Darwin para historiadores

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La circunstancia de haber pasado mi adolescencia rodeado de libros —mi padre era librero— hizo que tuviera acceso a obras que normalmente no estaban al alcance de la gente de mi edad. Entre tantos libros, algunos tenían que dejarme una marca especial. Hay tres, en concreto, que parece que son los que más me enseñaron a pensar.

El primero, y el que más vivamente recuerdo, es El viaje del Beagle de Darwin, el cual leí con fascinación. De pocos me ha quedado un recuerdo tan vivo, no solamente por lo referente a los viajes y a la aventura, sino a razonamientos como la explicación que ofrecía de la formación de atolones. El segundo, leído a trozos y más por encima, fue la Introducción al estudio de la medicina experimental de Claude Bernard, en una traducción catalana de alrededor de 1930. El tercero era The Mind of Primitive Man, de Franz Boas, en una edición publicada hacia 1945, por una editorial argentina de izquierdas. El de Boas debía ser el último escalón de este ascenso desordenado hacia la racionalidad, antes de empezar a adquirir una formación más adecuada a mi oficio de historiador.

«Una parte de la ciencia histórica usó el darwinismo para justificar una visión lineal de la historia cuyo cúspide era la “civilización occidental”»

No hace falta decir que por la época en la que yo leía estos libros, a mediados de los años cincuenta, estaban todos prohibidos, y que no los podría haber adquirido si no fuera porque estaban entre los volúmenes de la librería de mi padre. Prohibición que no ha de sorprendernos, cuando vemos que, cincuenta años más tarde, la señora Sarah Palin está igualmente interesada en evitar que se enseñen esta clase de cosas en los colegios de su país.

La curiosidad, por un lado, y por otro la suerte de seguir teniendo acceso fácil a buenos libros de divulgación científica, hicieron que mi contacto con el darwinismo no se acabara con las lecturas de adolescencia, cosa que impidió que cayera en el mecanicismo de una parte de la ciencia histórica del siglo xix y comienzos del xx, que lo usó para justificar una visión lineal de la historia cuyo cúspide era la «civilización occidental», y que servía de argumento para la defensa del colonialismo, entendido como la obra educativa del «hombre blanco».

Un mundo de ideas que tenía en su base la visión de un cosmos determinista que enlazaba con el estudio de la sociedad a través de una versión mecanicista de Darwin, hasta el punto de que en 1872 un científico alemán dijera que cuando fuera posible conocer la posición, dirección y velocidad de todos los átomos del universo, se podrían predecir todos los acontecimientos futuros de la historia humana, y que el objetivo de la ciencia era justamente el de llegar a un conocimiento perfecto del mundo social, tanto como del natural. Idea y aspiración que compartía un anarquista francés, Charles Malato, quien a comienzos del siglo XX escribía: «La ciencia histórica no existe actualmente, todavía tiene que ser creada. Ningún escritor ha sabido hacer por ella lo que Kepler, Copérnico y Newton hicieron por la astronomía; […] Laplace, Marx, Darwin por las ciencias exactas: […] deducir con precisión matemática las causas de los movimientos profundos que agitan las moléculas humanas».

Lecturas como las de los libros de Stephen Jay Gould me enseñaron que Darwin era perfectamente compatible con las concepciones de la historia que combaten la linealidad y el determinismo y buscan entender la diversidad y la contingencia, con la convicción de que adoptar una visión contingente de la historia del mundo puede ayudarnos, como ha dicho Roger Marks, a «tomar decisiones y actuar para garantizar un futuro sostenible a toda la humanidad».

© Mètode 2009 - 60. Darwiniana - Número 60. Invierno 2008/09

Profesor emérito de Historia de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.