El mundo de Erastóstenes

Aurora Valero. Eratóstenes piensa en el universo, 2024. Acrílico sobre papel, 21 × 28 cm.

Siempre he sentido una gran admiración por la figura de Eratóstenes (Cirene, Libia, 276 a. C.), astrónomo, poeta, geógrafo, filósofo y matemático, el «segundo» en conocimientos –tal como afirma Estrabón– de todas las disciplinas, ya que el dominio de tantas especialidades relegaba, según sus críticos, su autoridad en todos estos campos del saber. Por eso, dicen las malas lenguas de la época, se le llegó a conocer como «Beta» –la segunda letra del alfabeto griego– aunque no todo el mundo da por cierta esta estimación. No obstante, cabe recordar que Eratóstenes se atribuyó a sí mismo un epíteto que dice mucho sobre su carácter indómito: philólogos, es decir, ‘quien ama el saber’. El término, cuya afinidad con el vocablo philósophos se hace inevitable, hace referencia a una persona abierta a todas las ramas del conocimiento.

Igual que Empédocles dos siglos antes, Eratóstenes utilizó la literatura con fines que, de hecho, iban más allá de la difusión y profundizaban en la pedagogía, incluso en la erudición. Lo más fascinante de ello, en mi opinión, fue el uso de la poesía con el propósito de instruir. Y si bien es cierto que su historia de las constelaciones, los Catasterismos, la escribió en prosa, otras obras relevantes del autor tienen la poesía como género cardinal de fijación del texto, a saber: Erigone y Hermes, entre las más destacables de su corpus científico. De las mencionadas, Hermes tiene como objeto de estudio la observación zonal de la tierra, así como la exploración del firmamento y la teoría de las esferas. Por tanto, lírica y ciencia se dan la mano y aunque se trata de una obra de naturaleza fragmentaria –apenas se conservan unas decenas de hexámetros– llama la atención el gran rigor y la elegancia de la forma sin entrar en conflicto con el uso de un lenguaje técnico muy preciso.

Así pues, podemos imaginar la figura del astrónomo que en plena noche observa las estrellas, y mientras quizás detecta un pequeño matiz a revelar, la poesía le late en el corazón en respuesta a la inmensidad del universo. Una imagen ciertamente inspiradora, arquetípica del sabio que se adentra en la oscuridad –bajo la bóveda celeste estrellada– de donde mana todo el misterio del ser. No en balde el lenguaje poético fue empleado en la antigua Grecia con fines didácticos y etiológicos como método habitual para vehicular a través de la palabra los enigmas de la naturaleza. Fue una época en la que la noción de philosophia incluía sin ningún tipo de escisión las matemáticas, la historia, la física o la astronomía, además de otras materias –como la gramática o la retórica– que se estudiaban conjuntamente. En cualquier caso, ya hemos mencionado a Empédocles, pero también Parménides, Heráclito –prosa poética–, Calímaco o Arato de Solos, además del mismo Eratóstenes, habían profundizado en la poíêsis como vía de expresión de las ideas.

Esta estructura en la manera de pensar integraba en un solo horizonte todas las materias del saber. Y, de hecho, me resulta bastante difícil creer que actualmente ningún astrónomo pueda tener un mínimo interés en temas de prosodia o de métrica. En este sentido, la obra de Eratóstenes es excepcional en cuanto que representa uno de los extraños casos en que la investigación científica no queda aislada de su difusión masiva en el contexto cultural de la época. No es tan solo la escisión, ya señalada en otros artículos de esta sección, entre ciencias y humanidades. Es el divorcio entre especialidades científicas –y el desconocimiento de fondo por parte de la mayoría de la población– una de las amenazas más grandes que viven las sociedades democráticas.

En el fondo, se trata de una forma de ignorancia voluntaria que alimenta el fundamentalismo. El amor por la ciencia debe ser –o no será de ninguna otra forma– el amor por el saber. En este sentido, la figura del astrónomo observando las estrellas no es un simple icono romántico. Es un estado de ánimo de alguien con los ojos bien abiertos que mira la realidad dos veces para evitar caer en la falacia. Por eso mismo, Eratóstenes se empeñó en mantener un nivel de erudición elevado al mismo tiempo que mantenía los pies en la tierra –cuya esfericidad confirmó– fijando en hexámetros perfectos parte de sus descubrimientos. Queda lejos la época de la Biblioteca de Alejandría, de cuando el conocimiento se compartía en la mesa con una buena comida, y ciencia y poesía dialogaban en una conversación infinita. 

© Mètode 2024 - 123. Ciencia, raza y nazismo - Volumen 4

Escritor y fotógrafo (Barcelona).