Los microbios son fuente continua de sorpresas. Su «invisibilidad» contribuye a aumentar nuestra extrañeza cuando un microorganismo, o su actividad, se hacen patentes por primera vez. Y aunque los microbios son unos organismos muy especiales, y por tanto interesantes por sí mismos, también lo son porque afectan a todos los aspectos de la existencia de los humanos, y del resto de seres vivos, con sus efectos positivos y/o perjudiciales. Desgraciadamente, tenemos más presentes los aspectos negativos. Las enfermedades infecciosas nos han acompañado en el curso de nuestra historia y han tenido efectos decisivos en muchas naciones y civilizaciones. Sobre todo las que previamente no se conocían, como la viruela en las Américas o la sífilis en Europa durante la primera mitad del siglo xvi. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera patógenos humanos unos dos mil organismos (entre priones, virus, bacterias, protistas y hongos, más algunos gusanos y artrópodos), que son una pequeña cantidad en el conjunto de millones de especies de microorganismos, conocidas y por descubrir. Según palabras del microbiólogo norteamericano John L. Ingraham, «el número de bacterias patógenas, comparado con el número total de bacterias, es muy inferior a la frecuencia de asesinos en serie en la población humana». El último tercio del siglo xix trajo el conocimiento del cultivo e identificación de la mayoría de microorganismos patógenos bacterianos. Posteriormente, el desarrollo de las vacunas y los antibióticos ha contribuido de forma decisiva a la lucha contra las enfermedades. También ha sido esencial la aplicación de medidas de control generales, como el saneamiento de las aguas, la higiene personal, la educación en salud pública y la mejora de la alimentación. Sin embargo, entre 1940 y 2010, en todo el mundo se han identificado más de 300 enfermedades emergentes que han afectado a la salud humana. Las enfermedades infecciosas emergentes incluyen, en primer lugar, patógenos que se han convertido en una nueva cepa dentro de la misma especie, como las cepas resistentes a los antibióticos (por ejemplo, Staphylococcus aureus resistente a la meticilina o MRSA). En segundo lugar, patógenos que cambian repentinamente de hospedar, como el virus de la inmunodeficiencia humana (virus del sida o VIH) o el síndrome respiratorio agudo (SARS). En algunos casos, este cambio a una nueva especie de huésped depende de cambios geográficos del patógeno (por ejemplo, el virus del Nilo en las Américas). Y, en tercer lugar, enfermedades zoonóticas como resultado de los cambios en el uso del suelo, de los cambios en las prácticas de producción de alimentos, agrícolas o no, o de la caza silvestre (virus Ébola). Estas actividades humanas aumentan la frecuencia de contacto entre los seres humanos y los animales, y, consiguientemente, con sus microorganismos. Tampoco podemos olvidar el aumento exponencial de los viajes y del comercio internacionales, que permite una globalización de aquellas enfermedades que antes estaban limitadas a determinadas áreas geográficas. La pérdida de especies de un ecosistema determinado puede tener graves consecuencias en la distribución e incidencia de las infecciones, incluso en aquellas que afectan a los humanos. En general, se cree que la pérdida de biodiversidad aumenta la transmisión de enfermedades infecciosas, sobre todo de aquellos hospedadores que no serían los habituales. Aunque no se sabe exactamente por qué pasa eso, parece que la disminución del número de especies puede aumentar la probabilidad de encuentros entre el microorganismo patógeno y el huésped habitual susceptible. Un ejemplo sería el aumento de la incidencia de la infección por el virus del Nilo en los Estados Unidos. Este virus se transmite por picaduras de mosquito y se mantiene entre las poblaciones de aves. De vez en cuando, puede infectar a una persona y causarle un tipo muy grave de encefalitis. En las zonas donde ha disminuido la diversidad de aves, y predominan las especies susceptibles a este virus, aumenta la cantidad de mosquitos y de personas infectadas. Por el contrario, en aquellas zonas con más especies diferentes de aves, hay más animales que no son buenos hospedadores para el virus y/o los virus no pueden multiplicarse eficazmente. Hay dos conceptos básicos que tenemos que recordar: mortalidad y morbilidad. La mortalidad es la proporción de individuos que mueren entre los afectados por la enfermedad. La morbilidad es la proporción de personas que son afectadas por la enfermedad dentro de la población considerada. Así, podríamos decir que los virus del resfriado o la gripe tienen una morbilidad muy alta, pero una mortalidad muy baja, mientras que a los virus Ébola o Marburgo les pasa lo contrario. Las fiebres hemorrágicas Ébola y Marburgo están causadas por virus de la familia Filoviridae (virus de RNA de cadena simple de polaridad negativa). Estos virus tienen una elevada mortalidad, pero una baja morbilidad. El virus Marburgo recibe el nombre de la ciudad alemana donde fue aislado en 1967 en investigadores infectados en un centro donde se trabajaba con muestras de monos de Uganda. El virus Ébola recibe el nombre del río Ebola (República Democrática del Congo, antiguo Zaire), donde fue identificado por primera vez en 1976. El reservorio natural del virus Ébola se cree que son los murciélagos y el África subsahariana es la zona endémica. El hecho de que pocas veces se produzcan brotes sugiere la presencia de un reservorio animal raro o ecológicamente aislado, que tiene pocos contactos con los humanos y otros primates. Recientemente, se ha detectado un nuevo filovirus, Lloviuvirus, genéticamente diferente a Ébola y Marburgo, en murciélagos en la península Ibérica, aunque no se ha observado aún su patogenicidad en humanos. Contra estos filovirus, a día de hoy, no existen vacunas ni terapias efectivas de tratamiento. El origen de la enfermedad en personas infectadas por el Ébola está relacionado principalmente con la exposición a los cadáveres de animales que se encuentran en el bosque o con el contacto directo con los murciélagos, y con la posterior transmisión del virus a través del contacto de persona a persona. Los virus entran en el cuerpo a través del contacto o de fluidos corporales infectados (sangre, saliva, sudor, vómitos, etc.). Tras un período de incubación de dos a veintiún días, aparecen los síntomas iniciales inespecíficos tales como fiebre, escalofríos, fatiga, dolor de cabeza y mialgia. En los casos mortales, frecuentes, los enfermos mueren de choque hipovolémico e insuficiencia múltiple de los órganos entre los días sexto y decimosexto. La enfermedad humana está vinculada con la frecuencia de contacto con primates infectados, aunque también están implicados otros animales. Parece que la población de gorilas y chimpancés se ha reducido en un 80 % en algunas partes de África Central debido a infecciones del virus Ébola. Factores como el cambio climático, la destrucción del ambiente, el aumento de la población, las migraciones masivas y el transporte aéreo hacen que las enfermedades infecciosas previamente confinadas geográficamente en determinados lugares se propaguen rápidamente por todo el planeta, a menudo en plazos más cortos que los períodos de incubación de la enfermedad. La lucha entre patógenos y hospedador continúa, y exige cada vez más la investigación científica para hacerle frente. Es necesario disponer de herramientas efectivas para la detección, diagnóstico y tratamiento. Las enfermedades infecciosas son corrientes y están muy extendidas. No hay edades específicas para sufrirlas, aunque los grupos de mayor riesgo son los niños y niñas y la gente mayor. La situación y desarrollo de la microbiología actual nos permite avanzar que esta ciencia será una de las principales armas para luchar contra la muerte durante todo el siglo XXI. |
«La pérdida de especies de un ecosistema determinado puede tener graves consecuencias en la distribución e incidencia de las infecciones, incluso en aquellas que afectan a los humanos» |