En 1831, un grupo de 74 soldados que volvía a su cuartel marcando el paso provocó el colapso del puente suspendido de Broughton, cerca de Manchester. La obligación de romper el paso al cruzar los puentes no impidió que en 1850 se derrumbara el de Angers (Francia) y provocara la muerte de 226 personas. El colapso de un puente debido a la cadencia de los pasos de quienes lo cruzan forma parte del anecdotario del alumnado de física. Quizá no tanto del de ingeniería: el 20 junio de 2000, cinco días después de su inauguración, el Millennium Bridge de Londres fue cerrado al público por las preocupantes oscilaciones que producía el paso de los peatones.
Una situación cotidiana: con el coche parado y el motor al ralentí, oímos la vibración de la guantera. Aceleramos un poco, aumentando las revoluciones del motor y ahora lo que vibra es una pieza del retrovisor. Si el motor transmite la vibración a todo el coche, ¿por qué no todo vibra? Cada objeto tiene ciertas frecuencias propias, con las que oscila de forma natural. Si aplicamos al objeto una fuerza con esa misma frecuencia, conseguimos que vibre con la máxima amplitud (resonancia). Si lo obligamos a oscilar con frecuencias diferentes a las propias, ni se inmuta. Recuerdo un concierto en el que un plafón del techo vibraba escandalosamente cada vez que la pianista tocaba cierta tecla (nota musical). Solo ese objeto, de todos los presentes, tenía una frecuencia (de resonancia) que, mala suerte, coincidía con uno de los sonidos emitidos por el piano.
Recordemos nuestras experiencias infantiles con el columpio. La frustración de no saber movernos al ritmo adecuado e ir repitiendo «¿me columpias?». Es decir: ¿me empujas a ese ritmo que hará que el columpio oscile con gran amplitud y me divierta? Si el ritmo no es el correcto, el columpio se parará, como lo hará también la cuna que mecemos. Y es que las frecuencias propias de cada objeto son las que son. Aquella con la que oscilan las ramas de un árbol es menor que la de las hojas. La de las alas del colibrí (50 Hz o vaivenes por segundo), menor que la de un abejorro (200 Hz). La frecuencia más baja de la última cuerda de la guitarra (82 Hz), menor que la de la primera (330 Hz). Y como la leyenda atribuye a Pitágoras: cada martillo de herrero produce, al percutirlo, un sonido de diferente frecuencia, debido, en parte, a sus dimensiones.
Muchas aplicaciones tecnológicas (láseres, RMN, microscopio de fuerza atómica, AFM) y fenómenos diversos se basan en el concepto de resonancia. La frecuencia a la que trabaja un martillo percutor es próxima a la propia de la mano que lo sujeta, que vibra con la máxima amplitud (resuena) y causa un riesgo laboral. Los sonidos más graves que llegan a nuestro oído resuenan en el extremo más grueso de la membrana basilar, en la cóclea, y los agudos en el extremo más fino; con la información de esa localización transmitida por el nervio acústico, el cerebro genera la sensación sonora.
Muy importante: en resonancia, aunque la fuerza que se transmite al objeto sea relativamente pequeña, al hacerlo con la frecuencia adecuada, este oscila con gran amplitud. De ahí la rotura de una copa de cristal cuando la exponemos a un sonido de la misma frecuencia que produce la copa al percutirla, o las oscilaciones y colapso de un puente por los pasos de quienes lo cruzan. Hay quienes dicen practicar «espiritismo» con pendulitos que oscilan solos, cuando es su mano la que, imperceptiblemente, los mueve en resonancia.
En 2011 se evacuó un centro comercial de 39 pisos en Seúl por las enormes oscilaciones que provocaban, al parecer, diecisiete practicantes de tae-bo (entre taekwondo y boxeo). ¿Por qué nadie les dijo que cambiaran de ritmo?