Gratitud

Nivel de vida
Nivel de vida

Ilustración: Anna Sanchis.

Acciono el interruptor y se encienden las luces. Abro el grifo y sale agua. En las tiendas hay de todo: ropa, comida, libros y automóviles. Me detengo en la parada y llega el autobús. O el metro, o el tren o el tranvía. Los aviones me trasladan a cualquier punto del mundo, por apartado que esté. Me pongo malo y en seguida me llevan al hospital, donde me atienden. Internet me hace ciudadano del mundo. Hoy en día todo esto nos parece normal, el marco de mínimos que nos acoge cada día al levantarnos de la cama. Pero es excepcional, de hecho.

De pequeño, en casa no había teléfono. Casi nadie tenía uno. Los que usaban tarjetas de visita ponían en ellas el número de teléfono de la tienda más próxima o el de algún condescendiente vecino acomodado y, entre paréntesis, aclaraban: «suplicado». Tenías que pedir «conferencia» para hablar con el pueblo de al lado. Llamar a Valencia desde Barcelona era un acontecimiento comentado; las abuelas se hacían cruces. Todo a través de operadora, claro, y con demoras de varias horas, a veces de un día entero. Los teléfonos móviles eran impensables y los smartphones no aparecían ni en los relatos de ciencia ficción.

El número de nuestro primer teléfono, a mediados de los años cincuenta, tenía seis cifras: era el 262962. Hasta poco antes, todos tenían solo cinco, bastaban las 90.000 combinaciones posibles (99.999 menos las 9.999 primeras, de tan solo cuatro cifras). Ahora, en cada estado de Europa son posibles novecientos millones de combinaciones (999.999.999 menos 99.999.999). Parece que nunca más hará falta alargar la cifra, pero no pondría la mano en el fuego.

«Las cosas extraordinarias de las que disponemos se ven como banalidades irrelevantes, lo que nos predispone a la queja de mimado»

Todo esto ha pasado en poco tiempo. La evolución de la telefonía es reciente, algo de mi recuerdo personal, pero que a las casas llegue agua corriente o electricidad tampoco se remonta a mucho tiempo atrás. Al menos en los pueblos, los bisabuelos de los que ahora somos abuelos vivían como los romanos o casi. Para llegar a su nivel de vida había sido necesaria toda la historia de la humanidad más o menos civilizada, pongamos cincuenta o cien mil años; en los últimos doscientos, lo hemos decuplicado por lo menos. En todo caso, ha sido necesario el esfuerzo acumulado de miles de generaciones para llegar hasta donde estamos. Me parece que la mayoría no se da cuenta de ello lo suficiente.

El modelo industrial y capitalista se nos ha escapado de las manos, a muchos así nos lo parece. Pero este es otro tema. Como muchas personas, entre las que me cuento, no dejamos de hacerlo notar, conviene también enfatizar la otra cara de la moneda: hemos sacado mucho provecho colectivo del camino recorrido. No ha sido tanto un tema de modelo socioeconómico como de momento civilizador. Hemos acumulado un prodigioso compendio de logros tecnocientíficos puestos al servicio de una estructura social que, con tantos defectos como quieran, básicamente ha funcionado. Por eso hay hospitales que atienden con remarcable éxito a la mayoría de sus pacientes, prácticamente se han acabado las epidemias deletéreas y gozamos de una doble seguridad alimentaria nunca antes vista: garantía de abastecimiento y de salubridad en los alimentos (a pesar del exceso de aditivos, insipideces lamentables o transgénicos sospechosos). Nuestras alarmas alimentarias son de rico: no pasamos hambre, ni comemos alimentos deteriorados, disimulados con demasiadas especias…

No en todas partes, sin embargo. Entre las imperdonables debilidades éticas del sistema están las asimetrías que establece. En Occidente, eso hace todavía más sangrante la indiferencia con la que la población se levanta cada mañana. Las cosas extraordinarias de las que disponemos se ven como banalidades irrelevantes, lo que nos predispone a la queja de mimado. Sin abandonar la crítica, el esfuerzo epistemológico y la acción renovadora, tendríamos que cultivar el agradecimiento: debemos mucho a los que nos han precedido. La civilización industrial, ni más ni menos…

© Mètode 2014 - 80. La ciencia de la prensa - Invierno 2013/14
Doctor en Biología, socioecólogo y presidente de ERF (Barcelona). Miembro emérito del Institut d’Estudis Catalans.