El pasado enero, el grupo Springer Nature dejó de publicar Investigación y Ciencia (fundada en 1976) y Mente y Cerebro (2002), dos grandes referentes de la divulgación científica en español. Desaparecieron de la noche a la mañana. De repente. Y lo peor de todo: sin relevo.
¿Cómo puede ser que dos publicaciones de tanta calidad y tan consolidadas no tengan cabida en el ecosistema actual de la divulgación científica? ¿Ya no son necesarias? ¿No tienen suficiente valor? ¿Qué dinámicas nos han traído hasta aquí?
El mundo de la comunicación lleva tiempo desquiciado. Desde hace unos años la primera fuente de información científica, por delante de la televisión y los medios escritos como prensa, libros y revistas, es Internet. Esto se ha traducido en que cada vez se hace más difícil fidelizar a unos lectores que se han acostumbrado a tener al alcance un océano infinito de información y que se muestran reacios a pagar por unos buenos contenidos.
Ante este escenario, el marketing ha ido cogiendo las riendas. A menudo, los temas no se eligen tanto por su relevancia científica, sino por su rendimiento mediático o publicitario, retroalimentando la fiebre de los trending topics y de los titulares llamativos. También la calidad de los textos se ha visto resentida. En esta carrera frenética por la audiencia, los medios son esclavos del tráfico web. Y como este está conducido por los algoritmos de los buscadores, los textos se adaptan a ellos, lo que significa que los redactores de contenidos digitales, cuando escriben, se ven obligados a seguir los famosos criterios SEO (search engine optimization). Algunos gestores de contenidos web incluso incorporan «detectores de estilo» que avisan –¡con semáforos rojos!– cuando la redacción no es del agrado de los buscadores. Una práctica que empobrece los textos y los despersonaliza.
Otra estrategia habitual es publicar mucho, ya que cuantos más contenidos tenga una web, más probable es que vayamos a parar a ella a través de una búsqueda. La cantidad por encima de la calidad, una forma de hacer que arrincona las propuestas más elaboradas, de mayor profundidad y extensión.
Al empobrecimiento de los contenidos se suma otro peaje: la pérdida de pluralidad y transversalidad. Según la última encuesta de la FECYT sobre la percepción de la ciencia y la tecnología en España, los medios de Internet más utilizados para informarse sobre ciencia son vídeos y redes sociales. Uno de los peligros de delegar en las redes sociales (y, por lo tanto, en sus algoritmos) la selección del alud de información que nos llega es que acabamos leyendo solo sobre los temas que nos gustan y que ya conocemos. No salimos de nuestro «pequeño mundo». No asomamos la cabeza fuera de nuestras «áreas de confort» ni escuchamos otras maneras de mirar y de entender.
Pero no solo han cambiado los modelos de negocio y los contenidos, sino también nuestra forma de leer. Mientras los expertos en ciencias cognitivas nos dicen que la lectura en papel y, sobre todo, fuera de línea (offline) es mucho más provechosa, existe una tendencia creciente a ofrecer los contenidos solo en formato web (online). Dicen que es más moderno, más actual. No nos engañemos: es más barato. Obviamente, me estoy refiriendo a los textos, no a los vídeos, infografías interactivas u otras narrativas genuinamente digitales. Además, el discurso, respaldado por la propia industria, de que las nuevas generaciones tienen un «cerebro adaptado a la era digital» no tiene fundamento alguno. Al igual que los jóvenes de antes, los jóvenes de ahora necesitan atención y concentración para entender bien lo que leen. Y la atención necesita tiempo y silencio. Condiciones cada vez más difíciles de encontrar en medio de tanta velocidad y ruido.
El ecosistema de la divulgación científica en nuestro país es sin duda mucho más diverso y rico que cuando nació Investigación y Ciencia. Pero su salud será frágil mientras esté regido por dinámicas que favorecen el entretenimiento frente a la cultura, el deslumbramiento frente a la iluminación.
Si de verdad nos preocupa la cultura científica, detengámonos a pensar qué valor le damos.