La nostalgia de futuro de la que hablaba el pintor y cartelista valenciano Josep Renau, apelando a la posibilidad pasada de imaginar un mañana mejor pero no nato, se ha transformado en los últimos años en la negación del porvenir. El presente póstumo, concepto inquietante popularizado por la filósofa Marina Garcés, se ha convertido en el pentagrama en el que se inscribe la realidad. Late con un ritmo acelerado, un crescendo fósil imposible de sostener, pero que, sin embargo, nos parece el único ritmo posible. El futuro es ahora el vertedero del presente, y allí solo hay desechos, miseria y sufrimiento. ¿Quién quiere ir?
En septiembre de 2021, un grupo de investigadores, encabezados por Christopher Lyon, de la Universidad McGill de Montreal, y Erin E. Saupe, de la Universidad de Oxford, publicaron un artículo de título imperativo: «La investigación y la acción sobre el cambio climático deben mirar más allá de 2100». Así es. Atrapados entre un presente perpetuo y los hitos temporales marcados por los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, en los que el aumento de temperatura –los famosos umbrales de 1,5 o 2 grados Celsius– siempre hace referencia a finales de siglo. ¿Qué pasará en 2105? ¿Y en 2122? Ya hay personas en las escuelas, en los institutos y también en el mundo laboral que lo vivirán. Piense en ello.
Su estimulante ejercicio de prospectiva llega hasta el año 2500, una fecha que parece de ciencia ficción, pero que algún día llegará, tal y como leemos los versos de Ausiàs March cinco siglos después. Y nos obliga, más aún, con los hallazgos que exponen en el artículo («Nuestras proyecciones para 2500 muestran una tierra alienígena para los humanos»), a preguntarnos qué tipo de antepasado queremos ser. Esto es lo que se inquiere Roman Krznaric en The good ancestor (editado en castellano como El buen antepasado por Capitán Swing) y es una cuestión primordial. Alejado de los postulados de lo que se ha dado en llamar longtermism (‘largoplacismo’) –una fantasía capitalista construida sobre el transhumanismo y la exploración espacial–, Krznaric nos sugiere que pensemos más allá del corto plazo que impregna nuestro día a día. No solo para nuestros hijos, tengamos o no –¿qué clase de fraternidad es esta que traslada las fronteras del hoy al mundo de mañana?–, sino como ancestro biológico, civilizatorio e incluso geológico.
La crisis de atención que vivimos hoy en día es tan solo uno de los síntomas de esta inquietud que nos carcome lo cotidiano. Nada es para siempre y el presente de indicativo es el único tiempo verbal que sabemos conjugar. Para recuperar el futuro, debemos reconquistar el ahora y desnudarlo de guirnaldas y mandamientos: hacerlo nuestro, siervo del porvenir y escalón para el mañana. Quizás no sea casualidad que esta aversión a mirar a la derecha del calendario haya coincidido con una presencia desmedida de la nostalgia en los medios de comunicación, en los productos culturales y en los discursos políticos. Añorar el pasado es otra forma de evitar pensar en lo que vendrá. Pero es esta una tarea insoslayable.
Hay que defender el porvenir con más herramientas que solo un optimismo vacío y una esperanza azucarada. Hay que luchar socialmente y también planificar políticamente con la mejor ciencia disponible, decidir democráticamente, huir de la tecnocracia y establecer incómodas prioridades. Asumir que los escenarios son solo herramientas, no un oráculo que nos muestra un destino irrenunciable.
Yo, como Renau, tengo también una nostalgia de futuro, de aquella época en la que deseábamos un mundo mejor porque lo sabíamos posible. Se me cuela como un bulto de chatarra por el esófago con cada cifra que certifica la catástrofe, pero eso es ahora. No mañana. Acrecentar esta hambruna por el futuro será lo que nos devuelva un porvenir que ha naufragado entre promesas de infinidad –la fiesta nunca acaba en el capitalismo neoliberal– y las llamas de un mundo en guerra. No es tarde.