Dibujar el paisaje

Ilustración: Anna Sanchis.

«Sus campos parecen dibujados.» Lo oía decir de pequeño a los forasteros que nos visitaban. Los mayores escuchaban el elogio halagados, comprobando con el rabillo del ojo la perfecta linealidad de los surcos, el orden geométrico de rodrigones y emparrados. Yo no lo acababa de entender. Nuestros campos eran normales. Confundía normal con habitual. Las habituales cosas cotidianas nos parecen normales, pero solo lo son cuando se ajustan a la norma, que no tiene por qué ser lo que vemos cada día como usual y corriente.

El caso es que la pulcritud de nuestros huertos y cultivos era de verdad excepcional. En toda Europa, también en el Extremo Oriente, milenios de agricultura feraz habían creado un imaginario rural rico, poblado de labradores competentes. Dibujaban los campos, en efecto: surcos tensos, hileras de árboles trazadas con tiralíneas… resultaba un parcelario cuidadísimo, cercado con ribazos o setos. Los recortes de bosque sobrantes y la red de caminos puntuaban la impecable sintaxis de la trama cultivada. Había una elegancia prosódica detrás, una dicción territorial impostada y precisa. Nuestro paisaje agrario era –¿todavía lo es?– de una prosa impecable. Quizás por eso Josep Pla decía que «los mejores paisajes son los alimentarios».

En gran parte de África no era ni es así. Tampoco en la América tradicional o en muchos sitios del mediodía o ponente asiático. El magro rendimiento de una tierra mezquina o, en el otro extremo, la abundancia subsiguiente al generoso clima tropical propician cultivos desgarbados, de límites imprecisos y geometría incierta. Parecen campos improvisados. A menudo lo son. A veces resultan de roturaciones apresuradas seguidas de siembras de circunstancias. Otras veces responden a plantaciones eventuales de gente apurada que solo piensa en cosechar enseguida lo que necesita para sobrevivir.

«La pulcritud de nuestros huertos y cultivos era de verdad excepcional. Milenios de agricultura feraz habían creado un imaginario rural rico, poblado de labradores competentes»

De pequeño también escuchaba, boquiabierto, los relatos de los mayores que habían estado en Alemania. Poca gente viajaba entonces y Alemania era un lugar remoto y casi mítico, poblado de titanes sorprendentes. «Las calles están dibujadas», decían los viajeros con exaltación. Tanto dibujo me intrigaba, costaba creérselo. Pero era cierto: las calles alemanas estaban dibujadas. Como aquí ahora. Y vuelta a lo mismo: como pintar carriles y pasos de cebra se ha hecho habitual, ahora lo encontramos normal. Pero en aquella Barcelona adoquinada de los años cincuenta no había rayas en ningún adoquín. No había pintura en ningún sitio, de hecho. A aquella gris Barcelona de posguerra todavía no del todo dejada atrás le quedaba mucho para «ponerse guapa». En aquellos años de grisalla, el Ayuntamiento no tenía ánimo de pintar nada. Y menos las calzadas. Los dibujos eran del labrador, en cultivos pendientes de urbanizar.

Ahora nosotros también tenemos el asfalto pintado. Pero hemos abandonado la mayoría de los cultivos. No sé si hemos ganado mucho. Y el caso es que a los cultivos que todavía sobreviven y a las ciudades dibujadas no para de llegar buena gente que viene de campos sin dibujos y de ciudades sin calles a penas. Acarrean muchas necesidades y algunas esperanzas. Más que destrezas. Hacen de labradores ocasionales y de operarios eventuales. No dibujan muy bien, está claro, un paisaje que tampoco entienden. ¿Qué reproche les podríamos hacer?

Mi padre dejaba los tornillos que apretaba con las ranuras de la cabeza alienadas. Un operario acabado de llegar me los clavaba hace poco a golpes de martillo, como si fueran tachuelas. La distancia cultural es excesiva. No veo a mi alrededor nadie que lo encuentre preocupante. «Los campos de Polonia parecen dibujados», acabaremos diciendo. Y entonces algún niño, incrédulo, pensará que eso no puede ser. Demasiado difícil. Costará hacerle creer que, antes de progresar tanto, aquí también sabíamos dibujarlos.

© Mètode 2010 - 67. Naturaleza humana - Número 67. Otoño 2010
Doctor en Biología, socioecólogo y presidente de ERF (Barcelona). Miembro emérito del Institut d’Estudis Catalans.