Sueña uno a veces qué habría podido suceder en las ciudades, en los pueblos y en las playas de nuestro País Valenciano, si en los años sesenta del siglo pasado, cuando se inició la primera expansión económica al final de la posguerra, hubiéramos tenido la suerte de encontrarnos con políticos demócratas inteligentes, con promotores cuya legítima ambición se hubiera visto sometida férreamente al dictado de la estética y con una sociedad dispuesta a no permitir ningún atropello urbanístico. Sin duda nuestras ciudades, pueblos y playas se hubieran desarrollado racionalmente en armonía con el paisaje y esta tierra valenciana se habría convertido en un lugar privilegiado sin dejar de ser un paraíso como lo era entonces aun dentro de la pobreza. La mala suerte histórica, que caracteriza a este país, hizo que en aquel tiempo coincidiera el fascismo con la brutal especulación, la incultura con la codicia y el mal gusto con la desidia. Desde entonces esta lacra no ha cesado de crecer y sobre ella cabalga uno de los jinetes del Apocalipsis todavía. Ahora, con la crisis económica, el caballo parece haberse parado a abrevar, pero algún día volverá a galopar de nuevo. Griegas o valencianas, en el Mediterráneo ha habido tragedias de sangre y tragedias de cemento. Las de sangre fueron elevadas por Esquilo y Sófocles a una alta categoría moral que servía para purificar las pasiones. Las de cemento están ahí inamovibles, impúdicas, desafiando los lamentos y augurios nefastos del coro, sin que nadie haya podido impedir que nuestra costa fuera bombardeada con millones de toneladas de ladrillos, que nuestro paisaje fuera ahogado por un aluvión de asfalto, que nuestros pueblos fueran sacrificados con urbanizaciones horteras en el altar de la corrupción. Entre la depresión y la expansión, como un movimiento diabólico de sístole y diástole, la destrucción avanzará cuando la crisis levante la cabeza. Sueña uno a veces qué habría sido de Valencia si esta ciudad se hubiera expandido de forma orgánica, como un ser vivo bien constituido, asimilando los pueblos de la huerta para incorporarlos a sus latidos sin que perdieran su personalidad, en lugar de asolarlos, partirlos, machacarlos hasta destruirles el alma. Son formas de soñar. Durante estos últimos años en el horizonte de la costa las palmeras habían sido sustituidas por las plumas de las grúas de la construcción, que parecían las cruces de un nuevo calvario donde se estaba crucificando a todos nuestros dioses lares. Aquella euforia ha sido arrebatada por la crisis económica y ahora vivimos en un nuevo período de agonía, del que no se puede salir si no es llevados por una moral pública distinta. La representación teatral de la tragedia griega, según Aristóteles, servía para purificar las pasiones. Nada podrá salvarnos de la futura destrucción que, sin duda, llegará alentada por una renovada avaricia si no salimos de esta crisis con otro espíritu ciudadano. Todo seguirá igual si se fía la solución de nuestros problemas a los mismos que los han creado. Cuando uno sobrevuela nuestro litoral adquiere la convicción de que ese muro de cemento que cubre el horizonte ha sido producto de una larga contienda que ha perdido la ciudadanía. Recién salidos de una guerra, apenas recobrada la economía, comenzó un nuevo bombardeo masivo. Fue la especulación la encargada de rematar con un genocidio urbanístico todo lo que el paisaje y el mar constituía en el alma de un pueblo. Solo una nueva moral y un sentido estético colectivo puede salvarnos de otra derrota definitiva. Manuel Vicent. Escritor y periodista (Madrid). |
© Jesús Císcar Manuel Vicent. Escritor y periodista.
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© Mètode 2011 - 68. Después de la crisis - Número 68. Invierno 2010/11