El biólogo evolucionista Theodosius Dobzhansky reflejó qué lugar ocupa la teoría evolutiva en la biología moderna en el título de un famoso artículo: «Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución». Publicado a principios de los años setenta, en los albores de la revolución derivada de las incipientes técnicas de ingeniería genética, el mensaje no ha perdido vigencia; incluso la ha ampliado. Desde entonces, los avances tecnológicos y los desarrollos metodológicos y conceptuales en la biología la han llevado a ocupar un lugar prominente entre las disciplinas científicas por sus aplicaciones y consecuencias en nuestras vidas cotidianas. Desde los descubrimientos en relación con el genoma, y sus promesas de proporcionar una medicina individualizada, hasta la obtención de organismos con propiedades elegidas a la carta, las aplicaciones de la biología se extienden por multitud de ámbitos y cuestiones. Y, si bien es la biología molecular el motor que ha impulsado este avance, cada vez con más frecuencia encontramos que la evolución y la teoría evolutiva son componentes esenciales para poder interpretar, organizar y manipular los nuevos productos (bio)tecnológicos. Así, no podemos modificar la composición genética de una especie sin entender las leyes que gobiernan el destino de las nuevas variantes en las poblaciones, como tampoco podemos comprender la dinámica de una población celular en crecimiento descontrolado, como las presentes en tumores, sin referirnos a los procesos ecológicos y evolutivos que rigen el crecimiento poblacional o la expansión de nuevos linajes. En este número de Mètode recogemos algunas de estas aplicaciones de la teoría evolutiva en ámbitos diversos de la biología con la característica común de estar alejados de la ciencia básica y tener un impacto directo en la salud (individual o colectiva), la alimentación o incluso la justicia. |