La comprensión de lo humano

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Las nuevas tecnologías y en especial el desarrollo de la genómica han cambiado de manera significativa la comprensión teórica del ser humano: lo natural en el hombre puede ser modificado de la misma manera que lo cultural. Sin embargo, convertir los genes en el recipiente de todos los valores y contravalores de nuestras formas de conducta y de vida puede ser un error, ya que estos en realidad interactúan con un cúmulo de otros factores diferentes.

La comprensión teórica que de sí mismo tiene el ser humano ha cambiado de manera muy significativa a lo largo del siglo xx; y no ha sido ajeno a ese cambio el desarrollo enorme de la biología, que, al realizar un mapa genético del animal humano, ha abierto la posibilidad de alterar, de un modo todavía no del todo claro, lo que parecía inalterable en el ser humano. Mientras que es evidente que la racionalidad evoluciona históricamente, e incluso que de ella depende que el hombre sea un ser abierto a lo posible-imprevisible, lo que el descubrimiento de la estructura del ADN en 1953 inicia, y culmina en el año 2000 en el Proyecto Genoma, es la posibilidad de alterar técnicamente lo que, como «naturaleza», parecía durante siglos inalterable.

Entre lo natural y lo cultural

Cuando Aristóteles definía al hombre como «animal racional», estaba caracterizando una «esencia», es decir, un conjunto de rasgos definitorios supuestamente fijos e inmutables. La evolución histórica de la racionalidad se encargó de hacernos ver que «racional» no denotaba un repertorio claro y completo de categorías y modos de pensamiento válidos, históricamente estable, del que pudiéramos dar cuenta metateóricamente. Por eso fue posible afirmar que el hombre no tiene naturaleza, es historia; o bien, que el hombre es, sobre todo, un animal simbólico, es decir un ser lingüístico, un ser cultural. Y las prácticas destinadas a formar al hombre, a darle su configuración más auténtica, o a modificar su modo de ser, se apoyaban en la moral, la educación, la modificación de la sociedad, las instituciones, y el conjunto de prácticas que, de un modo genérico, Foucault ha denominado «tecnologías del yo». Lo «natural» en el hombre –más allá de su mera animalidad– se había convertido en una reminiscencia propia de filosofías esencialistas que solían venir en apoyo de alguna variante del iusnaturalismo ético y jurídico, cuya vigencia en el siglo xx no había hecho más que decaer. Incluso la posición de basar en «dones innatos» las capacidades del aprendizaje humano significaba una apelación a lo que no puede ser modificado y escapa, por tanto, al ámbito de la intervención educativa.

Desde Cassirer hasta Sartori, por señalar dos ejemplos notorios e influyentes, la caracterización del hombre, e incluso las mutaciones profundas que han producido en su modo de ser los cambios sociales contemporáneos, han sido valoradas como cambios en la estructura de un ser simbólico, producidos por la modificación de los sistemas de información y comunicación posibilitada por la tecnología. En cualquier caso, el hombre es concebido, desde esas perspectivas, y por decirlo de un modo ya clásico, como un ser al que le va el ser en el comprender.

El cambio en la comprensión de la naturaleza posibilitado por el conocimiento del genoma abre, junto a lo anterior, un frente nuevo: lo natural en el hombre es tan susceptible de modificación como lo cultural, lo cual amplía el ámbito de las tecnologías posibles mucho más allá de los límites del yo. La comprensión de la naturaleza y, por tanto, de lo que es naturaleza en el hombre se ha desprendido de toda posible interpretación esencialista. Hemos de pensar un modo nuevo de articular entre sí las dos dimensiones que clásicamente definen al hombre; parece seguro que el culturalismo propio de las filosofías idealistas, existencialistas y hermenéuticas es hoy un enfoque limitado, como lo fue, en otro momento, la comprensión de lo natural en términos esencialistas, idealistas o materialistas.

Todo esto nos permite plantear la primera, y tal vez más difícil de responder, cuestión acerca del genoma: ¿Qué podemos esperar del hecho de conocerlo, y en qué formas cambia el modo como el hombre opera sobre sí mismo? La urgencia de la segunda pregunta, acuciada por la posibilidad y el interés de los diagnósticos y la terapia génica, ha colocado en primer plano de atención las cuestiones éticas que abren tanto la posibilidad de una ingeniería genética como el valor social de la información personalizada al respecto. Pero de ningún modo es menor la forma en que cambia nuestro conocimiento del hombre, pues afecta a la distinción entre lo que en él es innato o adquirido, es decir, el modo de determinar hasta dónde llegan las disposiciones naturales y en qué medida dependen de la configuración que de ellas haga la cultura; con el gran cambio de trasfondo que supone el hecho de que lo natural e innato haya dejado de ser inmodificable.

Es tan grande la sensación de encontrarnos ante un nuevo continente como la de que es muy difícil predecir los desafíos concretos que nos plantea. Las primeras reflexiones están centradas en evitar los riesgos de privatización del conocimiento que encierra la insistencia en patentar genes, y los peligros contra el control de la propia vida que se derivarían del hecho de que quienes tienen poder político o económico sobre nosotros pudieran estar al tanto de nuestras predisposiciones genéticas y el riesgo que corremos de contraer enfermedades determinadas. Pero es comprensible que apenas hayamos trascendido ese nivel de generalidad en el planteamiento teórico: el conocimiento de los genes no implica todavía, en la mayoría de los casos, la posibilidad de modificarlos terapéuticamente. Se nos hace incalculable la multitud de situaciones en que podamos vernos envueltos con posibilidad de intervención, pero algunas reflexiones se hacen ya posibles y necesarias.

Es preciso evitar la tendencia a fetichizar los genes como si encerrasen todos los valores y contravalores de nuestras formas de conducta y de vida; conocer el gen es conocer algunas virtualidades, que se realizan en interacción con un cúmulo de otros factores con los que inter­actúan. Ese mismo fetichismo puede reforzar una tendencia bien presente ya en nuestra sociedad: la de reverenciar la ciencia y la tecnociencia con actitudes dogmáticas que excluyen no solo otros modos nada irracionales de elaborar la experiencia (por ejemplo el arte y la filosofía), sino también el falibilismo propio del trabajo científico, y el sentido autocrítico que le ha acompañado históricamente. Convertir el conocimiento de lo genético en el único criterio desde el cual tomar algunas decisiones vitales puede convertirse en un riesgo. De acuerdo con ello, se hace necesario revisar las demandas que hemos de hacer a la ética, el lugar que debe asumir esa forma de reflexión, y la conveniencia de que reconozca que no tiene respuestas tradicionales válidas para resolver problemas del todo nuevos; y que, en consecuencia, habrá de ser consciente de sus límites, estar abierta a la novedad de lo que se ha convertido en posible, y estar dispuesta a la innovación normativa. Todo esto apunta a la creación de nuevos ámbitos de comunicación y debate, con la intervención de expertos procedentes de muy variadas disciplinas, y de no expertos capacitados y bien informados. Ninguna respuesta meramente religiosa, ni tecnocrática, puede zanjar el debate; ni puede, por tanto, quedar en manos solo de profesionales como si los afectados por el cambio no fuésemos todos.

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© M. Lorenzo
La genómica ha alterado de un modo profundo la comprensión que teníamos del lugar que ocupa el hombre en la naturaleza. Hemos perdido de vista cuáles son los intereses últimos de la humanidad.

Nuevas formas de comprender lo humano

En cualquier caso, algunos aspectos esenciales de la autocomprensión del hombre han quedado modificados, y hemos de partir de ello para posicionarnos teóricamente en la nueva situación. La nueva imagen científica del ser humano cambia las formas tradicionales de entender la relación entre mente y cuerpo. Esa dualidad tradicional se rompe en una serie de estratos que combinan la continuidad con la discontinuidad entre ellos; y en las formas más propiamente humanas del comportamiento, el desarrollo del conocimiento de las bases neuronales de la conducta y los estados de ánimo ha permitido un desarrollo tal del enfoque químico de los problemas mentales que tal vez haya que encontrar nuevos límites y contrapesos a la reducción de lo mental a lo físico en una nueva atención a la comprensión del hombre como ser lingüístico. Se esté de acuerdo con esta tendencia o no, el debate sobre la reducción de lo mental a lo neuronal es una de las cuestiones que centra mucha preocupación teórica, desde la psiquiatría hasta la epistemología, pasando por la ética; y seguirá abierto hasta que sea pensable en concreto una mayor articulación de los niveles de realidad implicados y de los enfoques teóricos que hoy resultan antinómicos.

Se ha alterado también, y de un modo profundo, la comprensión que teníamos del lugar que ocupa el hombre en la naturaleza, especialmente de su relación diferencial con los otros animales, sobre la que desde siempre estuvo basada la ética y la normatividad jurídica. La re-evaluación de esa relación comporta un cambio de comprensión de fondo, sobre todo por el hecho de que se pueda relativizar una diferencia que se presentaba como absoluta: la diferencia humana. La cuestión de la «dignidad», tomada en sentido kantiano como rasgo irrenunciable de lo humano, queda cuestionada si se interpreta como «santidad de la vida» cuando se propone un debate racional moral, sin apriorismos ideológicos, acerca de las situaciones en que es aceptable la decisión de interrumpir una vida humana; pero lo mismo sucede cuando se habla de la necesidad de respetar algo común a hombres y animales, a saber, la necesidad de suprimir o minimizar el sufrimiento, y se ve en ello una fuente de deberes de los hombres hacia los animales. Con todo ello es la propia idea de hombre la que ha de ser reformulada si sus fronteras con otros seres vivos cambian de lugar. En este debate podemos encontrar ejemplos teóricos importantes de ambas posturas; pongamos como ejemplo la propuesta de Peter Singer, en la dirección de relativizar la idea absoluta de «dignidad», y la de Hans Jonas, cuya visión antropológica basada en los nuevos desarrollos de la biología recupera las dimensiones que el espiritualismo clásico había atribuido al hombre y, desde su revisión, en diálogo crítico con la tradición, propone que se produzca la innovación ética necesaria.

La posibilidad de manipular técnicamente las líneas germinales (lo que produce efectos no solo sobre el individuo, sino sobre su descendencia genética) viene a reforzar un problema que ya había sido introducido por la crítica a los efectos destructivos del crecimiento económico, a saber, el de nuestros posibles deberes hacia generaciones futuras. Al no poder tomar parte en el debate moral en el presente, deberíamos poder pensar en ellas como virtuales «sujetos de derechos» que nosotros debemos respetar, especialmente el derecho a recibir una naturaleza habitable, y el derecho a una dotación genética no alterada por nuestras preferencias presentes acerca de cómo ha de entenderse la excelencia humana (física o intelectual), con la única salvedad de la eliminación de enfermedades genéticas previsibles y evitables.

La revisión de nuestra concepción del hombre, a la que el cambio teórico que analizamos está apuntando, encuentra serias dificultades conceptuales a la hora de establecer criterios para apoyar y regular el crecimiento del saber. El pensamiento griego concibió el saber como una realización de la esencia racional del hombre que, por ese medio, alcanzaba la felicidad, es decir, el cumplimiento de sí mismo. La modernidad filosófica rompió con esa comprensión contemplativa tanto del saber como del hombre, para adoptar el punto de vista del saber como intervención que modifica una realidad en constante proceso de cambio; y entendió al hombre como sujeto activo de esa intervención. En el pensamiento moderno, la acción del sujeto tiene sentido en la medida en que su actividad racional, teórica y práctica, persigue intereses; por decirlo con las palabras de Kant, a la actividad le dan sentido –y límites– los «intereses de la razón», que son equivalentes a los «intereses supremos de la humanidad».

El pensamiento crítico de la modernidad –se sitúe dentro de ella como autocrítica, o pretenda trascenderla como «postmodernidad»– ha ejercido un cuestionamiento de la razón que nos ha hecho ver que estamos en una situación paradójica: la razón, especialmente en su vertiente tecnocientífica, tiene una dinámica imparable; casi no podemos ni pensar que lo que es técnicamente posible deje de llevarse a cabo por auto-contención. Sin embargo, hemos dejado de saber cuáles son los intereses a los que sirve la racionalidad; incluso hemos dejado de estar seguros de que estén al servicio de los intereses de la humanidad, porque hemos perdido esa imagen unitaria de la razón y del ser humano que sustenta la noción kantiana de autonomía. Pero de esa pérdida no podemos salir por mera recuperación de un ideal aristotélico de felicidad, autorrealización o vida buena; justamente lo que hemos perdido es la idea de cuáles son los intereses últimos de la humanidad. Por eso, nuestro debate acerca del cambio de la idea de hombre, que la hermenéutica o la biotecnología alimentan, y acerca de las nuevas necesidades morales, que las actuales posibilidades de intervención crean, carece de un marco de referencia compartido; y justamente por esa razón, la reflexión o el debate no pueden reducirse a que seamos favorables o contrarios a un desarrollo de la tecnología que, por otra parte, no va a detenerse; ni puede limitarse a postular mayor coherencia con principios morales ya conocidos.

Todas estas reflexiones no hacen sino abrir un campo de teorización que, en su amplitud y su concreción, resulta difícil de prever e, inevitablemente, se desarrollará en un largo diálogo con las situaciones nuevas que sin duda se irán produciendo. Casi solo es posible pensar los puntos de ruptura más visibles que introducen los nuevos desarrollos; e incluso esa tentativa da pie a posicionamientos múltiples. De nuevo mencionaré a Jonas para señalar que hay quien ve, como efecto de esa discontinuidad con la tradición, la posibilidad de afirmar una continuidad profunda entre lo orgánico y lo humano, y la necesidad de repensar la relación entre lo vivo y lo espiritual mediante una nueva construcción ontológica, que parte de la biología y ha contado con la aportación de Heidegger, aun alejándose de los optimismos evolutivos de Teilhard de Chardin o de A. N. Whitehead. Otras de las posiciones al respecto son mucho más pragmáticas e intelectualmente sobrias; pero no por eludir explicitar todos los supuestos de la nueva reflexión consiguen que su alcance sea menor.

Se ve, pues, que el tema que planteamos con este monográfico está interiormente habitado por otros muchos, susceptibles de tratamiento específico. No hemos querido, en consecuencia, cerrar ninguna cuestión, sino, al contrario, contribuir a que se abran nuevos y necesarios debates.

Sergio Sevilla. Catedrático de Filosofía. Departamento de Filosofía. Univer­sitat de València.
© Mètode 67, Otoño 2010.

  © M. Lorenzo
Los avances en genética abren nuevos desafíos que todavía no han sido explorados. El peligro de que el poder político o económico pueda tener acceso a nuestras predisposiciones genéticas, incluido el riesgo de sufrir determinadas enfermedades, es uno de estos nuevos frentes que se abren.

«El cambio en la comprensión de la naturaleza posibilitado por el conocimiento  del genoma abre  un frente nuevo:  lo natural en el hombre es tan susceptible  de modificación como  lo cultural»

 

 

«Convertir el conocimiento de lo genético en el único criterio a la hora de tomar algunas decisiones vitales puede convertirse en un riesgo. Se hace necesario revisar las demandas que hemos de hacer a la ética»

 

 

«Hay quien ve, como efecto de esa discontinuidad con la tradición, la posibilidad de afirmar una continuidad profunda entre lo orgánico y lo humano, y la necesidad de repensar la relación entre lo vivo y lo espiritual»

© Mètode 2011 - 67. Naturaleza humana - Número 67. Otoño 2010

Catedrático de Filosofía. Departamento de Filosofía. Univer­sitat de València.