El carnaval de los animales

Matthew Paris, Cronica Majora. Corpus Christi College, Cambridge; ms. 16, folio 4r. La anotación de que el propio elefante estuvo delante del dibujante es digna de crédito tanto por las circunstancias documentadas de la estancia del animal en la Torre de Londres como por el testimonio visual de la ilustración.

Animal Carnival. The vision, drawing and knowledge of nature in Gothic times. From the thirteenth century artists began to explore nature and use pictures and design to transmit their knowledge. Animals in particular were often represented with fresh interest and accuracy and invariably in a mechanical and not simply imitative way. Nevertheless, the medieval vision of nature continued to be a combination of monsters, freaks and any other organic being; all of them, natural or supernatural, were worth watching and recording by the image-maker, who attempted to capture their appearance.

Un elefante, algunas aves rapaces y un león

Londres, 1255. El monje Matthew Paris visita la Torre de Londres con la intención de ver el elefante que el rey Enrique III acaba de traer como regalo del monarca francés Luis IX, pues no se conforma con las descripciones que le han dado de un animal difícil de encontrar en aquellas latitudes y terminará por dibujarlo y pintarlo para sus lectores. El cronista e iluminador de la abadía de Saint Albans desafía así el tópico del monje medieval, encerrado en una biblioteca rodeado de manuscritos que contienen el saber transmitido por la tradición antigua y cristiana. Para entonces las palabras ya no bastaban para comprender y describir la realidad, sobre todo cuando ciertos aspectos de la experiencia no concordaban con lo que decían los libros. Pocos años después, hacia 1260-1270, el franciscano también inglés y profesor universitario, Roger Bacon escribió en su Opus maius que sin la experiencia no se podía alcanzar el conocimiento y empezó a referirse a una scientia experimentalis.

Antes de concluir que asistimos al nacimiento de una corriente de pensamiento empirista y nominalista que puso las bases de la ciencia moderna en las Islas Británicas, observemos que en distintos rincones de la cristiandad occidental, desde posiciones diversas, otras mentes perspicaces han empezado a valorar el conocimiento que los sentidos obtienen de la realidad de las cosas. Una nueva visión de la naturaleza, en la que la recepción de la obra de Aristóteles y de la ciencia islámica ha abierto una brecha, empieza a tomar cuerpo. Alberto de Colonia, llamado el Magno (hacia 1200-1280), fue objeto de las críticas de Roger Bacon, pero también el primero en darse cuenta de la gran aportación del legado filosófico griego y musulmán al pensamiento cristiano medieval. En su esfuerzo por conciliar lo que la revelación divina exige creer y lo que la razón humana puede comprender, declaró que la certeza en zoología y botánica sólo puede proporcionarla la experiencia y no el silogismo y llegó a rectificar a Aristóteles cuando sus propias observaciones contradecían al filósofo antiguo. Fuera de las aulas escolásticas, sentado en el trono imperial y siciliano, Federico II, afirmó que se había propuesto escribir sobre las cosas que existen tal como son y sentenció que la certeza no se alcanza con el oído. Tales afirmaciones se contienen en su tratado de cetrería, De arte venandi cum avibus, compuesto en 1248, un monumento a la observación y a la experiencia como bases de cualquier conocimiento, aun a costa de Aristóteles. Si los dos manuscritos más antiguos de esta obra proceden, como se supone, de un original perdido de tiempos del propio Federico II, podría atribuirse al emperador una notable confianza en las posibilidades de la imagen para transmitir a los lectores el contenido de su tratado de cetrería y demostrar sus observaciones empíricas.

Pero volviendo a Londres y al afán de Matthew Paris por ver con sus propios ojos el elefante, queda otra pregunta en el aire: por más que el pensamiento y la cultura de la época recogieran entonces el fruto maduro de la experiencia de los sentidos regidos por el intelecto como fundamento inexcusable del mundo natural, no era preciso dar el paso de dibujar aquello que se veía. Entre los motivos que llevaron al monje inglés a dibujar y colorear el elefante en un manuscrito histórico como el de sus Cronica Majora (Cambridge, Corpus Christi College) hay que citar su deseo de dejar memoria de aquel animal extraño de incierto porvenir fuera de su ambiente natural, aparte de la capacidad técnica de Paris como iluminador de manuscritos. Matthew Paris pintó al lado del elefante al domador que lo acompañaba (magister bestie) para indicar que de la altura de aquel hombre se podía deducir la del enorme animal. En esta observación se encierra la motivación más poderosa que indujo al monje a viajar hasta Londres con el propósito de ver y pintar a un animal: la figura serviría para que todos aquellos que no pudieran contemplar por sí mismos un elefante, recordaran aquel portento zoológico, digno de un rey. En su imagen Matthew Paris trazó con claro propósito informativo un dibujo coloreado del animal que permite reconocer su origen africano y rectifica muchos errores comunes en los elefantes pintados en los bestiarios de entonces e incluso posteriores: las patas aparecen articuladas, contra la creencia que habían transmitido los autores antiguos y que ya había puesto en duda Alberto de Colonia; los colmillos surgen por encima de la boca, a diferencia de lo que el propio monje había pintado en otro lugar del mismo manuscrito, años antes.

Al otro lado del Canal de la Mancha, cruzado por el elefante en su día, un personaje como Villard de Honnecourt, en quien muchos han querido ver a un arquitecto del tiempo de las catedrales gigantes pero quizáaacute; fuera un curioso amateur, aficionado a la arquitectura, a la tecnología y a las artes figurativas, reunió en un célebre cuaderno de dibujos observaciones y apuntes de todo cuanto suscitó su curiosidad hacia 1230-1235. En el álbum que hoy conserva la Biblioteca Nacional de Francia incluyó varios dibujos de un león contrefais al vif, es decir, imitado de la realidad, y los acompañó con escuetas observaciones sobre su comportamiento con el domador. Sin creer a pies juntillas en la declaración de Villard, pues era un lugar común para dar más credibilidad a un testimonio, lo verdaderamente intrigante de su anotación es que la hiciera a propósito de un dibujo que apenas puede competir con el naturalismo del elefante de su coetáneo Matthew Paris, aunque supera en mucho la esquemática caracterización del puercoespín en el mismo folio del álbum. En efecto, el león de Villard de Honnecourt debe tanto a los leones figurados por artistas anteriores y otros predecesores suyos como a la observación de un ejemplar de Felis leo vivo y coleando, aunque esta especie no era tan desconocida en aquellas regiones de Europa como el elefante. Quizá Honnecourt se sentía impelido a dotar de más interés a su ilustración con el valor añadido de su fiabilidad como fuente de conocimiento. Esta es una motivación que, por cierto, pudo tener el mismo Matthew Paris al asegurar que el propio elefante sirvió de modelo para su miniatura y que impulsó a Federico II a ilustrar su tratado con elocuentes miniaturas. Teniendo en cuenta tal uso, el dibujante se preocupó de mostrar al león desde distintos puntos de vista, en una visión frontal en reposo y en otra de perfil aproximado, estirándose cabizbajo hacia el domador.

Ver, dibujar y conocer

Hacía tiempo que los estudiosos y los intelectuales, acostumbrados como estaban a formar imágenes mentales de los textos según un procedimiento análogo al de convertir en sonidos los signos gráficos de la escritura, habían comprendido que las observaciones podían ser tanto más precisas y útiles cuanto mejor se plasmaran en un dibujo. Los lectores de los herbarios se beneficiaban de las ilustraciones que acompañaban las descripciones de las plantas, sus propiedades terapéuticas, su hábitat y el procedimiento para su uso medicinal, si bien era frecuente la copia de las ilustraciones a partir de un modelo y rara vez se tomaba un ejemplar botánico como punto de partida. En el campo de la zoología, sin embargo, no existía nada parecido, pues los intereses eran otros: el bestiario medieval, basado en el texto antiguo del Physiologus, ofrecía una información que combinaba las características del animal, su conducta y, a menudo, también un juicio moral sobre sus cualidades. Las miniaturas que suelen adornar estos códices nos parecen hoy dibujos tan ingenuos como la mezcla de observación, imaginación, sabiduría popular y parábola del texto. Frente a ellas, el dibujo de Villard de Honnecourt, el elefante de Paris y las miniaturas del tratado de cetrería de Federico II, inauguraban una nueva época. Las tres obras tienen en común la representación figurativa a partir de una experiencia directa y encuentran su razón de ser en la convicción extendida entre algunos artistas e intelectuales del siglo XIII del valor de la observación empírica y del potencial descriptivo de las imágenes.

Con todo, cada uno de ellos había disfrazado al animal a su manera. Villard con las ropas prestadas por los leones fantásticos y fabulosos anteriores, que le sirvieron para asimilar y representar lo que probablemente había visto; Paris con su técnica de iluminador, había optado por una visión convencional de perfil y una coloración uniforme en tonos pardos de la piel del animal; y, por último los miniaturistas que ilustraron el De arte venandi cum avibus con figuras pequeñas que permitieran situar en los márgenes del texto las distintas especies de aves rapaces y las habilidades de los halconeros imperiales, de manera que el lector pudiera sacar partido de la compaginación de textos e imágenes. Los disfraces dependían, pues, de la formación del observador, del propósito que guiara su labor de dibujante o miniaturista y, en definitiva del valor que se atribuyera a la imagen pintada. Pero al menos hay que reconocerles a los tres, en desigual medida, cierta voluntad por captar con exactitud lo observado y hacerlo visible y comprensible a sus lectores. Éstos podían ser gentes que residían en la ciudad o en una corte, cada vez más alejadas de un entorno natural, aunque interesadas en conocerlo, pero es improbable que fueran pastores o campesinos con experiencia personal de la flora y la fauna en su hábitat. Ni Villard, ni Paris ni Federico II dudaron al parecer del valor informativo que las ilustraciones de sus obras podían tener para sus lectores o para cualquier observador que se asomara a aquellos folios, incluso si fuera iletrado.

En realidad, lo que convierte las ilustraciones de estos códices en algo tan llamativo para nuestro tiempo es la comparación con los bestiarios medievales y nuestra creencia, en gran parte infundada, en el tópico de que la observación y la representación de la naturaleza comenzaron con el Renacimiento. El contraste con las miniaturas de los bestiarios es comprensible si se tiene en cuenta que estos libros eran, como ha escrito David Lindberg, «una antología de saber popular y mitología animal, rica en simbolismo y asociaciones, que pretendía instruir y entretener» en vez de un atlas de historia natural. La prueba de que los observadores e ilustradores podían ser más rigurosos y precisos si se lo proponían son los herbarios de la misma época. Por otra parte, la presunta incapacidad para representar aspectos de la naturaleza con una apariencia visual convincente se basa muchas veces en imágenes cuyo propósito no era tal. La concepción de la naturaleza de los siglos del gótico era compleja por cuanto combinaba el portento y la magia con la realidad orgánica de los animales, las plantas y otros elementos de la experiencia, de manera que no se prestaba a una visión –y aquí el término indica tanto una manera de ver como de concebir y representar la naturaleza– unitaria y homogénea. Por el contrario, la naturaleza tenía un carácter híbrido, tanto en su apariencia como en su significado moral: Dios había creado el mundo y los seres vivos que lo habitan, pero en él se hallaban también monstruos y prodigios de cuya existencia había que dar cuenta. El naturalismo de la representación podía aplicarse a fieras inverosímiles con parecida voluntad descriptiva a la que guiaba los pasos del ilustrador que intentaba dar cuenta de un animal observado con sus propios ojos.

Mostrar los monstruos

Los monstruos tenían el abolengo que les habían conferido los autores antiguos al hablar de basiliscos, centauros, arpías y quimeras al tiempo que servían para nombrar e imaginar seres que no podían identificarse como los animales conocidos. Nadie ponía en duda su existencia, siquiera fuera en un ambiente exótico y distante. Con este aval, los monstruos poblaron en abundancia las obras de arte y la imaginación de los observadores, pero procedían de catálogos fabulosos y no estaban sujetos ni a la observación de la realidad ni a un código cerrado o estable de significados. Según el contexto en el que aparecieran podían adquirir un sentido moral, ornamental, apotropaico, seductor, incluso todos ellos a la vez. En verdad, la cultura medieval apenas inventó monstruos; más bien trató de dar forma a los ya conocidos en los textos antiguos de Plinio el Viejo, el Fisiólogo o san Isidoro o en la misma Biblia cuando hablaba del Leviatán. En ellos se reflejaban los temores y la compleja visión de la naturaleza creada y poblada por animales domésticos, salvajes e imaginarios. Si algunos de éstos asumían la apariencia de fieras terribles y voraces, puede presumirse que causaran miedo entre los observadores iletrados con la aprobación y la justificación moral de los clérigos que elaboraban los programas figurativos de objetos y edificios. Fauces devoradoras, reptiles amenazantes y toda clase de fauna temible pueden sugerir ya la imagen del castigo, ya el poder maligno del pecado. Sin embargo, los monstruos salidos de las fábulas antiguas y de los relatos bíblicos no pasaban de ser criaturas sometidas al imperio de Dios en la creación y a la función ornamental, cargada de sentido pero no siempre de significado, en las obras de arte. En tanto que criaturas de Dios, forman parte del plan de la revelación divina en la naturaleza, se revisten de un significado moral y contribuyen a definir las imágenes del dogma: así el Beau Dieu de la catedral de Amiens aplasta, como el Salvador invocado por el salmista, al áspid y al basilisco. Como ornamento, los animales fabulosos deleitaban al observador y engalanaban la pieza o el edificio donde aparecían, también fuera del marco religioso: servían para enmarcar y subrayar la dignidad del objeto o del lugar con su apariencia curiosa y variopinta, como en las pinturas murales del monasterio de San Pedro de Arlanza.

En el universo de lo monstruoso se daban cita las criaturas nacidas de la ignorancia, del miedo y de los tabúes de la mentalidad medieval, de suerte que estos engendros no eran sólo zoológicos sino más bien artefactos. Un animal poco conocido o una aparición inesperada se convertían fácilmente en un ser fabuloso mientras el miedo impedía someterlo al escrutinio de una observación desapasionada. El freno de la unión natural marginaba tenazmente a las criaturas híbridas como centauros, sirenas o arpías a la vez que convertía a otras en protagonistas de los más nefandos pecados, aquellos que precisamente en el siglo XIII se consideraba que iban contra la naturaleza humana, como la sodomía o el bestialismo, objeto de abiertas censuras en comunidades que vivían promiscuamente con muchas especies de animales. El monstruo debía por tanto adquirir una figura y atributos determinados que dejasen poco lugar a dudas sobre su carácter moral, aunque su pleno significado se lo darían las palabras pronunciadas por quien los identificase y reconociese como protagonistas de una fábula o como objetos de una interpretación teológica: se trataba de influir a través de ellos en la conducta del público de estas imágenes. Eran el equivalente de las pantallas en que hoy se proyectan imágenes en movimiento de historias de terror, fábulas para todos los públicos y ejemplos peregrinos de comportamiento animal. Los objetos artísticos y la decoración de iglesias y otros edificios, casi los únicos medios de difusión de imágenes, y la fascinación que ejercían los motivos figurados sobre observadores poco expuestos ordinariamente a ellos, debían de ser casi subyugantes. Que además de sus ojos arrastraran sus conciencias queda en el terreno de la especulación, pero sin duda el carnaval de los animales, reales o fabulosos, vistos o soñados, fue una fiesta para los sentidos y la imaginación de los hombres y las mujeres de aquel tiempo, cuyo alcance sólo podemos intuir en los rescoldos que aquel fuego ha dejado en la curiosidad de nuestros contemporáneos. Al cabo, lo insólito y lo inesperado, tarde o temprano, dejan de serlo y pasan a convertirse en objeto de una atención más pausada, serena y precisa.


Bibliografía

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Amadeo Serra Desfilis. Departamento de Historia del Arte, Universitat de València.
© Mètode 47, Otoño 2005.

 

 

 

 

«Los lectores de los herbarios se beneficiaban de las ilustraciones que acompañaban las descripciones de las plantas, si bien era frecuente la copia de las ilustraciones a partir de un modelo y rara vez se tomaba un ejemplar botánico como punto de partida»

 

 

 

Frederic II, De arte venandi cum avibus. Roma. Biblioteca Apostólica Vaticana, ms. 1071. Los halconeros comparten protagonismo con las rapaces en muchas de las miniaturas de este manuscrito que, sin embargo, está lleno de observaciones sobre la conducta de las aves de cetrería.

 

 

Villard de Honnecourt, Cuaderno. París, Bibliothèque Nationale de France; fondo francés, ms. 19093, folio 24v. No es tan natural el león como lo pinta Villard, pero sí que demuestra mayor capacidad de observación que en el somero dibujo del puercoespín que lo acompaña en el mismo folio.

 

 

«La concepción de la naturaleza de los siglos del gótico era compleja por cuanto combinaba el portento y la magia con la realidad orgánica de los animales, las plantas y otros elementos de la experiencia»

 

 

 

Cuaderno de modelos, Magdalene Collage, Cambridge; Pepysian Library, ms. 1916, fol. 11v. En las imágenes de animales de este cuaderno, iluminado en Inglaterra a finales del siglo XIV y procedente de la biblioteca de Samuel Pepys, conviven seres imaginarios y especies bien reconocibles, en particular las aves, como las que se empleaban tradicionalmente en la decoración marginal de manuscritos ingleses.

 

 

«La cultura medieval apenas inventó monstruos; más bien trató de dar forma a los ya conocidos en los textos antiguos de Plinio el Viejo, el Fisiólogo o san Isidoro o en la misma Biblia cuando hablaba del Leviatán»

 

 

Grifo, detalle de las pinturas murales procedentes del monasterio de San Pedro de Arlanza (Barcelona, Museu Nacional d’Art de Catalunya). Un monstruo fantástico, de abolengo antiguo y dudoso significado moral, más allá del sentido ornamental de realzar un espacio singular de la abadía.

La piel de cordero del Renacimiento

Una conocida anécdota referida por uno de los máximos publicistas del Renacimiento, Giorgio Vasari, a propósito de Giotto cuenta cómo éste fue descubierto por Cimabue dibujando una oveja sobre una roca con un aspecto tan verosímil que el maestro quedó impresionado con la capacidad del muchacho que luego se convertiría en su discípulo. Aparte del artificio de la narración, que juega con el tópico del parecido sorprendente entre imagen y realidad sensible y otros motivos folklóricos, no deja de ser curioso que un joven pastor se interesara por dibujar unos animales que veía todos los días; la historia todavía parece más chocante si se posa la mirada en las ovejas que Giotto pintó en la plenitud de su actividad artística en los muros de la capilla Scrovegni de Padua, en la primera década del siglo XIV. Las patas frágiles, las posturas inestables y otros detalles no del todo convincentes para un observador atento, y no digamos para un antiguo pastor, inducen a restar crédito al encantador relato de Vasari… o a la habilidad docente de Cimabue. El rebaño de Giotto quizá no sea de lobos disfrazados, pero las reses llevan ropas prestadas y hasta el pollino de la Entrada de Cristo en Jerusalén tiene un aspecto más digno de confianza.

Amadeo Serra Desfilis. Departamento de Historia del Arte, Universitat de València.
© Mètode 47, Otoño 2005.

 

Giotto, detalle de la escena de la Natividad de Cristo, Padua, Capilla Scrovegni. Las reses de las escenas bucólicas de esta capilla no sobresalen por su naturalismo en comparación con otras especies zoológicas y en especial con los seres humanos, pese a que el artista había empezado a pintar ovejas desde que era un niño.

© Mètode 2014 - 47. Del natural - Disponible solo en versión digital. Otoño 2005

Departamento de Historia del Arte, Universitat de València.