Andrómeda, nuestra galaxia vecina

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© V. Peris i J. L. Lamadrid
Imagen de la galaxia de Andrómeda. Esta imagen, tomada por el astrofotógrafo del Observatorio Astronómico de la Universitat de València, Vicent Peris y su colega José Luis Lamadrid, combina imágenes con filtros visibles captadas desde la sierra de Javalambre en Teruel. En esta imagen, además de la estructura interna de la galaxia se observan dos galaxias elípticas enanas (M32, abajo, y M110, arriba), que orbitan como satélites alrededor de M31.

Al comenzar las noches de otoño aparece alta en el cielo de nuestras ciudades la constelación de Andrómeda. Y dentro de ésta encontramos uno de los objetos más fascinantes del firmamento: el único que, para los observadores del Hemisferio Norte, es visible a ojo desnudo y no pertenece a nuestra propia galaxia. Se trata de la galaxia conocida como M31 o, por su posición, la galaxia de Andrómeda. Según la mitología griega, Andrómeda era la hija de Cefeo y Casiopea, y fue castigada a causa de los pecados de sus padres a ser encadenada en un acantilado para apaciguar a un monstruo marino enviado por Poseidón. Perseo consiguió matar al monstruo y liberarla, y se casó con ella. Según la tradición, la descendencia de Perseo y Andrómeda dio lugar al pueblo persa. Como es habitual, los clásicos situaron la puesta en escena de este mito en el cielo, y así Cefeo, Casiopea, Andrómeda y Perseo tienen su lugar en el firmamento, cerca de la estrella polar.

Andrómeda es apreciable a simple vista, como una mancha nebulosa, para observadores que disfruten de una excelente visión y de un buen puesto de observación. Por desgracia, en nuestras ciudades y pueblos es cada día más difícil mirar al cielo, y con ello perdemos una posibilidad realmente atractiva: observar la galaxia más cercana a la Tierra entre las de tamaño similar a la nuestra, que está a «sólo» dos millones y medio de años-luz. A esta distancia, la galaxia de Andrómeda se convierte en el objeto más lejano de todo el firmamento que podemos observar a simple vista. Este récord lo consigue como consecuencia de la aportación luminosa de los centenares de miles de millones de estrellas que alberga. Ciertamente, a ojo desnudo, sólo podemos observar su núcleo: la extensión completa de la estructura espiral de la galaxia que revelan las observaciones telescópicas de larga exposición alcanza varios grados, ocupando un tamaño angular semejante al de seis lunas llenas. Andrómeda es una galaxia espiral, de un diámetro aproximadamente doble del de la Vía Láctea, en la que se aprecia un disco achatado, un núcleo central o bulbo, y brillantes brazos espirales que se enroscan alrededor de éste. Una complicada tracería de finas estructuras oscuras, aparentemente opacas, cruzan estos brazos. Entre esos brazos, alejados del núcleo, observó Edwin Hubble en 1923 una estrella variable cefeida que le permitió identificar inequívocamente, por primera vez, que Andrómeda (y con ella muchas otras nebulosas similares catalogadas en el cielo desde el siglo XVIII) era un objeto ajeno a nuestra Vía Láctea, aunque el astrónomo estoniano Ernest Öpik ya había estimado un año antes una distancia semejante haciendo uso de métodos dinámicos.

Hoy en día sabemos que los brazos espirales brillan porque en ellos existen «criaderos» de nuevas estrellas que iluminan su entorno con luz azulada como corresponde a su joven edad y alta temperatura. Por el contrario, los filamentos oscuros corresponden a concentraciones de polvo, que es opaco a la luz visible. El polvo interestelar es en realidad más parecido a lo que en nuestra vida diaria llamaríamos «humo»: una concentración de partículas de tamaño diminuto, no perceptibles individualmente, que provoca una fuerte extinción de las fuentes de luz que yacen tras él. La composición de estas pequeñas partículas es muy variada, desde los silicatos (parecidos a granos de arena) hasta los compuestos de carbono (similares a la carbonilla), o incluso agregados de moléculas orgánicas.

  «La galaxia de Andrómeda se convierte en el objeto más lejano de todo el firmamento que podemos observar a simple vista»
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© NASA-JPL-K. Gordon
Esta imagen, que se ajustaría entre las líneas paralelas trazadas en la imagen grande, ha sido tomada por el Telescopio Espacial Spitzer y recoge la luz infrarroja de 24 micras de longitud de onda (correspondiente a una temperatura de unos 120° Kelvin, o –150° centígrados). Se puede comprobar que las bandas oscuras de polvo visibles en la imagen óptica se convierten en brillantes hilos de luz cuando se las observa en la longitud de onda a la que emiten.
   

Y dado que como ocurre siempre en la física, «la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma», la energía contenida en la luz absorbida por el polvo (junto a la energía absorbida por los choques entre las propias partículas del gas) se utiliza en calentar las diminutas partículas a una temperatura sensiblemente más cálida que la del gélido ambiente que las rodea. Un cuerpo a temperatura ambiente emite grandes cantidades de luz en longitudes de onda correspondientes a unas pocas micras, invisible para nosotros. Aproximadamente a 1.000 grados de temperatura el mismo cuerpo brillará con una luz rojiza, y si alcanzase los 5.000 grados brillaría con luz blanca, como el Sol. Así que el polvo cósmico que se calienta a aproximadamente 100º Kelvin (entre 100 y 200 grados bajo cero) en el medio interestelar emite a su vez radiación, pero ya no en forma de luz visible, sino como luz infrarroja, que nuestros ojos no pueden percibir directamente. Por eso las nubes de polvo que atraviesan el disco de Andrómeda parecen oscuras.

¿Qué veríamos entonces si mirásemos hacia Andrómeda con gafas especiales de visión nocturna, que nos permitan «ver» la radiación infrarroja? Éstas son como las gafas a las que nos han acostumbrado las películas de acción, en las que un cuerpo puede ser visto por la noche en base al calor que emite. En este caso podríamos ver la mayor parte de la luz que procedería del propio polvo. Así, lo que en luz visible aparecen como zonas de oscuridad se presentaría como las partes más brillantes, formando una especie de «negativo cósmico». Tal imagen ha sido obtenida recientemente por el Telescopio Espacial Spitzer, que es a fecha de hoy la mejor herramienta infrarroja de la que disponen los astrónomos.

La imagen es espectacular, no sólo porque nos permite comprobar que el polvo emite, en efecto, a las longitudes de onda esperadas. También lo es porque la estructura más interna del disco en rotación puede ser observada en esta imagen pero no en las de luz visible, dado que la gran densidad de estrellas en el núcleo hace imposible la observación directa.

Vicent J. Martínez. Director del Observatori Astronòmic de la Universitat de València.
Alberto Fernández-Soto. Departamento de Astronomía y Astrofísica, Universitat de València.
© Mètode, Anuario 2008.

   
© Mètode 2011 - 53. Cartografía - Contenido disponible solo en versión digital. Primavera 2007