarrollo de las poblaciones afectadas. Se pensaba que si las causas de la desertificación eran de tipo natural había poco margen de acción que justificara el desarrollo de un plan, mientras que si la causa era la actividad humana se justificaba su existencia.

Entre 1977 y 1992 la consideración de las causas climáticas de la desertificación fue imponiéndose, de forma que la CNULD menciona tanto la variabilidad climática como la acción del ser humano como factores de la desertificación. Esta nueva valoración de las causas durante la preparación de la Agenda 21 y en las negociaciones del texto de la Convención tiene también su intencionalidad política. La inclusión de las fluctuaciones climáticas como posible causa de la desertificación introduce un argumento para ligar desertificación y cambio climático y así reforzar tanto el carácter global del fenómeno como derivar la responsabilidad hacia los países industrializados.

Ante esta controversia, el consenso científico es inequívoco al afirmar que la desertificación incluye siempre factores humanos y biofísicos y que ninguno de ellos puede ser considerado de forma universal como el factor predisponente (Stafford-Smith y Reynolds, 2002).

Conclusión

La desertificación trata de la sostenibilidad de los sistemas socioecológicos de las zonas secas. Es un fenómeno multifactorial con una dimensión biofísica y otra socioeconómica que se manifiesta de forma diferente según los territorios y la escala de tiempo considerada. Esta complejidad ha dado origen a un conjunto fragmentado de conocimientos y visiones tanto en la arena científica como política.

Un correcto abordaje del problema de la desertificación y de la mejora de las condiciones de vida de los habitantes de las zonas secas necesita de un marco integrado de evaluación y respuesta que analice la desertificación como el resultado de las interacciones entre el medio ambiente y el ser humano y que incluya los procesos políticos, sociales y económicos a distintas escalas espaciales y temporales

El desarrollo y adopción de este marco integrado para la lucha contra la desertificación ha estado lastrado por la ausencia de un panel independiente de expertos que, a semejanza del papel desempeñado por el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, en sus siglas en inglés) y la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES, en sus siglas en inglés), informara de forma autorizada a la COP sobre las diversas hipótesis, datos e interpretaciones de la desertificación. La creación de este panel ha sido largamente solicitada en numerosas ocasiones (Thomas et al., 2012). Sin embargo, aun reconociendo la necesidad de una mayor solidez científica en los argumentos esgrimidos para la toma de decisión en la política de lucha contra la desertificación, los países donantes se han opuesto a la constitución de un nuevo panel. Como alternativa han instado a que la CNULD se apoye en el trabajo realizado por los paneles y plataformas existentes mediante de la creación de una interfaz ciencia-política. El objetivo de esta interfaz es la traducción del conocimiento científico en recomendaciones no prescriptivas para la toma de decisiones y la elaboración de resoluciones durante la COP (Akhtar-Schuster et al., 2016). A pesar del avance que supone la creación de la interfaz ciencia-política para establecer un marco de debate autorizado entre ambas comunidades, tanto su mandato como los medios disponibles en comparación con otros paneles hace pensar que, una vez más, la desertificación queda relegada en las prioridades de los países desarrollados para la agenda ambiental global.

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© Mètode 2022 - 112. Zonas áridas - Volumen 1 (2022)

Profesor de Investigación del Grupo de Investigación de Conservación de Suelos y Aguas del Centro de Edafología y Biología Aplicada del Segura (CEBAS-CSIC) en Murcia (España). Es especialista en procesos de degradación y restauración de zonas afectadas por la desertificación e hidrología de cuencas mediterráneas. Ha trabajado (2009-2017) en la secretaría de la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación, donde fue coordinador de la Unidad de Ciencia y Tecnología.