Diálogos entre el arte y la naturaleza

La reflexión estética como contexto 

https://doi.org/10.7203/metode.13.23666

Las relaciones entre la estética natural y la estética artística no han sido siempre fáciles. Como tampoco las correlaciones entre arte y naturaleza han sido independientes del filtro contextualizador de la historia cultural humana y de los correspondientes desarrollos científicos. La aproximación al tema exige el estudio de una transición entre los derechos del ámbito natural y su imparable conversión diacrónica en naturaleza-producto. La reflexión sobre una serie de dicotomías resultará, pues, fundamental en este caso: objeto estético y objeto natural; representación y expresión; la naturaleza como realidad disponible y la naturaleza como realidad dada; el ámbito natural y el ámbito artificial. Desde estas bisagras conceptuales y funcionales quizás se puedan entender mejor los diferentes momentos históricos que han articulado los diálogos entre arte y naturaleza.

Palabras clave: filosofía, arte y estética, experiencia, objeto estético y belleza, arte vs. naturaleza, organicismo y mecanicismo.

La naturaleza es bella cuando hace el efecto del arte; el arte a su vez no puede llamarse bello más que cuando, aunque, tengamos conciencia de que es arte, nos haga el efecto de la naturaleza.

—Immanuel Kant, Crítica del Juicio § 45.

La correlación entre arte y naturaleza es una cuestión tan antigua como persistente en el tiempo. Un tema que atraviesa la historia del pensamiento estético y también el desarrollo milenario del propio quehacer artístico.

Si, a menudo, el arte se ha sentido atraído por la siempre espectacular ventana de la naturaleza activa, también la mirada humana espabilada, profundamente culturalizada, ha sabido interpretar la realidad natural a través del espejo modelizador de los correspondientes parámetros artísticos.

De esta forma, diríamos que el arte y la naturaleza, por la mediación del sujeto (Homo artifex), han configurado sus respectivos perfiles conceptuales, definiéndose por contraste y aproximándose por vocación, a la par que distanciándose, a menudo por superación o rechazo.

Esta y no otra ha sido la apasionante y verdadera saga de un juego paradójico de amores y desamores: la charnela entre estética natural y estética artística.

Naturaleza vs. cultura

La historia de la correlación-oposición entre arte y naturaleza aflora directamente sobre y a partir de las bases de la oposición-correlación entre naturaleza y cultura. ¿No es, al fin y al cabo, la cultura misma una especie de segunda naturaleza? ¿La cultura genera naturaleza? ¿O quizás, más bien, la potente reivindicación misma de la naturaleza, hoy en día, se han transformado en una especie de segunda cultura, en una modalidad de imprescindible y resistente alternativa ecológica-cultural? (Albelda y Saborit, 1997).

Fácilmente podríamos deducir que la conciencia humana ha terminado considerando el arte como producto paradigmático de su propia actividad –es decir, como una de sus más genuinas manifestaciones– mientras que la naturaleza resolutiva, con su inevitable capacidad envolvente, su radical alteridad y su enigmático poder generador de vida, se perfila, más bien, con las características propias de un revulsivo contexto, básicamente activo, sistemático, modelado de organicismo y genuinamente transformador (Thompson, 1989). Este singular producto humano (el arte) y este genérico contexto de lo posible (la naturaleza) configuran históricamente el normalizado escenario donde se generan las actividades estéticas (De la Calle, 1984).

Estetizada diversamente (por el arte) o estetizando ella misma las acciones artísticas ejercidas en su propio entorno, la naturaleza guarda celosamente su carácter «natural» revulsivo, transformador, sistemáticamente orgánico, y consigue, a veces, comunicarlo también al propio arte. Cabría preguntarse, entonces, ¿hasta qué punto es obligatorio afirmar, hoy, que estos roles (el arte como producto humano genuino y la naturaleza como contexto generador de lo posible) se han visto realmente intercambiados? (Castro, 2020).

Así mismo, la dimensión artística se ha transformado en el contexto habitual y exclusivo de nuestra existencia consumista, fruto inmediato de la sociedad del espectáculo. Sin duda, un nuevo espectador espera/sospecha, perplejo, mientras las preeminencias de los artificios agresivos con la naturaleza avanzan potentes, al margen de las preocupaciones ecológicas.

Así pues, teniendo en cuenta este profundo (inter)cambio de roles, conviene reconocer que las relaciones mismas entre el arte (constantemente expandido) y la (cada vez más restringida, violentada y metamorfoseada) naturaleza ya no pueden plantearse en el mismo sentido, ni tan siquiera pensando en un virtual sujeto profundamente utópico y revulsivo que, incluso, intentara propugnar, una vez más, la reconsideración sistemática de los derechos indiscutibles del contexto natural, convertido ya, quizás inevitablemente, en naturaleza-producto.

El objeto estético

Reflexionar sobre el objeto estético implica un proceso que, generalmente, termina privilegiando al arte. Es la obra artística la que solicita la percepción estética que, al fin y al cabo, tiene el poder de convertirla en objeto estético y posibilita así la revelación de un racimo de sentimientos a través de una forma.

Por eso hay que pensar que, mediante la obra, convertida en objeto estético, es la persona humana quien directamente se hace signos a sí misma, y no se trata de que solamente la realidad misma sea la que pueda activar signos dirigidos a las personas. Puede que aquí radique el interés de añadir una serie de reflexiones sobre el objeto estético, pero teniendo ineludiblemente como pauta y punto de partida no ya la obra de arte, sino más bien los objetos naturales. Se trata de articular los derechos indiscutibles de la estética natural.

En la naturaleza, nos encontramos ante un objeto que no siempre está perfectamente delimitado, ni su forma se presenta de forma fija e inmutable. En la imagen, nacimiento del río Mundo, en Albacete./ Juan Fernández CC BY-SA 2.0

Así, ¿qué afinidades fundamentales sería necesario postular, en este sentido, entre el sujeto y el objeto, es decir, entre el sujeto y la naturaleza?

Es posible que, ante la naturaleza, la experiencia estética del sujeto se enfrente a nuevas y diferentes exigencias de atención y de selectividad. En este caso, no todo le viene intencionalmente dado. Por eso su contemplación se encuentra menos fijada y dirigida, y se enfrenta a toda una serie de posibles elementos interferentes. Eso, por supuesto, afecta y tiene mucho que ver con la naturaleza del propio objeto (natural). Un objeto que siempre «anuncia y presenta» múltiples posibilidades entrelazadas.

Nos encontramos delante de un tipo de objeto que no siempre está perfectamente delimitado (como pasa, en cambio, con la obra artística), ni tampoco su forma se presenta de manera fija e inmutable, más bien al contrario; la naturaleza nunca declina ni minimiza sus propias posibilidades de clara improvisación y espontaneidad.

Ante la naturaleza, es siempre el mundo mismo lo que se convierte en espectáculo inmediato. Sin duda, se trata –insistimos– de un espectáculo presente y disponible a ser vivido y no ya de un espectáculo representado.

Ciertamente, el objeto natural exalta los aspectos sensibles del mundo, pero lo hace de manera tan pródiga y desmedida como imprevisible. Y, por este motivo, estamos dispuestos a aceptar de la naturaleza sensible su fuerza y el interés de su espontaneidad y lo desmesurado de su exuberancia. Una cosa que quizás no toleraríamos, sin más, en el dominio del arte, siempre referido/refrendado, de alguna manera, por la presencia de la norma, del programa o de la concepción operativa del canon (Budd, 2014).

¿Hasta qué extremo, al transformar el propio contexto natural en producto, no estamos interfiriendo también directamente en la imprevisibilidad de la naturaleza y controlando, incluso, su exuberancia, es decir, destruyendo su espontaneidad y normalizando sus otras pródigas manifestaciones?

Si el objeto natural se presta a la estetización por parte de una consciencia, no por eso dejará de exigir e imponer, de una forma u otra, sus propias condiciones y cautelas, que no se han de adecuar, al fin y al cabo, a las del objeto artístico, transformado en parámetro, a pesar de nuestras constantes interferencias y expectativas en este sentido (Dufrenne, 2017).

Ante un espectáculo natural debería aceptarse que nosotros mismos estaríamos dispuestos a entrar inmediatamente en su propio juego e integrarnos en este devenir natural del mundo. Seríamos capaces de mantener así un tipo extensivo de proximidad, con este objeto estético, diferente del que ejercitamos, en intensidad, con la obra artística. No neutralizaríamos ni demarcaríamos el contexto en que aparece. No incidiríamos sola y exclusivamente en una única vertiente sensitiva, sino que nos mezclaríamos plenamente con él, a través de todos nuestros registros sensoriales.

La mirada de la naturaleza

Es posible, quizás, que nuestra intencionalidad estética sea, en estas circunstancias, menos pura, e incluso podríamos considerarla, por eso, «más natural». No en vano el objeto que, en este caso, nos afecta y ante el que nos encontramos, pertenece y forma parte de la misma naturaleza. Pero este extremo no nos autoriza a jerarquizar, en una especie de segundo orden, estas experiencias estéticas naturales. ¿No llevamos, quizás, también la naturaleza (o al menos sus pisadas) en nosotros mismos?

«¿Cuál es, en realidad, la naturaleza que se trata de imitar? ¿Algo ya dado y conocido, sujeto a convenciones, adscrito a ideologías?»

¿Cuántas veces hemos prestado atención a los planteamientos que afirman que contemplar estéticamente la naturaleza implica, de forma ineludible, verla a través del prisma del arte? ¿No supondría, esta postura, terminar esperando de la naturaleza –convertida en producto– únicamente aquello que el arte mismo (nuestra propia extensión) nos ha acostumbrado a esperar de ella?

Otra cosa, muy diferente, será reconocer que la frecuentación de las obras de arte no deja de conformar reiterada e intensamente nuestro gusto y nuestros hábitos de percepción y reflexión. Eso supone no solo familiaridad de enjuiciamiento apreciativo, sino, sobre todo, facilidad para adoptar y ejercer una actitud y disponibilidad (apertura/entrega) estética.

Es innegable que, culturalmente, la experiencia artística puede servir (y sirve) de recurso propedéutico a las propias experiencias de lo que es bello natural, pero eso no comporta que aquella delimite lo que es bello en la naturaleza. La estética natural, en este caso, se volvería simple remedio o sucedáneo de la estética artística.

Y todo eso vale tanto para el dominio del arte, en sus relaciones plurales con la naturaleza, como para la naturaleza misma, en sus diálogos respectivos con el arte. Pero quizás convenga, en este punto, diferenciar entre dos hechos concretos: entre que el arte intervenga en la naturaleza, para transformarla, o que el arte represente la naturaleza (Maderuelo, 2007).

Al menos, en principio, hay que decir que una cosa es transformar y otra es imitar. En el primer caso, la pregunta clave radicaría en autocuestionarnos si esta intervención fuerza a la naturaleza, al extremo de desnaturalizarla, o si, al contrario, permite un amplio margen para que se muestre «naturalmente» como es y para que, además, se despliegue nuevamente, en sus propias posibilidades.

En realidad, con esta última y drástica alternativa estamos evidenciando, a la vez, dos maneras básicas e inconfundibles de entender la naturaleza: o bien la enfrontamos como una «realidad disponible» para ser transformada, utilizada o explotada sin miramientos, o bien la consideramos como una «realidad dada», cargada de posibilidades, que conviene expandir, a ultranza, en su pleno desarrollo y actividad.

Habría que aducir manifestaciones tan cercanas a nosotros como plurales, las cuales bien podrían ser calificadas como objetos estéticos de intermediación entre el arte y la naturaleza. Estos, por ejemplo, podrían ser el caso del paisaje urbano, que nos sorprende en su desmesura, o el del parque bien cuidado, que circunscribe vital e íntimamente el área concreta de nuestras reiteradas paseadas. ¿Se trata, en estos casos, de transformaciones radicales, o se podría hablar, al contrario, respecto a ellos, de acrecimiento exclusivo de las propias posibilidades de lo natural? Esta es, sin duda, la auténtica y espinosa cuestión con la que nos chocamos, continuamente, al mirar a nuestro entorno (De la Calle, 2002).

Así mismo, respecto a la otra tipología de relaciones, planteada entre arte y naturaleza, en cuyo marco tradicionalmente se perfila la vieja y acaparadora noción de mimesis, será conveniente recordar que imitar supone «ver bien» y, a la vez, «dar a ver» lo que no ha sido todavía visto o que sigue, quizás, viéndose inadecuadamente1.

Pero, inversamente, si la mimesis «nos da a conocer» y nos descubre elementos y relaciones, que a su vez reintroduce, con eficacia, en nuestra forma de abordar la realidad, también hay que reconocer que el mismo proceso de imitar implica ya toda una red de conocimientos y adaptaciones, asumidas previamente.

¿Cuál es, en realidad, la naturaleza que se trata de imitar? ¿Algo ya dado y conocido, sujeto a convenciones, adscrito a ideologías? ¿Quizás continuamos caminando embelesados tras aquellas huellas de lo «verosímil», propias de los clásicos, o tras sus conocidos postulados de la belle nature?

A menudo, esta «naturaleza» no necesita ciertamente ser dominada ni tampoco transformada, porque de hecho ya lo ha sido bajo la adecuación restrictiva y convencional de la mirada que la ciñe y que doblega sus objetivos. ¿No es esta otra manera de intervenir y de transformar la naturaleza, estrictamente por la vía de la representación?

Natural vs. artificial

Sin embargo, es posible que la verdadera oposición se plantee, más bien, entre las asiduas y peleadas categorías de natural y artificial y no tanto, quizás, entre los correlacionados dominios de la naturaleza y del arte. No en vano todo objeto estético es, desde alguna de sus múltiples angulaciones, naturaleza. Y la naturaleza puede llegar a ser al mismo tiempo objeto estético, con su fuerza transformadora, en la medida y en la proporción en que –humanizada o no– la naturaleza sea, al mismo tiempo, expresiva y natural, organicista y transformadora. Y es expresiva cuando lo que es natural aparece, explícitamente, como potente necesidad sistematizadora.

Si aquello que es artificial supone, en su regulación, una necesidad premeditada, es, por contra, la necesidad natural la que subyace, de hecho, a las conformaciones de la naturaleza (Dorfles, 1974).

La naturaleza es, pues, natural solo cuando expresa la interna necesidad que la gobierna, que la constituye y transforma. Solo, con esta condición, es (auto)expresiva. Pero si, por contra, nos empeñamos en imponerle nuestra necesidad premeditada y utilitaria, se volverá muda y replegará –una vez convertida en estricto producto de consumo– su expresividad, paralelamente a la neutralización de las necesidades naturales propias.

Conviene recordar aquí aquel planteamiento definitorio de Mikel Dufrenne, según el cual «la natura naturans, en su activa espontaneidad, no se puede revelar más que a través de la natura naturata en su necesidad». ¿Qué pasa, en este caso, con las relaciones entre arte y naturaleza? Quizás con esto nos acercamos –un paso más– hacia otra idea diferente, históricamente aceptada, de naturaleza (Dufrenne, 1976).

Lo que tradicionalmente el arte ha imitado de la naturaleza es la natura naturata, lo que se presenta como objeto para un sujeto, lo natural/«naturalizado» convencionalmente, decíamos, por la ideología. Pero incluso, al tratar de teatralizarlo, de mejorarlo, en relación a ciertas finalidades, de embellecerlo (belle nature), ¿no se intentaba, más bien, hacer justicia a este objeto natural, es decir, buscarlo o asignarle su propia verdad, su auténtica forma? ¿No era necesario, de alguna manera, rectificar la realidad sucia, propia de la existencia cotidiana, para desvelar la esencia singular a la que probablemente responda y tienda la vocación íntima y secreta del objeto?

Por este camino, la verosimilitud buscada en el objeto no sería simplemente «lo convenido» ideológicamente respecto a él, sino más bien «lo que podría convenirle» propiamente, a lo representado, lo que lo convertiría en más verdadero que lo estrictamente naturalizado y, gracias a eso, el arte conseguiría que –a través de su intervención en la natura naturata– se manifestara la natura naturans, es decir, la fuerza silenciosa de lo posible, donde efectivamente se comprueba y contrasta la poiesis de la naturaleza (Nogué, 2018).

Posiblemente, desde esta funcional bisagra explicativa se puedan contrastar, un poco mejor, las diferentes miradas del arte clásico y las de la modernidad artística sobre la naturaleza.

Si el arte clásico juega con la apariencia de lo que muestra, el arte moderno ha apuntado, más bien de manera inmediata, hacia la aparición misma, es decir, sobre el proceso de surgimiento de la obra. Con eso, podríamos aventurar que muestra –imita– la potencia creativa de la naturaleza: directamente intenta acercarse a la natura naturans.

Estrictamente, no se trata ya de representar las cosas naturales, lo naturalizado (natura naturata), sino de imitar los procesos de la propia naturaleza. Se trataría de producir objetos que –teniendo su principio en la poiesis humana– manifiesten el mismo poder de existencia que presentan los objetos naturales, los cuales tiene su principio (su «necesidad intrínseca», que diría Kandinsky) en sí mismos y, en tal sentido, son capaces de atestar la poiesis de la naturaleza (Kandinsky, 1989).

Estas obras no imitan los productos de la naturalezasino que nos ofrecen, más bien, el acceso a un mundo posible, siempre saturado de enigmas e interrogantes. No representan, pues, lo real porque apuntan directamente hacia el ámbito de lo posible.

De esta manera, el arte actual evoca la naturaleza: se modela sobre y a partir de ella y, a su vez, nos la muestra –en su imprevisibilidad, en su inagotabilidad y plenitud– como natura naturans. Solo entonces, tal como apela Kant, es viable que el arte mismo se nos muestre, también, como naturaleza (Kant, 1997).

Conclusiones

En este mutuo juego de espontaneidad y de necesidad, que circunda las manifestaciones de la estética natural, viene a enlazarse también –desde la mirada del sujeto contemplador– la tan subrayada cautela kantiana de la finalidad sin fin.

Curiosamente, esta exigencia teleológica puede que no sea, a veces, sino otra manera –incluso más estricta, refinada y filosófica– de rememorar que, en la genuina experiencia estética de la naturaleza, nos dirigimos y nos movemos, a menudo, un poco a ciegas, sin saber realmente qué podemos pedirle, pero ella misma, en compensación, nos ofrece, con generosidad ejemplar, toda su propia existencia. Es decir, nos enseña realmente a «estar en el mundo», pero rememorando la curiosa connaturalidad de la persona humana con la naturaleza.

Sin duda, en la experiencia estética íntima y personal, la naturaleza nos habla y la entendemos. Comporta un sentido, para nosotros. Ciertamente, no se trata de un discurso, pero nos habla: su decir es un mostrar y un transformarse llamativo, ante tanta degradación sobrevenida y acumulada.

Nos habla de esto, pues, y nos habla también de nosotros mismos. Y lo hace a pesar de que, por supuesto, cada vez el empobrecido espectáculo de lo que es natural, en plena y franca huida, refleje, sobre todo, nuestra monstruosidad, desidia y barbarie, a través de su creciente y obligada mudez. Hoy más que nunca, el silencio de la naturaleza se enfronta claramente a la locuacidad de la estética difusa, que persistentemente intenta invadir y colonizar nuestro entorno y –desde él– también nuestra existencia cotidiana. ¿Será necesario despertar/potenciar las capacidades de la madre Gaia, recordando los posibles efectos de las teorías holísticas de la evolución?

Estos son, de hecho, los elocuentes y obligados silencios o gritos intermitentes de la naturaleza, que por necesidad ecológica y de supervivencia radical nos hace llegar, ante el riesgo de degradación evidente, incluso dramáticamente, una y otra vez.

Notas

1.Aquí cabría, por cierto, traer a colación la conocida y tan solo aparente boutade de Oscar Wilde, cuando dijo que «la naturaleza imita el arte», cuestión que ya veníamos comentando. Sin duda, siempre aquello que vemos y la misma forma de verlo se encuentran fuertemente influidos por la alargada sombra de las manifestaciones artísticas, sobre todo las que vitalmente nos han impactado a lo largo de nuestra existencia (Wilde, 1968). (Volver al texto)

Referencias

 

Albelda, J., & Saborit, J. (1997). La construcción de la naturaleza. Conselleria de Cultura, Educació i Ciència, Generalitat Valenciana.

Budd, M. (2014). La apreciación estética de la naturaleza. Antonio Machado Libros.

Castro, C. (2020). El origen de Gaia. Una teoría holística de la evolución. Libros en Acción.

De la Calle, R. (1984). Lineamientos de estética. Nau Llibres.

De la Calle, R. (2002). El paisaje como categoría estética. En Generalitat Valenciana (Ed.), El paisaje valenciano del siglo XX (p. 333–394). Consorci de Museus i Generalitat Valenciana.

Dorfles, G. (1974). Naturaleza y artificio. Lumen.

Dufrenne, M. (1976). Esthètique et Philosophie. (3 vols.). Klincksieck.

Dufrenne, M. (2017). Fenomenología de la experiencia estética. Publicacions de la Universitat de València.

Kandinsky, W. (1989). De lo espiritual en el arte. Espasa.

Kant, I. (1977). Crítica del juicio. Espasa.

Maderuelo, J. (Ed.). (2007). Paisaje y arte. Abada.

Nogué, J. (Ed.). (2018). El paisaje en la cultura contemporánea. Biblioteca Nueva.

Thompson, W. L. (Ed.). (1989). Gaia: Implicaciones de la nueva biología. Kairós.

Wilde, O. (1968). El crítico como artista y otros ensayos. Espasa Calpe.

© Mètode 2022 - 115. Belleza y naturaleza - Volumen 4 (2022)
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Profesor Honorario de la Universitat de València (España). Ha sido Catedrático de Estética y Teoría de las Artes y presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos. En el ámbito académico, ha desarrollado una amplia actividad en la investigación estética, histórica y crítica de las artes plásticas y visuales.