Creencias y biología evolutiva

Cómo la ideología puede representar diferentes posturas sociales a partir de la ciencia

RESUMEN
De acuerdo con aquellos que piensan que suele haber conexiones muy fuertes entre las disciplinas científicas y la ideología de los productores científicos, este ensayo muestra que dichas conexiones muchas veces son complejas y rara vez son directas. Tomando como ejemplo la biología evolutiva, observamos a tres figuras (Herbert Spencer, Charles Darwin y Alfred Russel Wallace) para mostrar cómo diferentes creencias sociales pueden conducir a conclusiones sociales muy distintas extraídas del hecho científico. Se defiende que este mensaje lo deberían tener muy presente aquellos que intentan sacar conclusiones sociales a partir de la ciencia, por ejemplo los que sugieren que la biología evolutiva darwiniana conduce directamente a la filosofía social del Tercer Reich. La verdad siempre es mucho más compleja.

Palabras clave: darwinismo social, Herbert Spencer, Charles Darwin, Alfred Russel Wallace, Adolf Hitler

Es habitual oír que la ciencia se puede usar con fines ideológicos. Es evidente y conocido que los nazis utilizaron sus propias versiones de ciencia racial para respaldar al Tercer Reich (Harrington, 1999). Pero también ocurre en áreas cuyos fines se podrían considerar moralmente más aceptables y su ciencia de mejor calidad. Pensemos, por ejemplo, en cómo los estudios de género se han utilizado para promover la igualdad entre hombres y mujeres y, más recientemente, los derechos de los homosexuales (LeVay, 2010). ¿Hay alguien que crea que, casi de la noche a la mañana, América iba a aceptar la legitimidad del matrimonio homosexual si no fuera por el trabajo de sexólogos como Sigmund Freud, Alfred Kinsey o algunos investigadores actuales? Por supuesto, es necesario poner la ciencia en contexto. El activismo de gays y lesbianas ha sido un factor crucial para cambiar nuestra opinión (y nuestras leyes) sobre este colectivo, pero sin la ciencia es difícil creer que hubieran cambiado muchas cosas.

«Existe un sentimiento muy fuerte de que la ciencia en sí misma carece de ideología, o debería carecer de ella»

No obstante, existe un sentimiento muy fuerte –sobre todo entre los propios científicos, pero también apoyado por filósofos de la ciencia con opiniones más tradicionales– de que la ciencia en sí misma carece de ideología, o debería carecer de ella. Siguiendo la distinción tradicional entre hecho y valor, la sensación es que la ciencia intenta «decir las cosas como son». No es de extrañar que el filósofo de referencia sea el difunto Sir Karl Pop­per (1972), acérrimo defensor de la objetividad de la ciencia, famoso por afirmar: «La ciencia es conocimiento sin conocedor.» Por supuesto, no se refería a que los científicos no estén implicados en la ciencia, sino a que la identidad del científico –hombre o mujer, blanco o negro, gay o hetero, cristiano o ateo– no afecta (no debería) a la ciencia en sí. La noción de «ciencia judía» o de «ciencia feminista» es un oxímoron, como «armas para la paz».

En el último medio siglo, esta visión de la ciencia ha sufrido violentos ataques. Existen diversas razones, y el crecimiento como disciplina de la historia de la ciencia no es la menos importante. Los estudiantes de esta especialidad reciben ahora una formación más profesional, por ejemplo no se limitan a estudiar textos publicados, sino que investigan las cartas y cuadernos que se conservan en los archivos; es por eso que cada vez resulta más obvio que la ciencia es una actividad muy humana y que las esperanzas y las aspiraciones de los propios científicos influían en la ciencia que producían y que, incluso cuando dicha ideología no era prominente, las opiniones de los científicos solían aparecer en el producto final. Cuestión muy diferente es si lo que observa la ciencia y lo que se extrae de ella siempre coincide justamente con lo que el científico pretendía conseguir. Aparte del hecho de que él o ella podría no haber tenido ninguna intención consciente en absoluto.

En la década de 1970 se abrió una polémica en relación con una nueva subdisciplina, la sociobiología, el estudio del comportamiento (incluyendo el humano) desde una perspectiva darwinista. Había entusiastas como el especialista en hormigas de Harvard, Edward O. Wilson (en la fotografía), quien argumentaba que ahora se tenía una herramienta vital para comprender a la humanidad, incluyendo roles de género, organizaciones sociales y convicciones religiosas. / Jim Harrison / Plos

Mi propia disciplina, los estudios evolutivos, ilustra con claridad lo que intento decir. En la década de 1970 se abrió una polémica en relación con una nueva subdisciplina, la sociobiología, el estudio del comportamiento (el humano incluido) desde una perspectiva darwiniana. Por un lado, había entusiastas como el especialista en hormigas de Harvard Edward O. Wilson (1975, 1978), quien argumentaba que ahora se tenía una herramienta vital para comprender a la humanidad, incluyendo roles de género, organizaciones sociales y sentimientos religiosos. Por otro lado, había críticos entre los compañeros de Wilson, como el genetista Richard Lewontin (1991) y el paleontólogo Stephen Jay Gould (1981), quienes defendían que la sociobiología humana era un vehículo para la propaganda derechista, sexista y capitalista, envuelto en el lenguaje de la ciencia moderna. Probablemente los argumentos de ambas posturas contenían parte de verdad –y de mentira– (Segerstrale, 1986), aunque es bastante discutible que se haya dicho la última palabra acerca de este tema.

En este punto me gustaría volver más de un siglo atrás, a los primeros días del evolucionismo moderno. Probablemente poca gente pensaría que entonces la ideología no interfería, porque la mayoría de la gente ha oído el término darwinismo social, y en general muchos estarían de acuerdo con que la biología evolutiva ha sido durante mucho tiempo el vehículo de una variante virulenta de economía del laissez faire: «Viudas y niños contra la pared y que sobreviva el más fuerte.» Sin ir más lejos, yo, como la mayoría de estudiosos de esta disciplina, prefiero no utilizar el término darwinismo social. Generalmente no se utilizaba en el siglo XIX, cuando la teoría evolutiva floreció y alcanzó su máxima expresión, y cubría una multitud de posiciones, no todas relacionadas con el trabajo de Charles Darwin (Ruse, 2016). La investigación muestra que algunos de los casos que se suponen más atroces del darwinismo social no siguen este patrón en absoluto (Bannister, 1979). Nadie puede negar que algunos capitalistas sin escrúpulos como John D. Rockefeller y Andrew Carnegie eran absolutamente despiadados, pero en general la historia también tenía otra cara. Rockefeller gastó una parte considerable de su fortuna para fundar una nueva universidad en Chicago –de hecho comenzó con un desembolso inicial de 600.000 dólares–. Carnegie reprimió a los trabajadores de su siderúrgica en la huelga de Homestead, pero gastó su considerable fortuna fundando bibliotecas públicas. Eran lugares a los que los niños pobres pero con talento podían ir y aprender por su cuenta con materiales gratuitos, algo que no era posible hacer anteriormente. Como nota personal, algunos de los recuerdos más felices de mi infancia en Inglaterra en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial son las muchas horas pasadas en una biblioteca Carnegie, con las narices enfrascadas en un libro.

Para comprender bien cómo los presupuestos ideológicos sobre política social y económica afectaron al pensamiento evolutivo, resulta útil fijarse en tres figuras clave: Herbert Spencer, Charles Darwin y Alfred Russel Wallace. Vayamos de uno en uno.

HERBERT SPENCER

Herbert Spencer (1820-1903) se formó como ingeniero pero pronto encontró su ocupación como escritor famoso y columnista en revistas y también en numerosos libros. Se le educó para entusiasmarse con las filosofías del laissez faire y su primer libro, Estática social, así lo refleja. / Mètode

Herbert Spencer (1820-1903) se formó como ingeniero pero pronto encontró su ocupación como escritor famoso y columnista en revistas y también en numerosos libros. Se le educó para entusiasmarse con las filosofías del laissez faire y su primer libro, Estática social, así lo refleja.

Debemos enfrentarnos a esos falsos filántropos, quienes, para evitar la miseria presente, provocarían una miseria mayor para las generaciones futuras. Todos los defensores de una ley de los pobres deben, sin embargo, ser considerados de esta forma. La pobreza extrema causa dolor aquí y ahora, y por eso los amigos de los pobres querrían abolirla, sin embargo, cuando se le permite actuar, la pobreza extrema actúa como una espuela afilada para los vagos y una brida bien fuerte para el resto. Ciegos ante el hecho de que, bajo el orden natural de las cosas, la sociedad excreta constantemente a sus miembros malsanos, imbéciles, lentos, vacilantes y descreídos, estos hombres irreflexivos, aunque bienintencionados, defienden una interferencia que detiene el proceso purificador e incluso lo vicia más: promueve absolutamente la multiplicación de los imprudentes e incompetentes ofreciéndoles un sostén inagotable, y disuade a los competentes y previsores de multiplicarse aumentando la posible dificultad de mantener una familia.

(Spencer, 1851, pp. 323–324)

Esto recuerda a Margaret Thatcher en su momento más militante, una analogía que no está fuera de lugar. Tanto Spencer como Thatcher eran de clase media baja y habían crecido en familias con aspiraciones insatisfechas del área central de Gran Bretaña. Esto quiere decir que no estaban en los escalones sociales más altos y albergaban un cierto resentimiento; un sentimiento de que el estado beneficia a los que están en el poder o a quienes no se lo merecen y que los trabajadores y los que destacaban (ellos mismos) no recibían el respeto que merecían (Richards, 1987).

Sin embargo, dejar las cosas en este punto sería hacerle un flaco favor a Spencer. Para él lo más importante era un compromiso profundo y absoluto con el progreso en todas las cosas, más que cualquier teoría económica en particular. Spencer tenía una visión muy personal del proceso evolutivo (Young, 1985). Contemplaba la dura lucha detallada en la cita anterior no tanto como algo que elimina a los ineptos sino como algo que incentiva a los superaptos en potencia a realizar mayores esfuerzos, que más adelante, y gracias a un proceso lamarckiano –heredar caracteres adquiridos–, podrían convertirse en un componente permanente del diseño evolutivo. Al mismo tiempo, veía aumentar la inteligencia y descender la fertilidad, un reflejo de la buena creencia victoriana de que hay una cantidad limitada de fluido vital y hay que decidir si se dedica a crear cerebros o un montón de hijos. Spencer consideraba la evolución orgánica como una sola faceta del progreso general que caracteriza la evolución del mundo: de lo indiferenciado a lo diferenciado o, en sus palabras, de lo homogéneo a lo heterogéneo.

Ahora proponemos en primer lugar mostrar que esta ley del progreso orgánico se da en cualquier progreso. Ya sea en el desarrollo de la Tierra, en el desarrollo de la vida que crece en su superficie, en el desarrollo de la sociedad, del gobierno, de la manufactura, del comercio, del lenguaje, de la literatura, de la ciencia o del arte, siempre se mantiene esta misma evolución de lo simple a lo complejo con diversas diferenciaciones sucesivas. De los primeros cambios cósmicos identificables hasta los últimos resultados de la civilización, encontraremos que el progreso consiste esencialmente en la transformación de lo homogéneo en heterogéneo.

(Spencer, 1857, pp. 2–3)

«Spencer contemplaba la evolución orgánica como una sola faceta del progreso general que caracteriza la evolución del mundo»

Nada escapa a esta ley: los humanos son más complejos o heterogéneos que otros animales; los europeos son más complejos y heterogéneos que los salvajes; y, como era de esperar, la lengua inglesa es más compleja o heterogénea que las lenguas de otros hablantes.

Spencer combinó todo esto con sus propias opiniones acerca de las bases de la ética y argumentó que la moralidad surge durante el proceso evolutivo y es nuestro deber asegurarnos de que esto ocurra, eliminando barreras y facilitando el proceso: «El objeto de la ética es la forma que toma la conducta universal durante las últimas etapas de la evolución» (Spencer, 1879, p. 21). Y continúa:

Y a ello sigue el corolario de que la conducta logra aprobación ética en la medida que las actividades sean cada vez menos agresivas y más industriales, y no impliquen infligir daño o disputar unos con otros, sino que consistan en –y sean potenciadas por– la cooperación y la ayuda mutua.

(Spencer, 1879, p. 21)

En otras palabras, Spencer, profundamente entregado a una visión orgánica de la naturaleza, consideraba que el progreso continuado de la humanidad alejaba el conflicto. Carnegie actuaba de una forma muy spenceriana cuando financiaba bibliotecas.

CHARLES DARWIN

Charles Darwin (1809-1882), el autor de El origen de las especies (1859), fue el padre de la teoría moderna de la evolución, que considera la selección natural el proceso principal de cambio. Como Spencer, Darwin pensaba que las presiones poblacionales llevaban a una lucha por la existencia, en la sociedad y en el mundo en su conjunto. / Mètode

Charles Darwin (1809-1882), el autor de El origen de las especies (1859), fue el padre de la teoría moderna de la evolución, que considera la selección natural como el proceso principal de cambio. Como Spencer, Darwin pensaba que las presiones poblacionales llevaban a una lucha por la existencia, en la sociedad y en el mundo en su totalidad. Pero luego siguió un camino distinto.

Tengamos también presente cuán infinitamente complejas y rigurosamente adaptadas son las relaciones de todos los seres orgánicos entre sí y con condiciones físicas de la vida, y, en consecuencia, qué infinitamente variadas diversidades de estructura serían útiles a cada ser en condiciones cambiantes de vida. Viendo que indudablemente se han presentado variaciones útiles al hombre, ¿puede, pues, parecer improbable el que, del mismo modo, para cada ser, en la grande y compleja batalla de la vida, tengan que presentarse otras variaciones útiles en el transcurso de muchas generaciones sucesivas? Si esto ocurre, ¿podemos dudar –recordando que nacen muchos más individuos de los que acaso pueden sobrevivir– que los individuos que tienen ventaja, por ligera que sea, sobre otros tendrían más probabilidades de sobrevivir y procrear su especie? Por el contrario, podemos estar seguros de que toda variación en el menor grado perjudicial tiene que ser rigurosamente destruida. A esta conservación de las diferencias y variaciones individualmente favorables y la destrucción de las que son perjudiciales la he llamado yo selección natural.

(Darwin, 1859, pp. 80–81)

Es importante observar que, para Darwin, el cambio no es aleatorio, siempre va en la dirección de lo que se conoce como «cambio adaptativo». ¿La característica que se produce ayuda a su poseedor? Si lo hace, podría ser seleccionada. Pero no al revés. Esta es la clave para entender la opinión de Darwin acerca de la moralidad y cómo una sociedad se debería concebir y constituir. A cierto nivel, como inglés rico de clase media alta
–su abuelo materno, y abuelo paterno de su mujer, era el alfarero Josiah Wedgwood–, Darwin estaba completamente a favor del capitalismo (Richards y Ruse, 2016).

En todos los países civilizados el hombre acumula su propiedad y la transmite a sus hijos. De ello resulta que no todos los hijos, en un país, parten de un mismo punto, al emprender el camino de la lucha, a cuyo término se encuentra la victoria: pero este mal encuentra su compensación en que sin la acumulación de los capitales las artes no progresan, debiéndose principalmente a estas el que las razas civilizadas hayan extendido y extiendan hoy por todas partes su dominio, reemplazando a las razas inferiores.

(Darwin, 1871, p. 169)

De forma análoga, tenía poca paciencia con los sindicatos. En una carta a un amigo alemán en 1872, Darwin dijo: «Me gustaría mucho que usted se tomara el tiempo algunas veces para discutir un punto en común, para ver si sigue vigente en el continente; me refiero a la norma en la que insisten todos los sindicatos de que todos los trabajadores –los buenos y los malos, los fuertes y los débiles– deberían trabajar el mismo número de horas y recibir el mismo salario.» Y añadía: «Temo que las sociedades cooperativas, que muchos consideran la mayor esperanza para el futuro, también impiden la competencia. Esto me parece un gran mal para el progreso futuro de la humanidad» (Darwin, 1985, p. 324).

Pero dicho esto, Darwin estaba convencido de que la moralidad y el trabajo conjunto para mejorar la sociedad no era por sí mismo algo bueno, sino algo promovido por la selección natural. Básicamente, juntos triunfamos y separados fracasamos.

Es preciso no olvidar que aunque un grado muy elevado de moralidad no da a cada individuo y a sus hijos sino pocas o nulas ventajas sobre los demás hombres de la misma tribu, todo progreso llevado al nivel medio de la moralidad, y un aumento en el número de los individuos bien dotados bajo este aspecto, procuraría positivamente a esta tribu una ventaja sobre otra cualquiera.

(Darwin, 1871, p. 166)

En otras palabras, para Darwin, al igual que para Spencer, el proceso evolutivo es importante para nuestra filosofía socioeconómica y, si ignoramos la evolución, lo hacemos por nuestra cuenta y riesgo. Pero mantienen posturas distintas y el simple laissez faire no es la más cierta ni más central para ninguno de los dos.

ALFRED RUSSEL WALLACE

Para Alfred R. Wallace (1823-1913), la lucha por la existencia era siempre entre grupos y las adaptaciones eran fenómenos grupales. Darwin tuvo que explicar el altruismo en términos de egoísmo ilustrado. Wallace pensaba que las adaptaciones morales siempre podían trabajar contra el individuo en tanto que beneficien al grupo. / Wellcome Library

Nuestro tercer evolucionista es Alfred Russel Wallace (1823-1913), que siempre ha resultado especialmente interesante. Como Spencer y Darwin, formaba parte de la clase media británica, pero pertenecía al estrato más bajo. Solía bromear diciendo que su padre había gestionado tan mal la economía familiar que era inmune a la preocupación sobre el futuro porque no podía caer más bajo (Wallace, 1905). En un viaje a Extremo Oriente –con la intención de encontrar especímenes para coleccionistas adinerados y museos– Wallace dio con la idea de selección natural, escribió un breve ensayo y, entre todas las personas, decidió enviárselo a Darwin (obviamente, se había corrido la voz de que Darwin era evolucionista). Además de una curiosa combinación entre científico brillante –su trabajo con la biogeografía insular fue fundacional– y excéntrico ingenuo –nunca se desvió de su sincera creencia en el espiritismo–, Wallace fue siempre socialista. De adolescente, había escuchado hablar al molinero escocés Robert Owen, lo que le imprimió una lealtad de por vida. Para él, por lo tanto, la lucha por la existencia siempre se producía entre grupos y las adaptaciones eran fenómenos grupales. Darwin tuvo que explicar el altruismo en términos de egoísmo ilustrado. Wallace pensaba que las adaptaciones morales siempre podían trabajar contra el individuo en tanto que beneficien al grupo.

Hasta ahora no ha habido ninguna organización de comunidades o de sociedad en conjunto con fines de producción, excepto cuando ha surgido incidentalmente por interés del empresario capitalista y el propietario monopolista. El resultado es el terrible lodazal social en el que nos encontramos. Pero es cierto que es posible organizarse por interés de los productores, que constituyen la mayor parte de la comunidad; y como en las condiciones actuales los millones de personas que no poseen tierras ni capital no pueden organizarse, es el deber del estado, mediante las autoridades locales, hacerse cargo de esta organización; y si se lleva a cabo bajo el principio de que toda producción debe ser, en primera instancia, para que la consuman los propios productores y, solo cuando las necesidades de todos están satisfechas, para intercambiar por lujos, dicha organización no puede fallar.

(Wallace, 1900, pp. 482-483)

Además de esto (si algo caracterizaba a Wallace era lo universal de su entusiasmo), apoyaba el feminismo radical y pensaba que la sociedad futura dependería exclusivamente de la elección de las mujeres. En un momento en el que el movimiento a favor del sufragio femenino estaba tomando impulso, no era una postura desinteresada. Solo puedo añadir irónicamente, como padre de mujeres, que si las hijas de Wallace eligieron en efecto solo a los hombres de mejor calidad para procrear, debían ser tan atípicas y excéntricas como su padre.

¿IMPLICACIONES?

Tres evolucionistas. Tres perspectivas muy diferentes sobre la sociedad y cómo organizarla. Se pueden extraer muchas implicaciones de esto, pero quiero concluir con una de las más importantes, si no la más importante de todas. Aunque es indudablemente cierto que la opinión de los grandes evolucionistas del siglo XIX es relevante cuando la gente apela a la teoría evolutiva para apoyar filiaciones ideológicas, hay que ser cauteloso al establecer conexiones entre el pasado y el presente. Tomemos por ejemplo la cuestión de los nacionalsocialistas, y de Adolf Hitler en particular. Los literalistas bíblicos, los creacionistas y su prole más tranquila pero en cierto modo más peligrosa, los teóricos del diseño inteligente, intentaron demostrar primero que la biología evolutiva –la biología evolutiva darwinista en particular– no era buena ciencia (Whitcomb y Morris, 1961). Fracasaron, y se volvieron más filosóficos, argumentando que falla en términos metodológicos y metafísicos (Johnson, 1995; Plantinga, 2011). Ese ataque tampoco consiguió nada, así que ahora están tratando de desacreditarla tachándola de inmoral. Basan la acusación en el supuesto hecho histórico de que la teoría evolutiva del siglo XIX llevó directamente a la filosofía subyacente en el Tercer Reich (Weikart, 2004). Y si somos justos, sí que existen algunas pruebas prima facie que lo apoyan. Consideremos la siguiente cita de Mein Kampf.

Todas las grandes culturas del pasado cayeron en la decadencia debido únicamente a que la raza de la cual habían surgido envenenó su sangre. La causa última de semejante decadencia fue siempre el hecho de que el hombre olvidó que toda cultura depende de él y no viceversa; que para conservar una cultura definida, el hombre que la construyó también precisa ser conservado. Semejante conservación, sin embargo, se amarra a la ley férrea de la necesidad y al derecho de la victoria del mejor y del más fuerte.
Quien desee vivir, que se prepare para el combate, y quien no esté dispuesto a ello, en este mundo de luchas eternas, no merece la vida.

(Hitler, 1925)

Sin embargo, como siempre, las cosas son un poco más complejas que lo que sugiere una primera lectura. Si observamos los pasajes supuestamente darwinianos en contexto, podemos ver que la obsesión real de Hitler tiene que ver con la pureza racial, y esa no era, desde luego, la preocupación de Darwin. Como ya he dicho, no quiero argumentar que no haya ninguna conexión en absoluto. Algo tuvo que conducir hasta Hitler. Pero aparte de los muchos otros candidatos –la música de Wagner, el antisemitismo de Viena cuando Hitler era joven, el resentimiento por el Tratado de Versalles y otros– lo que querían decir Hitler y sus seguidores simplemente no era lo mismo que lo que querían decir Darwin y los suyos (Richards, 2013). A los evolucionistas les preocupaba la moralidad personal y grupal, los retos de un mundo que se industrializaba a marchas forzadas y cómo avanzar en una cultura o sociedad en la que la creencia en Dios ya no era universal ni tan obligatoria como lo había sido hasta entonces. Los nacionalsocialistas tenían que ver con la dominación de grupo y la uniformidad y (como bien sabemos) la dominación y eliminación de gente que no encajaba en su molde o a quienes se trataba como amenazas o barreras para la supremacía mundial alemana.

«Las conexiones entre ciencia e ideología son complejas y no son necesariamente evidentes»

Y, por supuesto, también ocurre que, como en el siglo XIX, siempre se puede encontrar a dos personas que utilizan la misma ciencia con fines muy distintos. Hitler estaba profundamente imbuido de una visión orgánica del estado –por cierto, más cercana a Herbert Spencer que a Charles Darwin–. Julian Huxley, el nieto biólogo de Thomas Henry Hux­ley, gran seguidor de Darwin, tenía una opinión muy diferente de las cosas.

Toda afirmación de que el estado tiene un valor intrínsecamente mayor al del individuo es falsa. Resultan ser, en un escrutinio más cercano, racionalizaciones o mitos encaminados a lograr más poder o privilegios para un grupo limitado que controla la maquinaria del estado. Por otro lado, el individuo carece de sentido por sí solo, y las posibilidades de desarrollo y realización personal disponibles para él están condicionadas por la naturaleza de la organización social. Por lo tanto, el individuo tiene deberes y responsabilidades, así como derechos y privilegios, o si se prefiere, encuentra ciertas salidas y satisfacciones (como la devoción a la causa o la participación en una iniciativa conjunta) solo en relación al tipo de sociedad en la que vive.

(Huxley, 1934, pp. 138–139)

Huxley insistía en que todo esto venía directamente de una lectura de la biología evolutiva. Lo cual podría ser o no cierto, pero sin duda nos señala los peligros y obstáculos de pensar que hay una conexión clara y sencilla entre ciencia e ideología. Tales conexiones existen, pero son complejas y no necesariamente evidentes para quienes las establecen. Es esto lo que hace importante, interesante y desafiante este tema.

REFERENCIAS

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© Mètode 2016 - 90. Interferencias - Verano 2016

Profesor de Filosofía Lucyle T. Werkmeister y director del Programa de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad Estatal de Florida (EEUU). Es autor de numerosos libros entre los que se encuentran Taking Darwin seriously: A naturalistic approach to philosophy (1986), The philosophy of biology today (1988) i Charles Darwin (2008). Ha sido también fundador de la revista Biology and Philosophy.