
Mucha gente ignora el papel que la ciencia tuvo en el pensamiento de Simone Weil. De hecho, su trabajo de tesis para l’École Normale Supérieure se titula –en la traducción al castellano– Ciencia y percepción en Descartes (1931), un trabajo donde ya se deja intuir el gran amor de la filósofa por la interdisciplinariedad. Y aunque Weil no tendría cabida en esta sección –en sentido estricto, no es una científica literata–, su visión crítica y a la vez problemática sobre la ciencia hace necesario redescubrir con fuerza esta faceta de su obra. Porque vivimos en un mundo convulso donde la verdad –el concepto nuclear de todo saber– naufraga sin que nadie se atreva a constatar el elevado coste que eso tendrá a efectos prácticos en el campo de la ética.
La preocupación de Weil por la verdad va ligada a las ideas de bien y de belleza; por tanto, como buena platónica, al elemento rector que mueve a cualquier científico en su investigación. Para la filósofa francesa, sería necesario que detrás de cualquier objeto de estudio hubiese un bien. Que el científico, con su enorme potencial, fuese plenamente consciente de su capacidad para cambiar el mundo. Pero desde el Renacimiento, afirma Weil: «la concepción misma de la ciencia consiste en el estudio de un objeto situado más allá del bien y del mal». Y añade: «más especialmente sin ninguna relación con el bien». La oposición en el campo moral con Nietzsche es una mera curiosidad, si bien el pensador alemán critica duramente la objetividad moderna como de «mal gusto». Los dos coinciden en la invectiva contra la época que les ha tocado vivir. Pero desde una perspectiva antitética, Simone Weil se plantea qué es lo que pasa en una sociedad cuando la noción de bien se ha desvanecido totalmente y, por tanto, la ciencia ya no le debe nada.
Osaría a apuntar que el problema radica en el hecho de que la ciencia es ambigua por naturaleza. Dicho de otra manera, los resultados de la actividad científica no pueden controlarse completamente. Una afirmación que no todo el mundo está dispuesta a aceptar de buen grado. La «neutralidad» de la ciencia todavía es un tema por resolver. Pero Weil sí que creía –y aquí el verbo creer es importante en su dominio filosófico– que era posible –y necesario– controlar sus resultados. Y pone como ejemplo la «ciencia griega» con Tales de Mileto como ejemplo cardinal. A su entender, aunque se disponía de una cantidad menor de conocimientos acumulados, la ciencia de entonces era «más precisa» e «igualaba y superaba a la nuestra» en rigor y método.
Weil lo deja claro en Echar raíces –una de sus obras relevantes–: «Al faltar el espíritu de verdad entre los móviles de la ciencia, tampoco puede estar presente en la ciencia misma». Y critica la matematización de la física y el aislamiento objetivable de los hechos en relación con el mundo. En su concepción de la ciencia hay una mezcla de razón bien fundamentada con elementos de carácter místico y también gnóstico hasta el punto de plantear que el científico renuncie –como los antiguos griegos– «a las investigaciones si parece más probable el mal». Para Simone, la belleza –la verdad– es el objeto de investigación de la ciencia; por tanto, el elemento ético forma parte intrínseca de esta perspectiva donde la escisión entre saber científico y hombre nos lleva hacia la catástrofe.
La reconciliación entre ética y ciencia es uno de los paradigmas del pensamiento de Simone Weil. Por supuesto, la dimensión práctica de la ciencia –la técnica– se encuentra en el centro de tal preocupación. Y, de hecho, hay una correspondencia entre la tecnificación de la guerra en la época de Weil con cómo se usa en la actualidad el conocimiento científico para controlar de forma indiscriminada a la población. La cuestión en sí no es dejar de investigar. Weil no critica la ciencia, sino la concepción moderna de la ciencia, y cómo se puede contener –si es que se puede, y ella se lo pregunta– el alud de conocimiento que está sepultando nuestra herencia humanista. Preservar nuestro legado, este es el gran reto que pide crear una nueva transcendencia. Sí, ciertamente una idea transgresora en un mundo donde la filosofía –pensar la cosa– a penas tiene cabida en nuestro imaginario. Y, aun así, para la autora de La gravedad y la gracia: «depende de nosotros […] prepararnos para el futuro».